Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
No es que estuviera enamorada —apenas había visto a su admirador, sólo lo había observado desde la ventana cuando llegó con Mansur y durante su visita desde detrás de una cortina—, pero lo poco que había podido ver le había complacido.
—Si parece un chiquillo —había comentado a Sonya entonces—. Es pequeño y flaco, y tiene una cara infantil.
Si bien esto era verdad, también lo era que Karim era un joven culto, que parecía amable y que apenas tenía familia. Representaba su salvación porque tal vez podía cambiarle el destino. Lo mejor de todo era que él no tenía una familia extensa que la podía convertir en su criada. Karim seguramente la dejaría estudiar o trabajar, y sólo serían ellos dos, quizá pudieran incluso ir a algún sitio distante, a lo mejor al extranjero.
Tampoco es que Leila no tuviera otros pretendientes, pues ya tenía tres; todos parientes que ella rechazaba. Uno era un primo analfabeto que estaba en el paro, un inútil perezoso. El otro era Said, el chico que había perdido tres dedos al hacer mal una chapuza con un motor.
—Qué suerte tienes, vas a tener un marido con dos dedos en la mano —le solía chinchar Mansur.
A este hijo de Wakil, el marido de su hermana, tampoco lo quería Leila por mucho que Shakila insistiera. A la hermana mayor le gustaría tener a Leila haciéndole compañía en el patio, pero la adolescente tenía bien claro que en aquella casa ella seguiría siendo una criada. Siempre estaría bajo el mando de su hermana, y Said siempre tendría que obedecer a su padre.
«Entonces no sería solamente lavar la ropa de trece personas como ahora, sino la de veinte», se dijo a sí misma. Shakila sería el ama de casa con todos los honores y Leila la criada. Lo mismo de siempre. Además, de este modo no se escaparía, sino que seguiría siendo presa de la familia y, al igual que Shakila, viviría entre pollos y gallinas con críos en las faldas a todas horas.
El tercer pretendiente oficial era Khaled, otro primo suyo. Era un joven tranquilo y guapo que Leila conocía desde pequeña y que de hecho le caía bien; además, era amable y tenía ojos cálidos y hermosos. Pero, ¡qué familia la suya! Era espantosa y numerosa, un total de treinta personas. Su padre era un viejo severo que acababa de salir de la cárcel después de haber sido acusado de colaborar con los talibanes; todo esto a raíz de que le habían saqueado la casa durante la guerra civil, algo bastante generalizado. Acabada la guerra, cuando el régimen talibán impuso la ley y el orden de nuevo, el padre de Khaled había acusado del robo a unos
muyahidin
de su aldea, que fueron detenidos y pasaron mucho tiempo en prisión. Pero como al huir los talibanes aquéllos volvieron al poder en la aldea, se vengaron del que los había denunciado mandándole a él a la cárcel. «Se lo había buscado —decían algunos—. ¿Qué se había pensado cuando los denunció?»
El padre de Khaled tenía fama de ser un hombre colérico. Además, tenía dos esposas que no paraban de pelearse y que difícilmente podían estar en la misma habitación. Para colmo, el septuagenario se planteaba buscarse una tercera mujer.
—Se han vuelto demasiado viejas para mi gusto; necesito a alguien que me rejuvenezca.
Leila no se sentía capaz de entrar en ese caos familiar, y como Khaled no tenía dinero, no podrían vivir solos. Igual que los otros pretendientes, éste no podía ayudarle.
Pero ahora los hados le había regalado generosamente a Karim. La nueva vida con un toque de peligro le aporta a Leila el impulso que ella necesita y una razón para tener esperanzas. Se niega, pues, a rendirse en cuanto a su sueño de hacerse profesora, y sigue buscando una manera de ir al Ministerio de Educación a registrarse. Cuando está claro que ninguno de los hombres de la familia la ayudará, Sharifa se apiada de ella y promete acompañarla al ministerio. No obstante, el tiempo va pasando y nunca encuentran el momento de ir. Cuando Leila descubre que necesita una cita para ser recibida, por poco vuelve a descorazonarse, pero, de forma inesperada, la situación parece arreglarse.
La hermana de Karim había hablado a éste de los problemas que Leila tenía para poder registrarse como profesora, y como el joven conoce al que es la mano derecha de Rasul Amin, el nuevo ministro de Educación, al cabo de semanas de gestiones obtiene una cita con éste para Leila. Bibi Gul le da permiso para ir, Sultán, por suerte, está en el extranjero, y ni siquiera Mansur le pone trabas. Todo le sonríe. Leila pasa la noche dando las gracias a Alá y rezando para que todo salga bien, tanto el encuentro con Karim como la cita con el ministro.
Su admirador secreto la va a recoger a las nueve. Por la mañana, Leila se prueba toda su ropa, descartando cada pieza. Se prueba los vestidos de Sonya, los de Sharifa y luego los suyos otra vez. Cuando los hombres se han ido a trabajar, las mujeres de la casa se sientan en el suelo para ayudarla a elegir la ropa más apropiada.
—¡Demasiado estrecho!
—¡Demasiado estampado!
—¡Demasiados oropeles!
—¡Transparente!
—¡Está sucio!
Ninguno de los vestidos les gusta porque Leila no tiene ropa intermedia entre los viejos y gastados jerseys de lana y las blusas fulgurantes con imitaciones de oro. No tiene ropa normal y corriente. Cuando alguna vez compra ropa, es para asistir a una boda o una ceremonia de noviazgo, y entonces elige lo más brillante que encuentra. Acaba optando por una de las blusas blancas de Sonya y una negra falda larga y ancha. A fin de cuentas no importa demasiado, ya que luego se envuelve en un largo chal que la cubre de la cabeza a los muslos. Pero deja la cara desvelada, porque Leila ya no usa la
burka
. Cumplió la promesa hecha a sí misma de dejarla cuando volviera el rey. Y lo hizo cuando Zahir Shah, efectivamente, puso un pie en el país un día de abril después de tres décadas de exilio. Se dijo a sí misma que Afganistán ya era un país moderno y colgó en el clavo y para siempre la hedionda vestimenta. Sharifa y Sonya siguieron su ejemplo. Sharifa sin mayor problema, ya que había vivido la mayor parte de su vida adulta con la cara desvelada, pero a Sonya, sin embargo, le costó más, porque había pasado de niña a adulta debajo de la
burka
. Finalmente fue Sultán quien le prohibió usarla con el argumento siguiente:
—Yo no quiero una mujer de la prehistoria. Eres la esposa de un hombre liberal y no de un fundamentalista.
Y liberal lo es Sultán en muchos aspectos. En su viaje a Irán compró ropa occidental para él y su joven esposa, acostumbraba a calificar la
burka
como una jaula represora, y le alegraba que hubiera mujeres ministras en el nuevo gobierno. Deseaba de todo corazón que Afganistán se convirtiera en un país moderno y podía argumentar con entusiasmo sobre la emancipación de la mujer. Pero en casa seguía siendo el patriarca autoritario.
Cuando llega por fin Karim en el coche, Leila está de pie delante del espejo con un nuevo brillo en los ojos. Sharifa sale primero y Leila la sigue nerviosa con la cabeza gacha. Sharifa se sienta al lado del joven, Leila en el asiento trasero tras un breve saludo. La cosa va bien, permanece el suspense, pero su nerviosismo empieza a evaporarse. Su admirador le resulta inofensivo, amable y un poco extraño.
Karim conversa con Sharifa sobre los hijos de ella, el trabajo de él, el tiempo que hace. La mujer le pregunta por la familia y se interesa por su trabajo. Ella misma quiere volver a trabajar de maestra y, a diferencia de Leila, tiene los papeles en regla y solamente debe volver a registrarse. La joven, en cambio, tiene una mezcolanza de diplomas, algunos del colegio en Pakistán y otros de los cursos de inglés de cuando la familia estaba exiliada. No tiene estudios de maestra, no ha terminado el instituto siquiera; pero ella es la única posibilidad que tiene esa escuela de aldea de contratar a una profesora de inglés.
En el ministerio deben esperar horas para una breve entrevista con el ministro. Hay numerosos grupos de mujeres, veladas y sin velo, sentadas por los rincones y a lo largo de las paredes. Las mujeres hacen cola delante de muchos de los mostradores, los funcionarios les tiran los impresos y ellas se los devuelven tirándoselos a su vez después de rellenarlos. Algunos empleados pegan a las que no se mueven lo suficientemente rápido. Las mujeres gritan a los funcionarios y los funcionarios a las mujeres; reina una especie de igualdad entre sexos, con los hombres riñendo a las mujeres y las mujeres regañando a los hombres. Unos funcionarios corretean con pilas de papeles dando la impresión de correr en círculo. Todos chillan. Una anciana de tez arrugada da vueltas sin ton ni son; resulta obvio que se ha perdido, pero nadie la ayuda y, al final, la mujer fatigada se sienta en un rincón y se duerme. Otra está llorando.
Karim hace buen uso del tiempo de espera. Logra incluso estar a solas con su amada un momento cuando Sharifa averigua algo en un mostrador con larga cola.
—¿Cuál es tu respuesta? —pregunta a Leila su admirador.
—Sabes que no te puedo contestar.
—Pero, ¿tú que quieres? —insiste él.
—Sabes bien que yo no puedo tener ninguna opinión al respecto.
—Pero, ¿te gusto? —quiere saber.
—Sabes que yo no puedo tener una opinión al respecto.
—¿Aceptarás si te pido en matrimonio? —se preocupa.
—Sabes que no soy yo quien toma esa decisión.
—¿Quieres volver a verme?
—No puedo.
—¿Por qué no puedes ser un poco amable? ¿No te gusto?
—Mi familia decidirá si me gustas o no —dice Leila dando por concluida la conversación.
A ella le molesta que el muchacho ose preguntarle estas cosas. ¿Qué le puede decir ella? Su madre y su hermano mayor toman esa decisión, pero claro que él le gusta: le gusta porque es su salvación. Pero no siente nada por él.
Los tres esperan horas y horas. Por fin pueden entrar a ver al ministro que está sentado detrás de una cortina. Saluda lacónicamente antes de coger los papeles que Leila le alcanza y los firma sin mirarlos. Firma siete hojas en un momento y luego un burócrata les acompaña a la puerta.
Así funciona la sociedad afgana. Se trata de un sistema esclerótico en que lo que importa es conocer a alguien. No llegas a ninguna parte sin las firmas y aprobaciones debidas. Leila tuvo suerte y llegó a ver el ministro en persona; otros deben contentarse con un funcionario de menor rango. Por otro lado, el hecho de que los ministros se pasen los días firmando los papeles de la gente que se ha abierto camino hasta su despacho mediante sobornos y enchufes hace que sus firmas valgan cada día menos.
Leila había pensado que, una vez firmaba el ministro, el resto del proceso sería coser y cantar, pero todavía le falta pasar por un sinfín de despachos, mostradores y oficinas. Es Sharifa quien toma la palabra mientras Leila se queda sentada mirando al suelo. ¿Tan difícil es registrarse como maestra cuando el país las necesita a montones? En muchos lugares hay locales y libros, pero nadie para dar las clases. Esto lo había declarado el mismo ministro. Cuando Leila llega por fin a la oficina donde se celebran los exámenes para el nuevo profesorado, sus documentos están completamente arrugados de las muchas manos por las que han pasado.
Tiene que pasar una prueba oral para demostrar que sirve como maestra. En una sala la reciben dos hombres y una mujer sentados detrás de una mesa. Cuando han anotado su nombre, su edad y sus estudios, la examinan:
—¿Sabes el credo islámico?
—No hay otro dios que Alá, y Mahoma es su profeta —recita la joven maquinalmente.
—¿Cuántas veces al día debe rezar un musulmán?
—Cinco veces.
—¿La respuesta correcta es seis, supongo? —dice la mujer detrás del escritorio, pero Leila no se deja confundir.
—Tal vez lo sea para ustedes, pero para mí son cinco.
—¿Y tú cuántas veces rezas al día?
—Cinco —miente la aspirante a maestra.
Luego le hacen una pregunta de matemáticas, que ella resuelve, y después le plantean una fórmula de física de la que no tiene ni idea.
—¿No me van a examinar de inglés? —pregunta extrañada.
Los examinadores niegan con la cabeza riéndose cáusticos:
—Entonces tú podrías decir lo que te diera la gana.
Ninguno de ellos sabe inglés, y Leila se queda con la impresión de que tampoco quieren que ella ni ninguna de las demás candidatas puedan trabajar de maestras. Terminado el interrogatorio y después de un largo debate entre ellos, descubren que le falta un papel.
—Tienes que volver con el documento.
Tras haber pasado ocho horas en el Ministerio de Educación, los tres vuelven abatidos a casa.
—Me rindo, a lo mejor no tengo realmente ganas de ser maestra —suspira Leila desalentada.
—Yo te ayudaré —le promete Karim, y le dirige una sonrisa—. No dejo nada a medias; una vez empezado, hay que terminarlo —añade logrando conmover un poco a su amada.
Al día siguiente, Karim viaja a Jalalabad para hablar con su familia de Leila, de los Khan y del hecho de que le gustaría pedir a la joven en matrimonio. Su padre lo autoriza. Ahora lo único que falta es enviar a su hermana. La cosa se retrasa, sin embargo, porque el joven tiene miedo de ser rechazado y porque necesita ahorrar mucho dinero para la boda, para el ajuar y para una vivienda. Además, su relación con Mansur se está enfriando. Éste pasa días sin hacerle caso o saludándole brevemente con un gesto. Al final, Karim le pregunta a su amigo si ha hecho alguna cosa mal.
—Hay algo que te tengo que contar acerca de Leila —responde el sobrino de su amada.
—¿El qué?
—No, mejor no te lo digo —contesta el otro batiéndose en retirada de modo sibilino—. Lo lamento.
—Pero, ¿qué es? —insiste Karim alarmado—. ¿Está enferma? ¿Tiene otro novio? ¿Le pasa algo?
—No te lo puede decir, pero si tú lo supieras no te casarías con ella. Ahora tengo que irme.
A partir de ese momento, Karim pide a Mansur cada día que le diga qué le pasa a Leila, pero éste siempre rehusa contestarle. Karim suplica y ruega, se enfada, se molesta, pero no logra sacarle nada.
Resulta que Mansur se había enterado de la existencia de las cartas por Aimal. En principio, no tenía nada en contra de que Karim se quedara con su tía, al contrario; el problema era que Wakil también se había olido el galanteo de Karim y había pedido a Mansur que alejase al joven de Leila. Mansur no tenía más remedio que hacer lo que le había pedido su tío; desde luego, Wakil formaba parte de su familia y Karim no.