El Libro de los Hechizos (2 page)

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Authors: Katherine Howe

BOOK: El Libro de los Hechizos
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—Regrese por la mañana, entonces —dijo Peter.

Jonas asintió, se tocó el ala de su pesado sombrero de fieltro y se perdió en la noche.

Peter volvió a sentarse en el pequeño taburete cerca del agonizante fuego del hogar, con el plato de potaje frío sobre la mesa, junto a su codo. Apoyó la barbilla en el puño y observó a la joven, que acariciaba la frente de su hija con una mano muy blanca, y oyó el murmullo suave e ininteligible de su voz. Sabía que debía sentirse aliviado de que ella estuviese allí. Todo el mundo hablaba de esa mujer en el pueblo. Se aferró a esos pensamientos, extrayendo de ellos la máxima confianza posible. Sin embargo, mientras sus ojos comenzaban a nublarse por el cansancio y la preocupación, y la cabeza le pesaba cada vez más sobre el brazo, la visión de su pequeña hija acurrucada en la cama, rodeada de oscuridad, lo llenó de espanto.

Capítulo 1

Cambridge, Massachusetts

Finales de abril

1991

P
arece que estamos casi fuera de tiempo —anunció Manning Chil ton con un ojo clavado en el fino reloj de bolsillo unido al chaleco por una delgada cadena. Luego estudió los otros cuatro rostros que circundaban la mesa de conferencias —. Aún no hemos terminado con usted, señorita Goodwin.

Siempre que Chilton se sentía especialmente satisfecho de sí mismo, su voz se volvía irónica, burlona, una afectación incongruente que rechinaba sobre sus estudiantes de posgrado.

Connie advirtió de inmediato el cambio en su tono de voz y supo entonces que, finalmente, su examen estaba a punto de concluir. Un atisbo ácido de náusea borboteó en su garganta y tragó con evidente esfuerzo. Los otros profesores sonrieron mirando a Manning Chilton.

A pesar de la ansiedad, Connie Goodwin percibió un hormigueo de satisfacción en el pecho y se permitió regodearse por un momento en esa agradable sensación. Si tuviese que adivinar, hubiera dicho que el examen se estaba desarrollando de la manera correcta, pero por los pelos. Una sonrisa nerviosa luchó por abrirse paso a través de su rostro. No obstante, consiguió sofocarla rápidamente bajo la expresión suave y neutra de desapegada suficiencia que sabía que era más apropiada para una mujer joven en su posición. La expresión no le resultaba en absoluto natural y se asemejaba cómicamente a la de alguien que acaba de morder un caqui.

Aún quedaba una pregunta por formular. Una posibilidad más de fracasar. Connie cambió de posición en la silla. En los meses precedentes al examen había bajado de peso, de forma lenta al principio y luego rápidamente. Ahora, sus huesos carecían de amortiguación contra la dureza del asiento, y el suéter Fair Isle le colgaba holgadamente sobre los hombros. Las mejillas, habitualmente brillantes y encendidas, formaban huecos debajo de sus pómulos caídos, haciendo que sus ojos azules parecieran más grandes en el rostro, enmarcados por las pestañas marrones, cortas y suaves. Las cejas castaño oscuro se abatían sobre los ojos, unidas en un gesto de concentración. Los suaves planos de las mejillas y la frente alta y despejada eran de un blanco helado, moteado por la oscura insinuación de las pecas, y compensados por una barbilla afilada y una nariz bien formada aunque un tanto prominente. Los labios, finos y de un rosa pálido, palidecieron aún más cuando los apretó con fuerza. Una mano se alzó para tocar la punta de una larga trenza castaña que caía sobre su hombro, pero Connie se contuvo y volvió a apoyarla sobre el regazo.

—No puedo creer que estés tan tranquila —había exclamado horas antes su estudiante de tesis, un joven desgarbado cuyo trabajo Connie asesoraba, mientras compartían el almuerzo —. ¡Cómo puedes siquiera comer! Si yo estuviese a punto de presentarme a mi examen oral, probablemente tendría náuseas.

—Thomas, tú tienes náuseas incluso durante nuestras reuniones de tutoría —le había recordado con amabilidad, si bien era cierto que su apetito prácticamente había desaparecido.

Si la hubieran presionado, habría admitido que disfrutaba intimidando un poco a Thomas. Connie justificaba esa muestra de crueldad menor argumentando que un estudiante de tesis intimidado tenía más probabilidades de cumplir con los plazos que ella le indicaba y de poner más empeño en el trabajo. Pero si era honesta consigo misma, quizá debería admitir un motivo menos honorable.

Los ojos de Thomas se iluminaron al mirarla y ella se sintió estimulada.

—Además, no es tan importante como dice la gente. Sólo tienes que estar preparado para responder a cualquier pregunta de cualquiera de los cuatrocientos libros que has leído hasta ahora en la escuela universitaria de graduados —dijo Connie —. Y si fallas, te echan a patadas.

Thomas la miró con una expresión de temor apenas reprimido mientras ella esparcía la ensalada alrededor del plato con el tenedor. Connie le sonrió. Parte del hecho de aprender a ser profesor consistía en aprender a comportarse de un modo profesional. No podía permitir que Thomas viese cuán asustada estaba.

El examen de calificación oral representa habitualmente un punto de inflexión, un momento en el que el profesorado te da la bienvenida en calidad de colega, no de aprendiz. En términos más ignominiosos, el examen puede ser asimismo el escenario de una espectacular carnicería intelectual, donde el estudiante que no está preparado —consciente pero impotente —presencia su propia vivisección profesional. En cualquiera de ambos casos, ella se vería obligada a hacer frente a sus propias insuficiencias. Connie era una mujer prudente y meticulosa que nunca dejaba nada librado al azar. Mientras empujaba el plato con la ensalada a medio comer a través de la mesa, lejos del adorador Thomas, se dijo que estaba tan preparada como era posible. En su mente se alineaban estanterías repletas de libros, con anotaciones y marcados con puntos. Mientras dejaba a un lado el tenedor, vagabundeó a través de las estanterías de los conocimientos que había adquirido, examinándose a sí misma: ¿dónde están los libros de economía? Aquí. ¿Y los libros sobre vestimenta y cultura material? En el estante superior, a la izquierda.

Una sombra de duda cruzó por su rostro. ¿Y si no estaba lo bastante preparada? La primera oleada de náusea le contrajo el estómago y se puso pálida. Todos los años le sucedía a alguien. Durante mucho tiempo había oído los susurros acerca de estudiantes que se habían derrumbado, que habían salido corriendo de la sala de exámenes, sus carreras académicas acabadas aun antes de que hubiesen comenzado. En realidad, sólo había dos resultados posibles. Su actuación de hoy podía, en teoría, elevar de un modo significativo su concepto en el ámbito departamental. Ese día, si manejaba la situación de la manera adecuada, estaría un paso más cerca de convertirse en profesora.

O podía mirar en las estanterías de su mente y encontrarlas vacías. Todos los libros de historia habrían desaparecido, reemplazados sólo por un solitario cuaderno lleno de argumentos de programas de televisión de finales de los años setenta y letras de canciones de rock. Connie abriría la boca y de ella no saldría sonido alguno. Entonces recogería sus cosas y regresaría a su casa.

En esos momentos, cuatro horas después de su almuerzo con Thomas, estaba sentada a un lado de una pulida mesa de conferencias de caoba, en un rincón oscuro e íntimo del edificio de historia de la Universidad de Harvard, tras haber resistido ya tres horas de interrogatorio por parte de un tribunal formado por cuatro profesores. Estaba cansada, pero el flujo de adrenalina le permitía mantener un alto nivel de conciencia. Connie recordaba haber experimentado la misma mezcla de agotamiento e intensidad intelectual cuando se quedó despierta toda la noche para acabar su tesis en el último año en la universidad. Todas sus sensaciones parecían haberse agudizado, resultaban intrusivas y la distraían: la rozadura de la cinta adhesiva con la que había fijado provisionalmente el dobladillo de su falda de lana, el sabor gomoso que dejaba en su boca el café azucarado… Su atención captaba todos esos detalles y luego los apartaba. Lo único que permanecía era su miedo, reacio a ser apartado. Posó la mirada en Chilton y esperó.

La modesta habitación en la que se encontraban incluía poco más que la mesa de conferencias picada y las sillas colocadas ante una pizarra manchada de un gris pálido con los fantasmales garabatos de décadas de tiza. Detrás de ella colgaba un olvidado retrato de un anciano de patillas blancas, ennegrecido por el paso del tiempo y el descuido. Al fondo de la habitación había una ventana sucia con sus persianas contra el sol del crepúsculo. Motas de polvo pendían casi inmóviles en el solitario rayo de sol que se filtraba en la estancia, iluminando los rostros de los miembros del tribunal de la nariz a la barbilla. Fuera se oían voces juveniles, estudiantes universitarios que se saludaban unos a otros y luego desaparecían, riendo.

— Señorita Goodwin —dijo Chilton —, tenemos una última pregunta para usted esta tarde—. Su tutor se inclinó hacia el centro vacío de la mesa, la luz del sol danzando sobre su pelo plateado, agitando el polvo en suspensión como si fuese una corona reluciente alrededor de su cabeza. En la mesa, delante de él, sus dedos permanecían tan cuidadosamente anudados como la corbata en su cuello —. ¿Podría proporcionarle a este tribunal un resumen sucinto y considerado acerca de la brujería en Norteamérica?

Un historiador de la vida colonial norteamericana, como era Connie, debía ser capaz de describir sistemas económicos, religiosos y sociales largamente desaparecidos hasta el más ínfimo detalle. En la preparación de ese examen, entre otras cosas, había tenido que memorizar métodos para hacer tocino en salazón, los usos como fertilizante del guano de murciélago y la relación comercial entre el ron y la melaza. Una noche, su compañera de cuarto, Liz Dowers, una estudiante de Latín Medieval alta y con gafas, rubia y delgada, la había sorprendido estudiando los versículos de la Biblia que aparecían comúnmente en los modelos de bordado de punto de aguja del siglo XVIII. «Finalmente nos hemos especializado más allá de nuestra capacidad de entendernos entre nosotros», había señalado Liz mientras meneaba la cabeza.

Por tratarse de la última pregunta, Connie sabía que Chilton realmente le había hecho un regalo. Algunas de las cuestiones que le habían formulado antes eran considerablemente más misteriosas, incluso habían superado lo que ella podía esperar. ¿Podía describir, si era tan amable, la producción de las diferentes exportaciones principales de las colonias británicas del Caribe a Irlanda en la década de 1840? ¿Creía ella que la historia era más un relato de grandes hombres que actuaban en circunstancias extraordinarias, o de grandes poblaciones constreñidas por sistemas económicos? ¿Qué papel diría ella que desempeñó el bacalao en el aumento del comercio y la sociedad de Nueva Inglaterra? Mientras su mirada vagaba alrededor de la mesa de conferencias fijándose en cada uno de los rostros de los profesores, vio reflejada en sus ojos vigilantes la especialidad en la que cada uno de ellos se había forjado un nombre.

El tutor de Connie, el profesor Manning Chilton, la miró a través de la mesa con una pequeña sonrisa aleteando en la comisura de los labios. Su rostro, enmarcado por un borde de pelo algodonoso, estaba agrietado en la frente, arrugado con pliegues que iban desde las esquinas de la nariz hasta la barbilla, y que la tenue luz del crepúsculo sobre la mesa de conferencias sumía en una profunda sombra. Chilton se comportaba con la confortable seguridad propia de la menguante clase de académico que ha pasado toda su carrera bajo el paraguas carmesí de Harvard, y cuya especialización en la historia de la ciencia durante el período colonial estaba alimentada por una infancia que había transcurrido ahuyentado del salón de una imponente casa en Back Bay. Conservaba el aroma distinguido del cuero antiguo y el tabaco de pipa, masculino pero todavía no anciano.

En la mesa de conferencias, Chilton estaba acompañado de otros tres respetados historiadores estadounidenses. A su izquierda se encontraba el profesor Larry Smith, un joven economista de la facultad, reservado y vestido con un traje de
tweed
, que formulaba preguntas complicadas cuyo propósito era exhibir ante los profesores de mayor antigüedad su autoridad y sus conocimientos. Connie lo miró con el ceño fruncido; ya en dos ocasiones le había hecho preguntas sondeando aquellas zonas donde sabía que el conocimiento de ella era escaso. La joven suponía que ése era su trabajo, pero era el único miembro del tribunal que probablemente recordase sus propios exámenes de calificación. Quizá había sido demasiado ingenua al esperar algún tipo de solidaridad de su parte; con frecuencia, los profesores de su rango eran los que se mostraban más duros con los estudiantes de la escuela universitaria de graduados, como si de ese modo quisieran compensar los ultrajes que habían sufrido. Smith le sonrió con modestia.

A la derecha de Chilton, con la barbilla apoyada en una mano enjoyada, se sentaba la profesora Janine Silva, una mujer de aspecto desaliñado, especialista en estudios de género, que recientemente se había hecho cargo de su cátedra y que favorecía los temas relacionados con la teoría feminista. Ese día, su pelo lucía más ondulado y alborotado de lo habitual, con un brillo borgoña que era visiblemente falso. Connie disfrutaba con el rechazo premeditado de la estética de Harvard por parte de Janine; su marca de fábrica eran los largos pañuelos con motivos florales. Una de las críticas favoritas de Janine concernía a la relativa hostilidad de Harvard hacia las mujeres académicas; su interés en la carrera de Connie rayaba en ocasiones en lo maternal y, como resultado de ello, Connie tenía que esforzarse conscientemente para controlar la transferencia pseudoparental que muchos estudiantes desarrollaban hacia sus tutores. Si bien Chilton ejercía mayor poder sobre su carrera, era a Janine a quien Connie más temía decepcionar. Como si hubiese percibido ese fugaz momento de ansiedad, Janine alzó el pulgar en dirección a ella, parcialmente oculto tras uno de sus brazos.

Por último, a la derecha de Janine se sentaba encorvado el profesor Harold Beaumont, historiador de la guerra civil y firme conservador, conocido por sus ocasionales y malhumoradas incursiones en la página de opinión de
The New York Times
. Connie nunca había trabajado estrechamente con él y lo había incluido en el tribunal sólo porque sospechaba que se implicaría muy poco en su ejercicio. Entre Janine y Chilton, creía que ya tenía suficientes expectativas que manejar. Mientras estos pensamientos viajaban por su mente, sintió que los ojos oscuros de Beaumont abrían un estrecho orificio redondo en el hombro de su suéter.

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