El librero de Kabul (5 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Los bonitos ojos castaños de Sharifa contemplan el vacío; esos ojos que Sultán solía decir que eran los más bellos de Kabul. Ahora, rodeados por párpados pesados y finas arrugas, han perdido el brillo, y la piel blanca de Sharifa tiene manchas naturales que ella disimula discretamente con maquillaje. Siempre ha compensado sus cortas piernas con la blancura de su piel: para los afganos, el atractivo estriba en la altura y la palidez de la piel. Preservar la juventud es una lucha constante para ella, que esconde que de hecho tiene unos años más que su marido. Sharifa mantiene a raya las canas con tintes que ella misma se aplica, pero no puede borrar la tristeza de su rostro.

Atraviesa la habitación con paso pesado. La partida a Kabul de su marido y los tres hijos varones la ha dejado sin nada que hacer. Las alfombras están cepilladas, la comida preparada. Enciende la televisión y mira una violenta película americana, una de esas de aventuras en las que héroes guapos y fuertes luchan contra dragones, monstruos y calaveras, criaturas del mal a las que al final siempre logran derrotar. Sharifa está muy atenta a pesar de que el diálogo es en inglés, lengua que ella no domina. Al terminar la película hace una llamada a su cuñada y luego se levanta y se pone a mirar por la ventana. Desde el segundo piso tiene una vista perfecta de todo lo que pasa en los patios de los alrededores, que están separados por muros de la altura de un hombre. Como el suyo, los otros patios están llenos de ropa tendida.

De todos modos, en Hayatabad no hace falta ver para saber. Con los ojos cerrados y en la propia casa, uno sabe que el vecino escucha música pop pakistaní extremadamente fuerte, que unos niños gritan y otros juegan, que una madre riñe a su hijo, que una mujer da una sacudida a la alfombra y otra lava los platos al sol o pica un ajo, y que la comida de la vecina se está quemando. Y lo que los ruidos y los olores no revelan, llega en forma de rumores y chismorreos. Se propagan como un reguero de pólvora por este barrio donde cada uno hace de vigilante moral de los otros.

Sharifa comparte el viejo y ruinoso edificio y su patio minúsculo con tres familias. Cuando está claro que Sultán no llega, baja a reunirse con las vecinas. Abajo están todas las mujeres de la finca, además de algunas selectas de los patios cercanos. Cada jueves por la tarde se juntan para celebrar el nazar, una ceremonia religiosa, para cotillear y rezar.

Se atan con fuerza los pañuelos, extienden las alfombras de oración orientándolas hacia La Meca y se inclinan, rezan y se enderezan, rezan y se inclinan de nuevo, cuatro veces en total. Dirigen en silencio su llamamiento a Alá y solamente mueven los labios. A medida que se desocupan las alfombras, otras mujeres toman el relevo:

En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso,
alabado sea Alá, Señor del Mundo,
el Clemente, el Misericordioso.
Señor del día del Juicio,
a Ti te adoramos, a Ti te pedimos ayuda.
Guíanos por el camino recto,
el camino de los que Tú has colmado de favores,
no de los que Tú repruebas ni de los perdidos.

Apenas terminada la oración susurrante, es reemplazada por el parloteo en voz alta. Las mujeres se instalan en cojines a lo largo del muro, el hule en el suelo cubierto con tazas y escudillas. Alguien trae té de cardamomo recién hecho y una especie de pudín seco hecho de migas de galletas y azúcar. Todas sostienen las manos enfrente de la cara y vuelven a rezar en coro y con murmullos en torno del pudín:
La ilaha ila Alá Mohamed rasul Alá
. «No hay otro Dios que Alá y Mahoma es su profeta.»

Cuando todas han rezado a Alá con la esperanza de ver cumplidos sus sueños, puede comenzar el verdadero ritual de los jueves: comer pudín, beber té de cardamomo e intercambiar las últimas noticias. Sharifa deja caer algunas palabras acerca de la llegada inminente de Sultán, pero nadie la escucha: hace tiempo que su drama triangular ha dejado de ser novedad en la calle 103 de Hayatabad. Ahora la protagonista de los chismes es Salika, de dieciséis años. Encerrada en una pequeña habitación —después de un crimen imperdonable cometido dos días antes—, yace en su estera con hematomas en la cara y rojas hinchazones en la espalda.

Con los ojos abiertos de par en par, las vecinas que todavía no están enteradas se disponen a escuchar los pormenores de la historia. El crimen de Salika había empezado medio año antes cuando una tarde Shabnam, la hija de Sharifa, le entregó una esquela misteriosa.

—He prometido no decir de quién es, pero es de parte de un chico —explicó Shabnam, entusiasmada y excitada por su importante misión—. No se atreve a dejarse ver, pero yo sé quién es.

Shabnam aportaba sin cesar nuevos mensajes del enamorado en forma de corazones atravesados por flechas o que ponían
«I love you»
con angulosa letra de chico. Salika empezó a ver al misterioso remitente en cada joven que encontraba por la calle. Cuidaba de su vestimenta y procuraba tener siempre el pelo brillante, maldiciendo el velo largo que su tío la obligaba a llevar.

Un día, el mensaje indicaba que él estaría junto a un poste cerca de la casa de ella a las cuatro de la tarde y que llevaría un suéter rojo. Salika temblaba de emoción al salir de casa. Se había arreglado especialmente, con su traje azul claro de terciopelo y sus joyas preferidas: pulseras doradas y cadenas pesadas, y junto a su amiga pasó tímidamente delante del chico alto y esbelto que llevaba un suéter rojo y tenía el rostro vuelto hacia el otro lado. Él no las miró.

Luego fue ella quien tomó la iniciativa. «Mañana tienes que girarte», escribió, y le dio la nota a Shabnam, mensajera entusiasta y cumplidora. Pero el chico tampoco se volvió hacia ellas esa vez. En la tercera ocasión sí se giró un instante. Salika sintió que el corazón le daba un vuelco, pero siguió caminando mecánicamente. La expectación se había transformado en una obsesión amorosa. No es que el chico fuera especialmente guapo, pero era él quien le había estado escribiendo. Durante varios meses intercambiaron mensajes y miradas a escondidas.

Pronto se añadieron nuevos delitos al primero de haber aceptado una carta de un chico y, ¡Alá nos proteja!, haberle respondido. La segunda transgresión fue enamorarse de alguien que sus padres no habían elegido. Salika sabía que el chico no les iba a gustar: no tenía dinero, ni estudios y provenía de una familia de rango inferior. En Hayatabad, la decisión de cualquier matrimonio es responsabilidad de los padres. Cuando se casó la hermana de Salika, la boda tuvo lugar después de que la novia luchara durante cinco años con su padre. Se había enamorado de otro joven no elegido por sus padres y se había negado a dejarle. Los padres sólo dieron su brazo a torcer después de que los dos amantes ingirieron un frasco de píldoras cada uno y tuvieron que ser sometidos a una intervención estomacal en el hospital.

Un día, el azar reunió a Salika con Nadim, su enamorado. La madre de ella iba a pasar el fin de semana con parientes en Islamabad y su tío estaría fuera todo el día. Sólo quedaba en casa la tía, a quien Salika dijo que iba a visitar a una amiga.

—¿Te han dado permiso? —inquirió la mujer.

El tío funcionaba como cabeza de familia mientras el padre de Salika seguía en un centro de refugiados en Bélgica a la espera de su permiso de residencia para poder trabajar y mandar dinero a los suyos o, mejor aún, llevarlos con él.

—Mamá me ha dicho que podría irme en cuanto terminara con mis faenas en casa —mintió Salika antes de irse no a casa de su amiga, sino a encontrarse con Nadim.

—No podemos hablar aquí —musita presurosa cuando fingen toparse en una esquina. Él para un taxi y la hace entrar. Salika jamás había estado en un taxi con un desconocido y tiene el alma en un hilo. Paran junto a un parque, uno de los parques mixtos de Peshawar donde hombres y mujeres pueden caminar juntos.

Durante apenas media hora conversan sentados en un banco del parque. Nadim dice que tiene grandes proyectos para el futuro: quiere comprar una tienda o ser comerciante de alfombras. Salika por su parte está aterrorizada de que alguien les vea, y a menos de una hora de su salida ya está de vuelta en su casa. Pero ya ha estallado el escándalo, porque Shabnam había visto a Nadim llevársela en taxi y se lo había contado a Sharifa, quien a su vez había informado a la tía de Salika.

Cuando ésta vuelve a casa, es recibida con un fuerte golpe en la boca. Su tía la encierra en una habitación antes de llamar a su madre a Islamabad. El tío regresa a casa y toda la familia entra en el cuarto para exigirle que cuente lo que ha hecho. El tío es presa de cólera al saber lo del taxi, el parque y el banco, y con un viejo cable que encuentra azota largo rato la espalda de su sobrina mientras la tía la sujeta. Después la abofetea hasta que empieza a salirle sangre por la nariz y por la boca.

—¿Qué habéis hecho? ¿Qué habéis hecho? ¡So puta! —grita el tío—. ¡Avergüenzas a la familia entera! ¡Eres una deshonra, una enferma!

Su voz retumba por todo el inmueble y entra por las ventanas abiertas de los vecinos. La noticia de la fechoría de Salika no tarda en estar en boca de todos; es el delito por el que sigue castigada hoy rezando a Alá en su encierro para que Nadim pida su mano, para que sus padres den la autorización, para que su joven enamorado encuentre empleo en una tienda de alfombras, para que ambos puedan salir de sus casas y vivir juntos.

—Si es capaz de coger un taxi con un chico, puede ser capaz de otras cosas también —comenta Nasrin, una amiga de la tía, mirando desdeñosa a la madre de Salika mientras sigue comiendo el pudín a la espera de una reacción a sus palabras.

—Simplemente se fue al parque; no hacía falta que la dejara medio muerta por ello —discrepa Shirin, que es médica.

—Si nosotras no llegamos a pararle, Salika hubiera acabado en el hospital —afirma Sharifa—. La muchacha se ha pasado toda la noche en el patio rezando, estuvo ahí hasta que sonó la llamada a la oración —añade la primera mujer de Sultán, cuyo insomnio le permitió ver a la joven desdichada.

Las mujeres suspiran; una de ellas musita una oración. Todas están de acuerdo en que Salika ha cometido un error al verse con Nadim en el parque, pero discrepan sobre si se trata de una mera desobediencia o de una falta grave.

—¡Qué deshonra, qué deshonra! —se lamenta la madre de Salika—. ¿Cómo he podido tener una hija así?

Las mujeres discuten sobre lo que hay que hacer. Si el joven pide la mano de Salika, la deshonra se puede olvidar; pero la madre de la chica no le quiere como yerno porque viene de una familia pobre, no tiene estudios y se pasa el día en la calle. Su único empleo fue en una fábrica de alfombras y lo perdió. Si Salika se casa con Nadim, tendrá que ir a vivir con los padres de él, porque no tendrán medios para poder vivir solos.

—Su madre es una mala ama de casa —sostiene una de las vecinas—. Su casa es un completo desastre porque ella es una holgazana y va donde le da la gana.

Una mujer mayor se acuerda hasta de la abuela de Nadim.

—Cuando vivían en Kabul, recibían a cualquiera —cuenta, y añade con tono de confidencia—: Hasta iban hombres que no eran parientes cuando ella estaba sola.

—Con todo el debido respeto a ti —dice una mujer dirigiéndose a la madre de Salika—, siempre he considerado que tu hija era demasiado presumida, siempre maquillada, siempre emperifollada. Tendrías que haberte dado cuenta de que la dominaban pensamientos impuros.

Durante un momento, todas callan, como si estuvieran de acuerdo sin querer demostrarlo, por compasión a la madre de Salika. Una de ellas se limpia la boca; ya va siendo hora de preparar la cena. Las otras se levantan, una tras otra. Sharifa sube por la escalera hacia sus tres habitaciones y pasa delante del cuarto donde Salika sigue encerrada y donde permanecerá hasta que su familia haya decidido el castigo.

Sharifa suspira. Piensa en el castigo que recibió su cuñada.

Yamila era de muy buena familia, rica, irreprochable y bella como una flor. El hermano de Sharifa había ahorrado dinero en Canadá y podía, por tanto, permitirse pedir la mano de esta belleza de dieciocho años. La boda no tuvo igual, con quinientos invitados, platos fastuosos y la novia espléndida. Todo había sido organizado por los padres, y Yamila no conoció a su prometido hasta el día de la boda. El novio, un hombre alto y flaco, de unos cuarenta años, vino directamente de Canadá para casarse con la afgana, pasó quince días con su esposa y luego regresó a Canadá para ocuparse del visado de Yamila y que ella pudiera seguirle los pasos. Mientras tanto, ella vivía con los dos hermanos de Sharifa y las esposas de ambos; pero el proceso para obtener el visado tardó más de lo esperado. Al cabo de tres meses estalló el escándalo. La policía informó a la familia de que alguien había visto entrar a un hombre en el cuarto de Yamila por la ventana. Al hombre no le cogieron nunca, pero los hermanos de Sharifa encontraron su teléfono móvil en el cuarto como prueba de la relación. La familia de Sharifa anuló el matrimonio de inmediato y devolvieron a Yamila a su propia familia. La muchacha fue encerrada en una habitación mientras se celebraba un consejo familiar que duró dos días enteros.

Tres días después, el hermano de Yamila fue a comunicar a Sharifa que su hermana había muerto a causa de un cortocircuito en el ventilador. Al día siguiente fue enterrada, con muchas flores y muchos rostros serios; la madre y las hermanas inconsolables. Todo el mundo deploraba la muerte de Yamila en plena juventud.

—Igual que la boda —dijo la gente—. Un entierro magnífico.

El honor de la familia se había salvado.

Sharifa le había dejado el vídeo de la boda al hermano de Yamila, pero éste nunca se lo devolvió; no debía quedar testimonio alguno de que se había celebrado esa boda. Sharifa conserva, no obstante, algunas fotos, pocas, de ese día. A los novios se les ve muy serios cortando la tarta. Yamila está exquisita con su vestido y su velo blancos, es la misma imagen de la inocencia, el pelo negro reluciente y la boca roja. Sharifa suspira. Yamila cometió ciertamente un gran crimen, pero más por estupidez que por malicia.

—No mereció morir, pero fue la voluntad de Alá —murmura antes de empezar a recitar en voz baja una oración.

Todavía hay algo que no logra entender: los dos días que duró el consejo de familia tras el cual la madre de Yamila —¡su propia madre!— aceptó que había que matarla. Fue la madre quien al final mandó a sus hijos a asesinar a Yamila. Juntos entraron en el cuarto de su hermana, juntos pusieron un cojín sobre su cara y juntos lo presionaron cada vez más fuerte hasta que el cuerpo de la joven se apagó.

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