El Libro de los Hechizos (39 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—Recuerda lo que te he dicho —susurró. Mercy asintió con la sensación de estar al borde de un estallido —. Mientras esté fuera, dejo la casa a tu cargo. No eludas tus tareas.

Mercy volvió a asentir y, cuando vio que Jonas Oliver se apartaba de la entrada haciendo un gesto a Deliverance para que lo acompañase, su control se diluyó por completo y gritó «¡Mamá!». Abrazó el cuello de su madre en un arrebato de lágrimas que fluyeron de sus ojos sobre el pelo y la capa de Deliverance.

—Chis, chis —la tranquilizó ella, acariciándole la espalda como solía hacerlo su padre, y Mercy se estremeció, sollozando aún más al pensar en él —. Todo esto se solucionará pronto. Debemos rezar para que Dios nos dé fuerzas.

Se separó suavemente del abrazo de su hija, apartándose poco a poco hasta que Mercy se quedó con la cabeza gacha, invadida por una mezcla de furia y tristeza.

—Es usted una buena amiga, Sarah —le dijo Deliverance a la señora Bartlett, quien le contestó: «Vaya con Dios, Livvy Dane.»

Luego Deliverance besó a Mercy en la frente, echó un último vistazo alrededor de la casa y siguió a Jonas Oliver en dirección a la noche.

Mercy la miró cuando se alejaba, odiando al hombre, odiando la ciudad, al reverendo Parris, a esas ridículas niñas chillonas, a su padre muerto, a Sarah Bartlett… , e incluso —no soportaba tener que admitirlo pero así era —al propio Dios por permitir que eso sucediese. Mientras el caballo se alejaba al galope con su pesada carga y una bruma de nieve se cerraba tras su silueta, Mercy los observó marcharse, esperando en la puerta de la casa hasta que el ruido de cascos se perdió en la nada y sólo quedó el sonido muerto de la noche bloqueada por la nieve, encerrada en silencio, llegando incluso hasta el pequeño perro, que había aparecido junto a sus pies.

Capítulo 19

Marblehead, Massachusetts

Mediados de agosto

1991

L
a noche llegó debajo de la espesa cubierta de enredaderas en el jardín de su abuela antes de alcanzar el exterior, pero Connie no tuvo problemas en discernir la forma del círculo quemado que aún se encontraba en la puerta de entrada de la casa. Dejó caer el bolso a sus pies donde estaba parada, apoyó las manos en las caderas y sintió que la fatiga invadía sus extremidades. La tarde en el hospital la había dejado sin fuerzas. La pierna de Sam mejoraba, lentamente, pero sus ataques eran cada vez peores. Desgarraban su cuerpo con una vehemencia que asustaba incluso a las curtidas enfermeras de su pabellón. Las convulsiones musculares se apoderaban de sus brazos, sus piernas, su espalda y su cuello, endureciéndolo y doblándolo en formas aterradoras, privándolo de la conciencia, aflojándole la lengua y, a menudo, iban seguidas de vómitos extremos que contorsionaban su cuerpo.

El agotamiento comenzaba a aparecer en su rostro: unos profundos círculos morados se extendían debajo de sus ojos como una mancha creciente, y Sam sólo era capaz de dormir durante breves períodos. Los médicos le habían administrado tres o cuatro anticonvulsivos diferentes sin éxito alguno. Ella había alcanzado a oír cuando hablaban de diversas teorías, ninguna de las cuales parecía explicar todos sus síntomas. No era cólera. No era epilepsia. No era un tumor. Incluso habían pedido que se le hiciera algo llamado test de Reinsch, una prueba cuya finalidad —según había averiguado Connie —era descubrir la posibilidad de un envenenamiento causado por sustancias químicas en la pintura. Sin embargo, los resultados no habían sido concluyentes. Aunque los médicos asumían una actitud de confianza delante de Sam y sus padres, Connie podía ver la duda que se arrastraba por debajo de sus rostros tensos. Esa tarde, cuando llegó al hospital, había interrumpido a un grupo de siete u ocho estudiantes de medicina que observaban cómo se convulsionaba el cuerpo de Sam, con los bolígrafos apoyados sobre sus cuadernos de notas pero sin moverse. Todos alzaron la vista cuando Connie entró en la habitación, aún no lo bastante entrenados para ocultar su desconcierto.

Y ahora estaba contemplando la marca quemada en la puerta, dándole vueltas en la cabeza a la hipótesis de Liz. Ella sostenía que el círculo podría estar destinado a protegerla y no a asustarla, pero su teoría no explicaba de dónde procedía el círculo o, lo que era más importante, quién lo había hecho. Connie presionó las puntas de los dedos sobre las cejas con evidente frustración y un destello blanco de odio por su propia impotencia estalló detrás de sus ojos.

Detestaba sentir que no controlaba su propia vida, odiaba no poder hacer nada para ayudar a Sam, y su ira se extendía hacia afuera para abarcar las manos invisibles que habían marcado su casa, y a los médicos con su incompetencia y sus inútiles batas blancas. Esa misma tarde, en el corredor, había oído a Linda que decía por teléfono: «Se está muriendo, Michael. Mi único hijo… Si no descubren pronto qué es lo que le pasa…» Linda había sorprendido a Connie escuchando su conversación y había cambiado rápidamente de tema, pero la palidez de su rostro revelaba claramente la profundidad de su desesperación. Connie recogió el bolso, pasándose una mano por la cara, y cruzó el umbral de la puerta entrando en la casa.

La noche la esperaba en la sala de estar, de modo que avanzó entre los dos sillones junto al hogar hasta que sus manos encontraron el escritorio Chippendale de su abuela.

—¿
Arlo
? —llamó, pero la casa estaba en silencio.

Escuchó, aguzando el oído para detectar el sonido de patas o ronquidos, pero no oyó nada. De uno de los bolsillos de sus tejanos cortados sacó una caja de cerillas baratas y prendió una protegiendo la llama entre las manos. Encendió el candil que descansaba sobre el escritorio, ajustando la llama en el interior del globo de cristal, hasta que la sala se llenó con un brillo redondo, cálido y anaranjado.

El escritorio estaba cubierto con gruesas capas de notas tomadas por Connie para su investigación, y los libros que había traído de Cambridge estaban colocados en pilas desordenadas en el suelo. Se arrodilló, pasando las manos sobre los lomos de los libros hasta que encontró
La cultura material de la superstición
, de Lionel Chandler. Apenas si podía recordar cuál era el tema central del libro de cuando lo había estudiado para sus exámenes orales en primavera. Instalada en el sillón del escritorio, con los pies descalzos doblados debajo de ella, Connie abrió el libro y echó un vistazo al índice, buscando un capítulo que hablara de cruces o círculos unidos a cruces. Dejó atrás la portada, los detalles de la publicación y los agradecimientos. Después de todo el material introductorio del libro, pero antes del primer capítulo, «La superstición y la tradición autóctona», su mirada se posó en un tosco grabado que mostraba a una joven vestida con un sencillo atuendo de campesina que sostenía un voluminoso libro en una mano extendida. Connie frunció el ceño. Al pie se leía: «Joven practicando la llave y la Biblia, grabador anónimo, East Anglia, 1587. Reproducido en
Maleficia Totalis
, Museo Británico, Colecciones Especiales. Véase p. 43.»

—¿Qué…? —dijo Connie en voz alta y, cuando lo hacía, la suave lengua de un perro le lamió la rodilla —. Oh, hola,
Arlo
—saludó al animal, que apareció sentado a los pies del pesado escritorio.
Arlo
gimió.

Connie buscó la página 43 e hizo descender la yema del dedo a lo largo de la página.

… a menudo tenían que recurrir a artefactos que se encontraban comúnmente en las casas —leyó —. Una extendida técnica de adivinación vernácula mencionada en diversas fuentes, y que se practicó hasta la primera década del siglo XIX, fue la llamada “la llave y la Biblia”. En este simple método se colocaba una llave dentro de un libro grande y pesado, habitualmente una Biblia, y el suplicante formulaba una pregunta en voz alta mientras sostenía el libro en la mano. Si el libro se volcaba y despedía la llave, entonces el suplicante podía suponer que la respuesta a la pregunta era sí.

Mientras Connie leía, pudo sentir que la casa se cerraba en torno a sus hombros, comprimiéndola dentro de una caja diminuta. Siguió leyendo.

Una variación de esta técnica permitía que el suplicante escribiese un nombre o una pregunta en un pequeño trozo de papel, que luego sería colocado nuevamente dentro de la llave para dirigir de un modo más preciso la naturaleza de la pregunta.

Connie alzó rápidamente la cabeza, cogió el libro, lo colocó sobre el regazo y buscó entre los papeles hasta que sus dedos encontraron la llave que había llevado en el bolsillo durante la mayor parte del verano. La retiró lentamente de debajo de sus notas, alzándola delante de los ojos y haciéndola girar bajo la cálida luz del candil. El resplandor brillaba en su larga caña. Utilizó la uña del pulgar para coger el extremo que sobresalía del minúsculo rollo de papel que le había descubierto el nombre de Deliverance Dane, lo extrajo de su escondite y lo hizo girar entre el índice y el pulgar.

La mente de Connie regresó a la primera noche que había pasado en la casa de su abuela, temerosa, incapaz de conciliar el sueño, Liz durmiendo en su saco de dormir sobre los húmedos edredones en la habitación de la planta alta, el candil encendido. ¿Qué había hecho aquella noche? Estaba ansiosa y había buscado algo para leer. Connie se levantó y fue hasta la biblioteca llevando el candil consigo, recorriendo nuevamente el mismo camino. «Encontré el ejemplar maltrecho de
La cabaña del tío Tom
—recordó, apoyando la mano encima de la pequeña novela. Deslizó los dedos sobre los lomos marrones de los libros —. Luego miré los libros grandes que había en el estante inferior —se dijo, arrodillándose y sosteniendo el candil cerca de los libros —. Y saqué la Biblia.» Apoyó la mano sobre el grueso volumen y frunció el ceño.

—Pero no recuerdo haber dicho nada en voz alta y mucho menos formulado una pregunta —le dijo Connie a
Arlo
, que la había seguido hasta las estanterías. El perro la miró, impasible. Ella se llevó la uña del pulgar a los dientes y la mordisqueó durante un momento —. Pero estaba pensando… —continuó —. Siempre estoy pensando—. Hizo una pausa —. ¿En qué pensaba?

Evocó la imagen de sí misma en pijama aquella primera noche, mirando su propio espectro mientras hojeaba los primeros capítulos de la Biblia. Se vio leyendo y luego entornó los ojos, tratando de atisbar en la versión recordada de sí misma arrodillada en el suelo. Connie contempló la escena imaginaria, observando hasta que se vio dando un respingo por el dolor punzante en la mano, en esta ocasión observando una neblina azulada que surgía de las puntas de los dedos y que no recordaba haber visto aquella noche. Su espectro dejó caer el antiguo libro, frotándose la mano y flexionando los dedos para calmar el dolor.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó a la imagen.

Ésta volvió su rostro hacia Connie, sonrió, deslizó la llave fuera de la Biblia donde ésta había caído en el suelo, la sostuvo en el aire para que la Connie del mundo real pudiese verla y luego se diluyó en la oscuridad.

En ese instante se descorrió una cortina en la mente de Connie.

—Me estaba preguntando de quién sería la historia que encontraría aquí —le dijo al vacío donde había estado su yo imaginario —. ¡La llave y la Biblia respondió a mi pregunta, aunque yo ni siquiera sabía que la estaba formulando! —Connie se rodeó fuertemente el pecho con los brazos, tratando de aplacar los brincos que atenazaban su corazón —. Se trata de algo que hay en las palabras —susurró para sí.

Regresó rápidamente con el candil al escritorio de su abuela,
Arlo
trotando tras ella como si también estuviese fascinado con lo que estaba pasando.

—Pero no es sólo en las palabras. Sam lo intentó con la tarjeta escrita en latín y no sucedió nada.

Se sentó al escritorio refrescando todos esos detalles en su mente. Volvió a coger el libro que hablaba de las prácticas supersticiosas, examinando la página donde lo había dejado para ver si podía darle más información. Sus ojos recorrieron los numerosos ejemplos de la práctica de la llave y la Biblia en el período medieval tardío y el período moderno temprano, deteniéndose tres páginas después de haber comenzado el capítulo.

Otra técnica de adivinación vernácula ampliamente difundida, igualmente primitiva pero al alcance de todos al margen de su clase social, era la llamada «el cedazo y las tijeras». Este método consistía en balancear un cedazo encima de unas tijeras abiertas, al tiempo que se formulaba una pregunta cuya respuesta era sí o no. Al igual que en el caso de la llave y la Biblia, el hecho de que el cedazo se diera la vuelta era considerado como una respuesta afirmativa a la pregunta del suplicante. Se ha dicho que el origen de esta técnica puede relacionarse con el precio relativamente caro de las tijeras; aunque se trataba de un utensilio común en todas las casas, no obstante, eran comparativamente caras y difíciles de fabricar. En el Nuevo Mundo eran especialmente valiosas, y sólo más tarde se adquirieron los medios para fabricar tijeras y podaderas locales. Algunas evidencias sugieren que este método era el preferido para que revelase la ubicación de algunos bienes perdidos y, en particular, la identidad de los ladrones en una época en la que los canales oficiales para el castigo y la reparación de los delitos menores, aparte de la presión y la vigilancia de la comunidad, eran prácticamente inexistentes.

Connie se arrellanó en el sillón y alzó las rodillas hasta el pecho, dejando escapar lentamente el aire. Su mente viajó hasta Sam, vulnerable y solo. Había sufrido un accidente muy extraño y ahora estaba postrado en la cama de un hospital. Se preguntó cómo se las había arreglado Grace para continuar con su vida después de que Leo desapareció. ¿Cómo pudo hacer frente a sus días sin saber lo que había ocurrido? Había habido una guerra, por supuesto. La gente desaparecía. Una marea de tristeza ascendió por su pecho al pensar en su madre, con veintiún años, en el último año de la universidad, esperando. Connie se preguntó cuánto tiempo había pasado Grace esperando, aferrada a la esperanza, antes de comprender que debía dejarlo y seguir adelante.

De pronto, Connie tomó una decisión.

—Vamos —le dijo al perro, quien trotó tras ella mientras se dirigía a la cocina iluminándose con el candil.

Después de rebuscar en la cocina, Connie había conseguido encontrar el antiguo colador de los años setenta, esmaltado en color verde limón, y una podadera oxidada, que unas gotas de aceite aflojaron y volvieron a dejarla lista para su uso.

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