El libro de Los muertos (52 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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—He olvidado ofrecerle un café. Servicio para dos. —Con una sonrisa.

—Yo no olvidaré lo que usted ha hecho —replica Scarpetta, y se levanta—. Lo que le ha hecho a Lucy, a Benton, a mí. No sé con seguridad lo que le ha hecho a Marino.

—Yo no sé con seguridad qué le hizo él a usted, pero sé lo suficiente. ¿Cómo lo lleva Benton? —Se sirve otro café—. Qué asunto tan peculiar. —Se reclina en los almohadones—. Cuando Marino venía a mi consulta en Florida, su lujuria nohabría sido más palpable a menos que se me hubiera echado encima y me hubiese arrancado la ropa. Es edípico y lamentable. Quiere tirarse a su madre, la persona más poderosa en su vida, y seguirá buscando el otro extremo de su arco iris edípico hasta el final de sus días. No encontró ningún caldero de oro cuando se acostó con usted. Por fin, por fin. Bien por él. Es sorprendente que no se haya suicidado.

Scarpetta se queda junto a la puerta, mirándola fijamente.

—¿Qué tal es como amante? —le pregunta la doctora Self—. Benton, salta a la vista, pero ¿y Marino? Hace días que no sé nada de él. ¿Ya han solucionado lo suyo? ¿Y qué dice Benton al respecto?

—Si a usted no se lo dijo Marino, ¿quién fue? —pregunta Scarpetta en voz queda.

—¿Marino? Ah, no, desde luego que no. Él no me contó lo de su pequeña incursión. Lo siguieron hasta su casa desde, ay, querida, ¿cómo se llama ese bar? Otro de los matones de Shandy, con el encargo de hacer que se planteara seriamente, la posibilidad de cambiar de ciudad.

—Entonces eso fue cosa suya. Ya me lo parecía.

—Lo hice para ayudarla a usted.

—¿Tiene una vida tan mezquina que se ve obligada a agobiar a la gente de esa manera?

—Charleston no es buen sitio para usted, Kay.

Scarpetta cierra la puerta y se marcha del hotel. Camina por los adoquines y pasa por delante de una fuente con caballos de bronce para acceder al garaje del hotel. El sol no ha salido aún. Debería llamar a la policía, pero sólo puede pensar en toda la desdicha que es capaz de causar una sola persona. La primera sombra de pánico la alcanza en una planta desierta de hormigón y coches, y piensa en uno de los comentarios de la doctora Self.

«Es sorprendente que no se haya suicidado.»

¿Fue una predicción, expresaba una esperanza o la insinuación de otro de esos horribles secretos que ella conoce? Ahora Scarpetta no puede pensar en nada más, y tampocopuede llamar a Lucy o Benton. A decir verdad, ellos no compadecen a Marino, tal vez incluso deseen que se haya metido la pistola en la boca o se haya tirado por un puente, e imagina a Marino muerto en el interior de su coche en el fondo del río Cooper.

Decide llamar a Rose y saca el móvil, pero no hay cobertura. Se dirige hacia su todoterreno, sin reparar apenas en el Cadillac blanco aparcado junto a él. Se fija en una pegatina ovalada en el parachoques trasero, reconoce las «HH» de Hilton Head y nota lo que está ocurriendo antes de ser consciente de ello. Se da la vuelta en el momento que el capitán Poma sale a la carrera desde detrás de una columna de hormigón. Ella nota que el aire se mueve a su espalda, o lo oye. Poma se lanza en plancha y ella gira sobre los talones al tiempo que algo la aferra por el brazo. Durante una fracción de segundo, el rostro de él está a la altura del suyo: un joven con la cabeza rapada y una oreja hinchada y enrojecida que la mira con ojos furiosos. El muchacho se estampa contra el coche de Scarpetta, un cuchillo cae con un tintineo a sus pies y el capitán le golpea sin dejar de gritar.

Capítulo 23

Bull tiene la gorra entre las manos.

Está un poco encorvado en el asiento delantero, consciente de que si se sienta erguido, pega en el techo con la cabeza, cosa que tiende a ocurrir. Bull mantiene una actitud orgullosa, por mucho que acabe de salir bajo fianza de la cárcel del condado por un crimen que no cometió.

—Le agradezco mucho que haya ido a recogerme, doctora Kay —dice cuando Scarpetta aparca delante de su propia casa—. Lamento haberle causado tantas molestias.

—Deje de decir eso, Bull. Ahora mismo estoy furiosa.

—Ya lo sé, y lo siento mucho, porque usted no hizo nada. —Abre la puerta y tarda unos instantes en conseguir apearse del asiento delantero—. Intenté quitar la tierra de mis botas, pero se ve que ensucié un poco su felpudo, así que más vale que lo limpie, o lo sacuda un poco al menos.

—Deje de disculparse, Bull. Lleva así desde que hemos salido de la cárcel, y estoy tan furiosa que muerdo. La próxima vez que ocurra algo así, si no me llama de inmediato, también voy a estar furiosa con usted.

—Espero que no ocurra nada por el estilo. —Bull sacude el felpudo de Scarpetta y ella empieza a sospechar que es tan testarudo como ella misma.

Ha sido un largo día lleno de imágenes dolorosas, intentos que han estado a punto de irse al cuerno y malos olores, yluego ha llamado Rose. Scarpetta tenía las manos metidas hasta los codos en el cadáver medio descompuesto de Lydia Webster cuando se presentó Hollings ante la mesa de autopsias y le dijo que tenía que contarle algo urgentemente. No está claro del todo cómo se enteró Rose, pero una vecina suya que conoce a una vecina de una vecina de Scarpetta —a quien ella no conoce— oyó el rumor de que la vecina que sí conoce Scarpetta —la señora Grimball— hizo que detuvieran a Bull por allanamiento e intento de robo.

Estaba escondido tras un azarero a la izquierda del porche delantero de Scarpetta, y la señora Grimball lo vio casualmente mientras miraba por su ventana de la segunda planta. Era de noche. Scarpetta no puede echar en cara a su vecina que se alarmase al ver algo semejante, a menos que esa vecina sea la señora Grimball.

Llamar a emergencias para informar de la presencia de un merodeador no era suficiente. Tuvo que adornar su historia diciendo que Bull estaba escondido en su propiedad, no en la de Scarpetta, y en resumidas cuentas, Bull, que ya había sido detenido, fue a parar a la cárcel, donde llevaba desde mitad de semana y donde probablemente seguiría si Rose no llega a interrumpir la autopsia, después de que Scarpetta fuera agredida en un aparcamiento.

Ahora es Will Rambo quien está en la cárcel, no Bull.

Ahora la madre de Bull puede estar tranquila. No tiene que seguir mintiendo ni decir que su hijo está cogiendo ostras o que ha salido, sin más, porque lo último que desea es que vuelvan a despedirlo.

—He descongelado estofado —dice Scarpetta mientras abre la puerta principal—. Hay más que de sobra, y ya me imagino lo que ha estado comiendo estos últimos días.

Bull la sigue al vestíbulo, y entonces el paragüero llama la atención a Scarpetta, que se detiene y se siente fatal. Introduce la mano y saca la llave de la moto de Marino y el cargador de su Glock, y luego la Glock de un cajón. Está tan inquieta que casi siente náuseas. Bull no dice nada, pero ella nota su curiosidad respecto a esos objetos. Transcurre un momento antes de que ella pueda hablar. Guarda la llave, el cargador y la pistola en el interior de la misma caja de metal donde tiene la botella de cloroformo.

Calienta estofado y pan casero, pone un servicio en la mesa y sirve un buen vaso de té con hielo con sabor a melocotón al que añade una ramita de menta fresca. Le dice a Bull que se siente y coma, que ella estará en el porche de arriba con Benton, y que les llame si necesita algo. Le recuerda que con demasiada agua, la lauréola se abarquillará y marchitará en una semana, y que hay que podar los pensamientos. Bull toma asiento y ella le sirve.

—No sé por qué le digo todo esto —comenta—. Usted sabe más de jardinería que yo.

—No viene mal que se lo recuerden a uno —replica él.

—Quizá deberíamos plantar más lauréola junto a la verja delantera para que la señora Grimball disfrute de su delicioso aroma. Quizás así se vuelva un poco más simpática.

—Intentaba hacer lo correcto. —Bull despliega la servilleta y se la pone sobre la pechera de la camisa—. No debería haberme escondido, pero desde que el de la
chopper
se presentara con un arma en el paseo, he estado alerta. Era una corazonada.

—Yo suelo fiarme de las corazonadas.

—Yo también, desde luego. Las tenemos por alguna razón —asegura Bull, y prueba el té—. Y algo me aconsejó que esperara entre los arbustos esa noche. Estaba vigilando su puerta, pero lo curioso del asunto es que debería haber vigilado el paseo, ya que usted me dijo que probablemente el coche fúnebre estaba allí cuando fue asesinado Lucious, lo que supone que el asesino estuvo allí atrás.

—Me alegro de que no fuera así. —Piensa en isla Morris y en lo que encontraron allí.

—Bueno, pues a mí me gustaría haber estado vigilándolo —insiste.

—Habría sido muy amable por parte de la señora Grimball que se hubiera molestado en llamar a la policía con respecto al coche —dice Scarpetta—. Hace que a usted le metan en la cárcel, pero no se molesta en denunciar un coche fúnebre en el paseo detrás de mi casa a altas horas de la noche.

—Vi cómo encerraban a ese tipo —dice Bull—. Lo enchironaron y él estaba venga dar la lata con su oreja herida, y uno de los guardias le preguntó qué le había pasado, y él contestó que se la había mordido un perro y se le había infectado, y que necesitaba un médico. Dio mucho que hablar, con su Cadillac con matrícula falsa, y oí decir a un policía que ese tipo había asado a la parrilla a una mujer. —Bull bebe el té—. He estado dándole vueltas a que igual la señora Grimball vio el Cadillac y no le habló del asunto a nadie, como tampoco le dijo a nadie lo del coche fúnebre. No dijo ni palabra a la policía. Es curioso cómo la gente piensa que una cosa que ha visto es importante y otra no lo es. Se le podría haber ocurrido preguntar si un coche fúnebre en el paseo por la noche supone que alguien ha muerto y que tal vez debería avisar a la policía. No le hará ninguna gracia presentarse ante los tribunales.

—No nos hará ninguna gracia a nadie.

—Bueno, a ella menos que a nadie —insiste Bull, que levanta la cuchara, pero es demasiado educado para comer mientras hablan—. Seguro que se cree más lista que el juez. Yo me compraría entrada para verlo. Hace unos años, estaba trabajando en este mismo jardín y le vi echarle un cubo de agua a una gata escondida debajo de su casa porque acababa de tener camada.

—No me digas nada más, Bull. No lo soporto.

Sube a la primera planta y atraviesa el dormitorio hasta el pequeño balcón que da al jardín. Benton habla por teléfono y probablemente lleva hablando desde la última vez que lo viera. Viste unos pantalones amplios y un polo, y huele a limpio, con el pelo húmedo. Detrás de él hay un espaldar de tubos de cobre que construyó Scarpetta para que las pasionarias ascendieran como un amante hasta su ventana.

A sus pies queda el patio de losas, y más allá el pequeño estanque que llena con una vieja manguera que pierde agua. Dependiendo de la época del año, su jardín es una sinfonía: mirtos, camelias, lirios de canna, jacintos, hortensias, narcisos y dalias. Siempre le quedan ganas de plantar más azareros y lauréolas, porque cualquier cosa que tenga un aroma delicioso le encanta.

Ha salido el sol, y de repente está agotada, tanto así que se le nubla la vista.

—Era el capitán —dice Benton, y posa el teléfono sobre una mesa con tablero de cristal.

—¿Tienes hambre? ¿Te pongo un té? —le pregunta ella.

—¿Y si te pongo yo algo? —Benton la mira.

—Quítate las gafas para que te vea los ojos. No tengo ganas de mirarte a las gafas de sol ahora mismo. Estoy muy cansada, no sé por qué. Antes no me cansaba así.

Él se quita las gafas, dobla las patillas y las deja en la mesa. .

—Paulo ha dimitido y no volverá de Italia, aunque no creo que vaya a pasarle nada. El director del hospital no ha tomado ninguna otra medida, aparte de la evaluación de daños, porque nuestra amiga la doctora Self acaba de estar en el programa de Howard Stern hablando de experimentos sacados directamente del
Frankenstein
de Mary Shelley. Ojalá Stern le hubiera preguntado de qué tamaño son sus pechos y si son reales. Olvídalo, se lo habría dicho, probablemente hasta se los enseñaría.

—Supongo que no hay ninguna noticia sobre Marino.

—Mira, dame tiempo, Kay. Y no te culpes. Conseguiremos superar todo esto. Quiero volver a tocarte y no pensar en él. Bueno, ya lo he dicho. Sí, me incomoda mucho. —Tiende su mano hacia la de ella—. Porque tengo la sensación de que soy culpable en parte, tal vez más que en parte. No habría ocurrido nada si yo hubiera estado presente. Voy a enmendar eso, a menos que tú no quieras.

—Claro que quiero.

—Me encantaría que Marino se quedara lejos de aquí, pero no le deseo ningún mal, y espero que no le haya ocurrido nada. Intento aceptar que le defiendas, te preocupes por él, todavía te importe.

—El patólogo de plantas va a venir dentro de una hora —dice ella—. Tenemos arañuelas rojas.

—Y yo que creía que lo que teníamos era un quebradero de cabeza...

—Si a Marino le ha ocurrido algo, sobre todo si se ha quitado la vida, no lo superaré nunca. Quizá sea mi peor defecto: perdono a quienes quiero, y luego resulta que igual vuelven a reincidir. Encuéntralo, por favor.

—Todo el mundo está intentado encontrarlo, Kay.

Un largo silencio, no se oyen sino los pájaros. Bull aparece en el jardín y empieza a desenrollar la manguera.

—Tengo que ducharme —dice Scarpetta—. Estoy hecha un asco, no pude ducharme allí. No era un vestuario privado, precisamente, y no tenía ropa de muda. No sé cómo me aguantas. No te preocupes por la doctora Self. Unos meses en la cárcel le sentarán bien.

—Grabará allí sus programas y ganará más millones. Alguna otra presa se convertirá en su esclava y le tejerá un chal.

Bull riega un macizo de pensamientos y la rociada de la manguera muestra un arco iris.

Vuelve a sonar el teléfono, y Benton suspira:

—Oh, Señor. —Y responde. Escucha porque se le da bien escuchar, y, en todo caso, no habla mucho, como suele decirle Scarpetta cuando se siente sola—. No —dice—. Lo agradezco, pero estoy de acuerdo en que no hay razón para que estemos allí. No hablo en nombre de Kay, pero creo que sólo lograríamos molestar.

Cuelga y le dice:

—El capitán, tu caballero de reluciente armadura.

—No digas eso. No seas tan cínico. No ha hecho nada para que estés enfadado con él. Deberías estarle agradecido.

—Va de camino a Nueva York. Van a registrar el ático de la doctora Self.

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