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Authors: Laura Gallego

Tags: #Aventuras, #Fantástico

El libro de los portales (44 page)

BOOK: El libro de los portales
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Pese a ello, tampoco estaba segura de poder diagnosticar con exactitud la situación de la mina. Quizá, si pudiera curiosear en el interior de aquellos contenedores…

Prestó mucha atención. Parecía que el capataz se había salido con la suya, y que enviarían el cargamento al día siguiente por la mañana. De modo que empujaron los contenedores hasta situarlos junto al portal, que permanecía inactivo, y allí los dejaron.

Tash sonrió de nuevo. La casa del guardián estaba muy cerca del portal. No le costaría nada acercarse por la noche, cuando todos durmieran, y echar un vistazo al cargamento.

Cuando, horas más tarde, se levantó del lecho en silencio y se deslizó al exterior de la cabaña, recordó la noche en que había salido de su casa, también de forma furtiva, para trabajar en los túneles por su cuenta. Se maravilló de que en algún momento le hubiera parecido una buena idea. «¿En qué estaría pensando?», se preguntó. Parecían haber pasado años desde entonces, aunque solo hubiesen sido unas pocas semanas; sin embargo, tenía la sensación de haber crecido y madurado mucho en aquel tiempo.

«Y ahora lo vuelvo a hacer», pensó de pronto. «Escaparme de noche, como un ladrón…» Se estremeció al evocar lo que había sucedido aquella última vez, el derrumbamiento en el túnel, la forma en que su secreto había salido a la luz… «Pero esto no es tan peligroso», se tranquilizó a sí misma. «Ni siquiera bajaré a la mina. Solo miraré dentro de los contenedores…»

La noche era lo bastante clara como para que pudiera moverse sin necesidad de ningún tipo de lámpara; pero hacía mucho frío, y Tash lamentó enseguida no haber cogido nada de abrigo. En aquella región, el sol golpeaba con fuerza durante el día, pero las noches eran heladoras, y ella aún no se había acostumbrado a aquellos cambios tan bruscos de temperatura. Dudó un momento, pero finalmente decidió no volver atrás. Cuanto antes terminara, antes estaría de regreso en su jergón.

Los contenedores seguían donde los mineros los habían dejado, justo al lado del portal. Tal y como Tash había anticipado, apenas se había extraído mineral aquella tarde, así que, en realidad, habrían podido enviar el cargamento a Maradia en su momento, sin necesidad de esperar un día más.

La muchacha se deslizó junto al primer contenedor, levantó la lona y se asomó al interior. No vio gran cosa en la oscuridad, por lo que introdujo la mano y palpó hasta que sus dedos rozaron los fragmentos de bodarita. Hubo de ponerse de puntillas para alcanzarlos, y a punto estuvo de caerse dentro. Se incorporó y volvió a tapar el contenedor, frunciendo el ceño. Estaba casi vacío. Allí había bastante menos mineral del que había esperado encontrar. Extrañada, examinó el interior del segundo contenedor; pero no había mucha más bodarita que en el primero. De hecho, todo el cargamento habría cabido en un solo contenedor, y apenas ocuparía una cuarta parte de su espacio. Pero era tradición que se enviaran dos depósitos semanales; siempre había sido así, desde que Tash tenía memoria, y su padre le había contado que estaba estipulado en los estatutos fundacionales de la explotación. En el pasado, le había explicado con orgullo, los contenedores iban rebosantes de mineral; había tanto, de hecho, que podrían haber entregado a los
granates
hasta cuatro depósitos semanales, y si no lo hacían era porque en el almacén de la Academia no tenían espacio para más, ni podían gastarlo a la velocidad con la que ellos lo extraían.

Pero aquellos tiempos quedaban muy atrás.

De pronto, el portal se activó. Tash retrocedió de un salto, aterrorizada ante el súbito resplandor rojizo que la bañó de pies a cabeza. ¿Qué significaba aquello? ¿Por qué se encendía el portal en plena noche? Estuvo tentada de salir corriendo, pero entonces vio la figura oscura que empezaba a recortarse contra el círculo luminoso, y comprendió que era demasiado tarde. De modo que hizo lo primero que se le ocurrió: saltó al interior del contenedor y se cubrió con la lona.

Se echó como pudo sobre el lecho de piedras. Descubrió que, si se tendía boca abajo, la postura le resultaba un poco menos incómoda. Al hacerlo, halló una rendija por la que se colaba un rayo de luz roja. Se incorporó un poco y se acercó a mirar. Apenas un instante antes de que el resplandor se apagara, pudo ver unos pies calzados con unas sandalias, que asomaban por debajo de un hábito color granate.

Tash contuvo el aliento, preguntándose qué razones podría tener un pintor de la Academia para presentarse en la mina a aquellas horas intempestivas. Por lo que ella sabía, el único
granate
que solía personarse en las explotaciones era ese tal maese Orkin que le había comprado sus piedras azules. Pero siempre llegaba de día, y solamente lo hacía una vez al año.

Intentó mirar un poco más arriba para tratar de vislumbrar los rasgos del recién llegado, pero entonces el portal se apagó y todo quedó sumido de nuevo en la oscuridad.

El pintor de portales masculló algo en voz baja y se apoyó en el contenedor. Tash se quedó muy quieta, con el corazón latiéndole con violencia. Se preguntó si el maese habría venido a llevarse los contenedores a la Academia, y si tendría intención de examinar previamente el mineral que había en su interior. En ese caso, no tardaría en descubrirla.

En aquel momento, el
granate
se enderezó, y el contenedor se balanceó un poco. Tash se contuvo para no lanzar una exclamación de miedo.

—Llegas tarde —dijo el maese. Hablaba en voz baja y Tash apenas podía oír lo que decía, porque los sonidos del exterior le llegaban muy amortiguados; pero le gustó su tono juvenil, suave y bien modulado.

—Quizá vos habéis llegado demasiado pronto —gruñó otra voz en respuesta; Tash reconoció, no sin asombro, al capataz.

—Yo llego cuando tengo que llegar —replicó el maese, imperturbable—. Y no me gusta perder el tiempo. ¿Me has reservado lo que te pedí, o no?

Pareció que el capataz vacilaba.

—Quizá deberíamos volver a hablarlo —respondió finalmente.

El pintor de portales rió con suavidad.

—¿Te han entrado escrúpulos de repente? ¿A estas alturas?

—No es eso —replicó el capataz con ferocidad—. Es que… los contenedores ya van demasiado vacíos. No sé si debería descargarlos más.

—¿Qué más te da? Vas a cobrar igualmente, ¿no?

—Sí, pero… También hasta aquí llegan los rumores, ¿sabéis? Dicen que van a cerrar las minas de Uskia, que son improductivas. ¿Qué pasará si los maeses piensan que aquí ya no sacamos suficiente mineral?

—Ese no es mi problema —respondió el pintor de portales con indiferencia—. Te repito lo que ya te dije en su momento: te pagaré por la bodarita el doble de lo que paga la Academia. Nada más. O lo tomas, o lo dejas. Pero, si me traicionas, o si decides que nuestra… relación de negocios… ya no te interesa… no volverás a verme jamás.

Mientras el capataz parecía inmerso en una lucha contra su propia conciencia, Tash trataba de comprender las implicaciones de lo que estaba escuchando. Aquel joven
granate
compraba mineral a un precio más alto de lo normal. ¿Qué significaba aquello? ¿Se quedaba el capataz con el dinero que obtenía de aquellos tratos? ¿Enviaba a Maradia menos mineral del que se extraía? ¿Pensaban los demás maeses que el yacimiento de Ymenia era menos productivo de lo que en realidad era? De repente, a Tash se le ocurrió que aquello mismo podía estar pasando en otras explotaciones de Darusia. Pero ¿quién era aquel
granate
que parecía actuar a espaldas de su propia gente, y por qué lo hacía?

—Está bien —dijo finalmente el capataz—. No tengo intención de romper nuestro acuerdo.

El maese exhaló un suspiro de impaciencia.

—Ya era hora —comentó—. ¿Y bien? ¿Dónde está mi mercancía, pues?

El capataz se acercó a los contenedores. Tash oyó el sonido de sus botas sobre la gravilla y se encogió de miedo. Pero el hombre levantó la lona del otro contenedor y rebuscó en su interior.

—Aquí tenéis —dijo entonces—. Vuestra parte, tal y como habíamos acordado.

Tash oyó cómo el pintor de portales sopesaba un par de saquillos.

—Parece correcto —comentó.

De nuevo se escuchó el sonido de las bolsas al cambiar de manos, pero en esta ocasión iba acompañado del tintineo de las monedas. Los dos hombres se mostraron conformes con la transacción y se despidieron con un par de frases breves. El pintor se volvió hacia el portal, escribió la contraseña en la tabla y, de nuevo, el círculo se iluminó.

—Siento curiosidad —dijo entonces el capataz, antes de que el
granate
cruzara el portal—. ¿Por qué hacéis esto?

Tash vio que el hábito del maese se agitaba un instante cuando miró a su interlocutor.

—No es asunto tuyo —le respondió—. Y harías bien en recordar los términos de nuestro acuerdo: nada de preguntas.

—Oh, sí. Tenéis razón. Es solo que…

Pero el
granate
no llegó a escuchar el final de la frase: se volvió hacia el portal y lo atravesó con decisión. Cuando se quiso dar cuenta, el capataz estaba hablando solo.

Tash lo oyó maldecir y refunfuñar por lo bajo. Cuando el portal se apagó y todo volvió a estar a oscuras, el hombre se alejó por el camino, de vuelta a la aldea, llevándose consigo las monedas que acababa de ganar.

La muchacha esperó unos instantes antes de atreverse a respirar hondo y relajarse un tanto. Se estiró como pudo en el interior del contenedor. Tenía una roca clavada en el estómago, y otro fragmento de mineral, especialmente afilado, le estaba despellejando la rodilla izquierda. Decidió que aguardaría un rato más antes de salir, por si al capataz le daba por regresar de improviso. Mientras tanto, se puso a reflexionar sobre lo que había escuchado. Pensó de pronto que a Tabit le interesaría saberlo. Pensó también en Caliandra, pero desechó la idea: a aquella
granate
solo le preocupaban su adorado profesor y el mineral azul, y por allí no había visto ningún fragmento que no fuese del color adecuado. Por otro lado, Tabit le había dicho que se pondría en contacto con ella, mientras que Cali ni siquiera se había molestado en despedirse.

Sin embargo, habían pasado ya varios días desde que partiera de Maradia, y aún no tenía noticias de ninguno de los dos.

Suspiró. Se preguntó si de verdad quería quedarse allí a esperar que se acordaran de ella. Pero no tenía dinero para regresar a Maradia ni para ir a ninguna otra parte.

Quizá lo mejor sería olvidar todo aquel asunto.

Se incorporaba ya para retirar la lona y salir del contenedor cuando de repente se le ocurrió que, en realidad, no necesitaba dinero para viajar. Ni siquiera necesitaba sus pies, pensó con una sonrisa traviesa.

Todo lo que debía hacer para regresar a la Academia en un instante era quedarse exactamente donde estaba.

Aún sonriendo, volvió a tenderse sobre el fondo de piedras y se preparó para pasar la noche lo mejor que pudiera.

Cali contempló, desalentada, el portal azul de la pared. Pasaba por el estudio de maese Belban varias veces al día, antes de comenzar las clases, al acabarlas o en cuanto tenía un momento libre, pese a que sabía que Tabit no tenía por qué regresar a través de él. Pero era lo único que podía hacer, al menos por el momento.

Nunca había desarrollado la virtud de la paciencia. Por tal motivo, los tres días que había prometido esperar acabaron por convertirse para ella en una auténtica tortura. Había contado con que podría visitar a Yunek en Serena; pero Rodak le había dicho que se había marchado, y no había querido explicarle adónde, ni tampoco cuándo volvería. Cali temió que hubiese regresado a Uskia sin despedirse, quizá porque ella no había querido acompañarlo el día en que había ido a buscarla a la Academia.

Todo aquello la sacaba de quicio: el hecho de no saber dónde estaban Yunek y Tabit, ni si se encontraban bien, ni cuándo volverían, si es que volvían… y, mientras tanto, verse obligada a permanecer allí, sin recibir noticias ni poder hacer nada al respecto.

Sin embargo, le había prometido a Tabit que esperaría antes de hacer ningún movimiento, y, pese a que le costó un enorme esfuerzo, cumplió su palabra. No solo eso: aún aguardó un cuarto día, por si los cálculos de Tabit no eran del todo exactos, y tardaba unas horas más de lo que había previsto en regresar a su propio tiempo.

Pero allí estaba; era la mañana del quinto día desde la desaparición de su compañero, y aún no había rastro de él, ni de maese Belban… ni tampoco de Yunek, aunque esa era otra cuestión.

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