¿Y qué se imagina que hace?
Depende. Unas veces grito. Otras, me pongo a dar puñetazos a la gente en la cara. Otras, voy corriendo a la cabina de mando y trato de estrangular al piloto.
¿Y nadie se lo impide?
Claro que sí. Se aglomeran a mi alrededor, forcejean conmigo y me tiran al suelo. Me dan una paliza de muerte.
¿Cuándo fue la última vez que se metió usted en una pelea, señor Zimmer?
No me acuerdo. De niño, supongo. Cuando tenía diez o doce años. De esas cosas que pasan en el patio del colegio. Por defenderme del matón de la clase.
¿Y por qué piensa que va a empezar a pelearse ahora?
Por nada. Sólo tengo ese presentimiento, eso es todo.
Me da la sensación de que si algo me fastidia un poco, no voy a poder contenerme. Puede pasar cualquier cosa.
Pero ¿por qué en los aviones? ¿Por qué no tiene miedo de perder el dominio de sí mismo en tierra firme?
Porque los aviones son seguros. Todo el mundo lo sabe. Los aviones son seguros, rápidos y eficaces, y una vez que estás en el aire, no puede pasarte nada. Por eso tengo miedo. No porque crea que me voy a matar..., sino porque tengo la seguridad de que no me voy a matar.
¿Ha intentado suicidarse alguna vez, señor Zimmer?
No.
¿Lo ha pensado alguna vez?
Claro que lo he pensado. Si no, no sería humano.
¿A eso es a lo que ha venido? ¿Para marcharse de aquí con la receta de una droga agradable y eficaz que le permita suicidarse después?
Lo que busco es la inconsciencia, doctor, no la muerte. Las pastillas me harán dormir, y mientras esté inconsciente no tendré que pensar en lo que estoy haciendo. Estaré y al mismo tiempo no estaré allí, y en la medida en que no esté allí, estaré protegido.
¿Protegido de qué?
De mí mismo. Del horror de saber que no va a pasarme nada.
Espera usted un vuelo tranquilo, sin incidentes. Sigo sin ver por qué tiene miedo.
Porque lo tengo todo a mi favor. Voy a despegar y aterrizar sano y salvo, y una vez que llegue a mi destino bajaré del avión vivito y coleando. Mejor para mí, dice usted, pero con eso no haría sino escupir en todas mis convicciones. Insulto a los muertos, doctor. Reduzco una tragedia a una simple cuestión de mala suerte. ¿Me entiende ahora? Le digo a los muertos que han muerto para nada.
Lo comprendió. No lo dije con esas mismas palabras, pero aquel médico era de una inteligencia sutil y refinada, y pudo imaginarse lo demás sin que se lo explicara todo.
J. M. Singh, miembro del Real Colegio de Médicos, residente interno del Hospital de la Universidad de Georgetown, con su preciso acento británico y un pelo que le empezaba prematuramente a escasear, comprendió de pronto lo que estaba intentando decirle en aquel pequeño cubículo de luces fluorescentes y brillantes superficies de metal. Yo seguía sentado en la camilla de reconocimiento, abrochándome la camisa y mirando al suelo (no quería mirarlo a él, no quería arriesgarme a sufrir el bochorno de que se me salieran las lágrimas), y justo entonces, después de lo que me pareció un largo y embarazoso silencio, me puso la mano en el hombro. Lo siento, me dijo. Lo siento, de verdad.
Era la primera vez que alguien me tocaba desde hacía meses, y me pareció penoso, casi repulsivo, verme convertido en objeto de tanta compasión.
No quiero su compasión, doctor, le dije. Sólo quiero sus pastillas.
Se apartó con una ligera mueca, se fue a un rincón y se sentó en un taburete. Cuando terminé de remeterme la camisa, vi que sacaba el talonario de recetas del bolsillo de la bata blanca.
Voy a extenderle la receta, anunció, pero antes de que se vaya quiero pedirle que reconsidere su decisión. Me hago cargo de todo lo que ha tenido usted que pasar, señor Zimmer, y no me parece bien ponerle en una situación que pudiera causarle semejante tortura. Pero hay otras formas de viajar, ya sabe. Quizá sería mejor que evitase los aviones, de momento.
Ya le he estado dando vueltas a eso, repuse, y me he decidido en contra. Es que las distancias son muy grandes. Mi siguiente parada es Berkeley, California, y después tengo que ir a Londres y París. A la Costa Oeste se tarda tres días en tren. Multiplíquelo por dos para tener en cuenta el viaje de vuelta y añada otros diez días para cruzar el Atlántico y volver, y tendremos un mínimo de dieciséis días perdidos. ¿A qué me voy a dedicar en todo ese tiempo? ¿A mirar por la ventanilla y hartarme de paisajes?
Ir más despacio no sería mala cosa. Serviría para reducir un poco la tensión.
Pero eso es justamente lo que necesito, tensión. Si ahora perdiera empuje, me desmoronaría. Saldría volando en cien direcciones diferentes, y nunca sería capaz de recomponerme.
Había algo tan vehemente en la forma en que pronuncié esas palabras, tanta gravedad y enajenación en el tono de mi voz, que el médico casi sonrió; o al menos, pareció contener una sonrisa. Bueno, no dejaremos que pase eso, ¿verdad? Si está tan resuelto a volar, pues entonces adelante. Vuele usted, pero asegúrese de que sea en una sola dirección. Y con esa sarcástica observación, se sacó un bolígrafo del bolsillo y garabateó una serie de indescifrables trazos en el talonario. Aquí tiene, me dijo, arrancando la hoja y tendiéndomela. Su billete para Air Xanax.
Nunca he oído hablar de Xanax.
Es una droga eficaz, pero muy peligrosa. Siga las instrucciones de uso, señor Zimmer, y se convertirá en un zombi, en un ser sin personalidad, en un pedazo de carne sin conciencia. Podrá volar a través de continentes y océanos enteros y le garantizo que ni siquiera se enterará de que ya no sigue en tierra.
Al día siguiente por la tarde estaba en California. Menos de veinticuatro horas después entraba en una sala de proyección privada del Pacific Film Archive para ver otras dos comedias de Hector Mann.
El lío del tango
resultó ser una de sus producciones más desenfrenadas, más efervescentes;
Casa y hogar
, una de las más esmeradas. Pasé más de dos semanas viendo esas películas, volviendo todos los días a la sala a las diez en punto de la mañana, y cuando cerraron (en Navidad y Año Nuevo) seguí trabajando en el hotel, leyendo libros y repasando las notas para preparar la siguiente etapa del viaje. El siete de enero de 1986 me tragué otras cuantas pastillas mágicas del doctor Singh y cogí un avión de San Francisco a Londres en vuelo directo: nueve mil kilómetros sin escala en el Catatonia Express. Esta vez era necesario aumentar la dosis, pero temiendo que no fuese suficiente, justo antes de subir al avión me tomé otra pastilla más. Debería haberme guardado mucho de no seguir las instrucciones del médico, pero la idea de despertarme en pleno vuelo me aterrorizaba tanto que a punto estuve de caer en el sueño eterno.
En mi pasaporte viejo hay un sello que prueba que entré en Gran Bretaña el ocho de enero, pero no recuerdo nada del aterrizaje, de pasar por aduana ni de cómo llegué al hotel. Me desperté en una cama extraña el nueve de enero por la mañana, y ahí fue cuando mi vida empezó de nuevo. Nunca había perdido tan completamente la noción de mí mismo.
Quedaban cuatro películas —
Vaqueros
y
Don Nadie
en Londres;
Peleles
y
El utilero
, en París—, y comprendí que aquélla era mi única oportunidad de verlas. En caso necesario siempre podría volver a los archivos americanos, pero otro viaje al British Film Institute o a la Cinémathèque era totalmente impensable. Había logrado llegar a Europa, pero no tenía fuerzas para intentar lo imposible más de una vez. Por ese motivo, acabé pasando en Londres y París mucho más tiempo del que había previsto:
casi siete semanas en total, la mitad del invierno, agazapado en mi refugio como un animal enloquecido en su madriguera subterránea. Hasta aquel momento había sido concienzudo y minucioso, pero ahora el proyecto alcanzó otro grado de intensidad, una determinación rayana en lo obsesivo. Mi propósito aparente consistía en estudiar la filmografía de Hector Mann hasta sabérmela al dedillo, pero lo cierto era que estaba intentando concentrarme, aprendiendo a pensar exclusivamente en una sola cosa.
Llevaba la vida de un monomaniaco, pero era la única manera de seguir viviendo sin que terminara hecho polvo.
En febrero, cuando finalmente volví a Washington, combatí los efectos del Xanax durmiendo en un hotel del aeropuerto y luego, a primera hora de la mañana, recogí el coche en el aparcamiento de estancias largas y emprendí viaje a Nueva York. No me sentía con fuerzas para volver a Vermont. Si iba a escribir el libro, me hacía falta un sitio donde recluirme, y de todas las ciudades del mundo Nueva York me pareció la que menos me atacaría los nervios. Pasé cinco días buscando un apartamento en Manhattan, pero no encontré nada. Era en pleno apogeo de Wall Street, unos veinte meses antes de la crisis bursátil del 87, y escaseaban tanto los alquileres como los subarriendos. Al final acabé cruzando el puente a Brooklyn Heights y me quedé con lo primero que me enseñaron:
un apartamento de un dormitorio en la calle Pierrepont que habían puesto en alquiler aquella misma mañana. Era caro, sombrío y estaba mal distribuido, pero me daba con un canto en los dientes por haberlo encontrado. Compré un colchón para el dormitorio y una mesa y una silla para el cuarto de estar, y me instalé. El contrato de arrendamiento duraba un año. A contar a partir del primero de marzo, día en que empecé a escribir el libro.
Antes del cuerpo, está la cara, y antes de la cara está la tenue línea negra entre la nariz y el labio superior. El bigote —filamento agitado de ansiedades, comba de saltos metafísicos, trémula hebra de azoramiento— es el sismógrafo de los estados de ánimo de Hector, y no sólo hace reír, sino que dice lo que Hector está pensando, permite realmente que el espectador acceda al mecanismo de sus pensamientos. Intervienen otros elementos —los ojos, la boca, los bandazos y traspiés sutilmente calculados—, pero el bigote es el instrumento de comunicación, y aunque hable un lenguaje sin palabras, sus sacudidas y estremecimientos son tan claros y comprensibles como un mensaje transmitido en alfabeto Morse.
Nada de eso sería posible sin la intervención de la cámara. La intimidad del bigote parlante es creación del objetivo. En todas las películas de Hector, el ángulo cambia en diversos momentos, y un primer plano sucede de pronto a un plano general o medio. El rostro de Hector llena la pantalla y, suprimida ya toda referencia al entorno, el bigote se convierte en el centro del mundo. Empieza a moverse, y como Hector es capaz de controlar los demás músculos de la cara, el bigote parece moverse por sí solo, como un animalito dotado de conciencia y voluntad independiente. Las comisuras de los labios se curvan un poco, las aletas de la nariz se ensanchan apenas, pero mientras el bigote lleva a cabo sus grotescos virajes, el rostro permanece esencialmente quieto, y en esa inmovilidad se ve uno como en un espejo, porque en esos momentos es cuando Hector se muestra más plena y convincentemente humano, como un reflejo de lo que somos todos cuando estamos solos con nosotros mismos. Las secuencias en primer plano están reservadas para los pasajes críticos de la historia, las coyunturas de mayor tensión o sorpresa, y nunca duran más de cuatro o cinco segundos.
Cuando aparecen, todo lo demás se detiene. El bigote se lanza a su soliloquio, y en esos pocos momentos preciosos la acción da paso al pensamiento. Podemos leer lo que ocurre en la mente de Hector como si estuviera escrito con todas las letras en la pantalla, y antes de que desaparezcan, esas letras no son menos visibles que un edificio, un piano o un pastel en la cara.
En movimiento, el bigote es un instrumento para expresar lo que todo hombre piensa. En reposo, es algo más que un adorno. Señala el lugar de Hector en el mundo, establece el tipo de personaje que debe representar, y define quién es a ojos de los demás; pero sólo pertenece a un hombre, y como se trata de un bigotito absurdamente fino y grasiento, no puede caber duda alguna de quién es ese hombre. Es el caballero sudamericano, el
latin lover
, el pícaro de tez morena con sangre ardiente corriendo por sus venas. Añádase el pelo lacio y brillante peinado hacia atrás y el omnipresente traje blanco, y el resultado es una inequívoca mezcla de elegancia y dinamismo. Ésa es la clave de las imágenes. El sentido se comprende de una sola ojeada, y como una cosa va dando inevitablemente paso a otra en ese universo minado de bromas, donde las alcantarillas no tienen tapadera y los cigarros puros explotan, en cuanto se ve a un hombre vestido de blanco paseando por la calle ya se sabe que el traje le va a causar problemas.
Después del bigote, el traje es el elemento más importante del repertorio de Hector. El bigote es el vínculo con su fuero interno, una metonimia de impulsos, cogitaciones y tormentas mentales. El traje encarna su relación con el mundo social, y con su brillo de bola de billar resaltando entre los grises y negros que lo rodean, atrae la mirada como un imán. Hector lleva ese traje en todas las películas, y en cada una de ellas hay al menos una situación prolongada que gira en torno a los peligros que entraña mantenerlo limpio. Barro y aceite de coche, melaza y salsa de espaguetis, hollín de la chimenea y charcos que salpican: en uno u otro momento, todo líquido negruzco, toda sustancia oscura amenaza con manchar la prístina dignidad del traje de Hector. Es la posesión de la que se siente más orgulloso, y lo lleva con ese aire atildado y cosmopolita del hombre que sale a la calle a impresionar al mundo. Se lo pone todas las mañanas, del mismo modo que un caballero andante se reviste de su armadura, preparándose para las batallas que la sociedad le tenga reservadas para ese día, y ni una sola vez se detiene a considerar que está logrando lo contrario de lo que pretende. No se está protegiendo de los posibles tropiezos, se está convirtiendo en un objetivo, en el centro de todos los contratiempos que puedan ocurrir en un radio de cien metros en torno a su persona. El traje blanco es una señal de la vulnerabilidad de Hector, y confiere cierto patetismo a las bromas que el mundo le gasta. Obstinado en su elegancia, aferrado a la convicción de que el traje lo transforma en el hombre más deseable y seductor, Hector eleva su propia vanidad a una causa con la que los espectadores pueden simpatizar. Hay que fijarse en cómo se quita motas de imaginario polvo de la chaqueta mientras llama al timbre de la casa de su novia en
Doble o nada
, para comprender que ya no se está viendo una demostración de amor propio: se contemplan los tormentos derivados de la timidez.