Pocas personas influyeron tanto en la vida de Adolf Hitler como el misterioso Erik Hanussen considerado, durante muchos años, el mejor vidente de Berlín y consejero personal del dictador. Dos personalidades ambiciosas que se utilizaron mutuamente para obtener lo que más deseaban. Pero, todo tiene un precio...
Hanussen ayudó a Hitler en su fulgurante ascenso al poder; sin embargo, no fue capaz de controlar las consecuencias de una descendencia con los mismos genes que el Führer.
A partir de la misteriosa historia de Erik Hanussen, astrólogo, vidente, mago y amigo personal de Adolf Hitler,
El legado. La hija de Hitler
es una fascinante novela sobre una saga familiar fantásticamente ambientada, un relato con personajes perseguidos por un pasado que determinará sus trágicos destinos.
Blanca Miosi
El legado
La hija de Hitler
ePUB v1.0
Zalmi9022.05.12
El legado. La hija de Hitler aparecen algunos personajes históricos así como situaciones basadas en acontecimientos reales. Sin embargo, se trata de una novela y como tal, es una obra de ficción.
Después de pasar casi dos horas inclinado sobre el plano del museo precolombino, Oliver sintió la necesidad de enderezar la espalda. Se estiró con placer, entrelazó las manos en alto, y fue hacia su escritorio. Entre la correspondencia que su secretaria había dejado sobre el escritorio llamó su atención el fino material de uno de los sobres: su nombre y dirección aparecían escritos con pluma estilográfica. El sello provenía de Suiza. El remitente era un banco, el emblema un león dentro de un círculo. Rasgó con creciente interés la solapa y extrajo un papel estilo pergamino no más grande que una esquela.
Estimado señor Oliver Adams:
En vista de no haber recibido respuesta a nuestra correspondencia anterior, nos permitimos remitirle la presente carta a su dirección de trabajo. Es imprescindible que se comunique a la mayor brevedad posible con nosotros, para ponerle al corriente de la herencia dejada a usted por su difunto bisabuelo, el señor Conrad Strauss.
Los números de teléfono y dirección son los que aparecen en la tarjeta. Esperando su pronta respuesta,
Quedamos a su entera disposición,
Muy atentamente,
Philip Thoman
Hermann Steinschneider no podía saber de qué forma cambiaría su vida a partir de aquella noche. Sentado en un pequeño barril trataba de concentrarse mientras esperaba su turno, pero el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día seguía allí, a su lado, murmurándole al oído con voz casi tangible que partir de esa noche todo en su vida sería diferente. Aspiró hondo y se dio ánimos, se había preparado suficientemente y estaba listo para dar la sorpresa.
La música indicó que el número que le antecedía había finalizado. Se abrieron las cortinas y Hércules el Forzudo entró y pasó frente a él. Tres ayudantes arrastraban a duras penas unos juegos de discos, las pesas, y una barra, adminículos que Hércules tomó con una sola mano; lo miró, hizo un guiño, y se perdió tras la tramoya. Hermann sonrió al verlo, le parecía patético. Como él mismo.
En pocos instantes saldría a la pista, se puso de pie, y con gesto maquinal alisó sus cabellos, pues había renunciado al sombrero de copa. No quería ser visto como un mago del montón, aunque sus trucos no eran nada extraordinarios. Consciente de que su encanto personal atraía al público más que cualquier malabarismo ejecutado con técnica refinada, lo desplegaba como lo haría un actor de teatro. Sabía jugar con las emociones, y cada ademán suyo era ejecutado casi con la misma gracia de un bailarín de ballet. Acomodó su capa negra, un accesorio circunstancial, que le servía para cubrir sus ropas abrillantadas por el uso, y se preparó para salir.
—¡Damas y caballeros! Con ustedes: ¡Hermann... el Magnífico! —voceó Lothar.
Escuchó la aclamación, sabía que gran parte de los que aplaudían y vitoreaban habían ido a verlo a él, la estrella del circo. Esperó a que dos muchachas vestidas con brillantes mallas recogieran las cortinas para hacer su aparición con el efectismo que le gustaba. La banda tocó un redoble; dio un par de pasos y se quedó de pie mirando al público, junto a las chicas. Su agradable sonrisa contrastaba con su mirada de ave rapaz al acecho de su presa. Después de unos segundos, caminó iluminado por un haz de luz, mientras un aparejo rodante parecía avanzar solo, detrás de él. Se detuvo en el centro de la pista, se inclinó con elegancia saludando a la audiencia, y empezó su actuación.
Extendió el brazo izquierdo hacia el pequeño carro que se había situado a su lado, y una vara con un extremo encendido apareció en sus manos. Mientras recorría al público con una mirada que más parecía un reto, sus ojos tropezaron con los de un hombre sentado en primera fila que lo observaba con fijeza. Como todos. Pero resaltaba entre los demás. Fueron sólo unos segundos que a Hermann se le antojaron minutos. Regresó la sensación que le había invadido durante el día, hizo un esfuerzo y logró centrar la atención en su rutina. Era su gran noche. No podía permitir que algo saliese mal, y pese a que sabía que estaba siendo escudriñado por el extraño individuo, fingió ignorarlo.
La sustancia que utilizaba para lanzar llamas por la boca era un líquido altamente inflamable a muy bajas temperaturas, pero de manera inexplicable, se quemó los labios mientras hacía el acto de tragafuegos. Disimuló el dolor y prosiguió con su actuación como si nada hubiera pasado. Luego siguió con el de los naipes que desaparecían y aparecían como por encanto, monedas, dados, esferas brillantes y uno de los trucos que encantaba a la gradería: el de la cuerda que cortaba en varios trozos y después aparecía intacta. Manipulaba con habilidad y estilo toda suerte de objetos, y aunque eran trucos vulgares, la elegancia de sus movimientos proporcionaba la magia necesaria para hacer parecer que, en efecto, era Hermann, el Magnífico.
Justo antes de empezar la última parte de su actuación, notó con alivio que el individuo de la primera fila se había retirado. Estaba seguro de que su presencia hubiera impedido su buena ejecución en el acto final; era la primera vez que lo hacía y sabía que de ello dependería su futuro.
—Damas... caballeros... —dijo con voz grave, mientras la banda de músicos dejaba de tocar el redoble final que había iniciado. Se miraban entre ellos, confundidos, pues no habían ensayado esa parte, sin embargo, el desconcierto reinante duró pocos segundos, el hombre que manejaba las luces tomó control de la situación y proyectó un círculo luminoso donde el mago estaba de pie.
Hermann miró al público más allá del halo que lo rodeaba, como si los observase con atención uno a uno; los asistentes le devolvieron la mirada fijando la vista de manera inconsciente en el centro de sus tupidas cejas, mientras las voces se fueron apagando gradualmente.
—¿Alguno de ustedes podría decirme qué hora es? —preguntó, poniendo fin al silencio.
Un murmullo de extrañeza recorrió la gradería. Miraron sus relojes, pero nadie se atrevió a hablar.
—Usted, caballero, ¿puede decirme qué hora marca su reloj? —preguntó a un hombre gordo que tenía un reloj de cadena en la mano.
—Las siete y treinta —dijo, observando su reloj.
—¿Podría decirlo en voz alta?
—¡Las siete y treinta! —se atrevió a gritar el gordo.
—¡Sí, son las siete y treinta! —gritaron varios.
—¿Están seguros? —insistió Hermann.
—¡Claro que sí! —gritó con voz aguda una mujer desde la cuarta fila—. ¡Mi esposo no miente!
—No. Ustedes están equivocados —afirmó Hermann, inmutable. Señaló el pequeño reloj esférico que colgaba de su mano y paseó su mirada por la audiencia, que había enmudecido—. Son las ocho en punto, por lo tanto: mi función ha terminado.
Hizo una venia, dio la vuelta y se alejó del centro de la pista desapareciendo tras los bastidores, seguido por su ayudante liliputiense, que empujaba el carro con todos los artilugios. La luz volvió a iluminar el circo, la banda tocó un redoble a rabiar, para finalizar con los acordes circenses que indicaban el cierre de la actuación de esa noche, mientras varios payasos pedaleaban sus monociclos alrededor de la pista, despidiendo el espectáculo con toda suerte de piruetas y desaparecían tras las cortinas. El hombre gordo del público, miraba su reloj sin poder creer lo que veía: las ocho en punto. Igual sucedió con los demás, que se consultaban unos a otros. La estupefacción se fue transformando en asombro, y la gente, entusiasmada, ovacionó durante largo rato, pero Hermann no regresó a la pista, caminaba rumbo a su carromato reprimiendo la agitación que le recorría el cuerpo.
Abrió la puerta, y empujó el pequeño armazón con ruedas hacia el interior por una angosta rampa de madera. Su ayudante enano retiró la rampa y se fue. Entró y pasó la llave; una vez a solas, inspiró hondo y ya sin ningún testigo dio rienda suelta a sus emociones.
—¡Lo logré! —gritó con fuerza, apretando un puño triunfal.
Un ligero ardor en los labios le recordó al individuo de la primera fila, al tiempo que trajo con malhumor a su memoria el único detalle que había empañado la noche. Quemarse era imposible y, supersticioso como era, lo consideró una señal. Tal vez era el comienzo de una nueva etapa, tal vez ya no necesitase ser más un tragafuegos, ni ejercer de prestidigitador... Se quitó la ropa de trabajo y después de doblarla cuidadosamente para la función del día siguiente, vistió una camiseta y el viejo pantalón que acostumbraba. Se sentó en su camastro y encendió la lámpara de queroseno situada sobre un cajón de madera dispuesto a modo de mesilla. La llama iluminó varios libros manoseados hasta la saciedad: tratados de ocultismo, adivinación, astrología, y su lectura preferida: hipnotismo. Pasaba horas estudiando la manera de convertirse en el mago más importante de Europa, deseaba con fervor llegar a poseer dones especiales que algún día lo sacasen de aquel tugurio y ahora estaba seguro de haberlo logrado. Sólo tenía que perfeccionar su técnica y dar variedad al espectáculo; esa noche sólo había sido el principio, después dejaría el circo y trabajaría por su cuenta. Lo que había hecho le rebasaba, iba mucho más allá de su comprensión; fue en esos instantes, al tratar de tomar un libro de encima del cajón, cuando notó que sus manos temblaban. El sonido seco de tres golpes en la puerta interrumpió su abstracción.
Esperaba que no fuese Lothar. No tenía ánimos para discusiones, la última vez se había negado a pagarle aduciendo que no hubo suficiente taquilla. Tampoco tenía deseos de darle explicaciones sobre su actuación. Deseaba estar a solas y regodearse recordando los intensos momentos vividos en la pista.
—¿Quién es? —preguntó con sequedad. No hubo respuesta. Se alzó de hombros; no abriría.
Los tres toques se volvieron a repetir. Parecían dados con algún objeto, tal vez un bastón. Si fuese Lothar usaría los puños. Fue a la puerta y la abrió con brusquedad.
—¿Quién demonios...? —dejó la pregunta en el aire al ver al hombre frente a él.
—Buenas noches, Hermann —dijo con una ligera sonrisa el mismo individuo de la primera fila—. ¿Me permites? —agregó, mientras subía al carromato como si se tratase de su casa. Sus ropajes lucían insólitos en el modesto ambiente. Vestía un impecable abrigo negro, largo y cerrado; en el cuello de su camisa de seda que resaltaba por su blancura, refulgía un broche que a primera vista parecía una perla negra rodeada de brillantes. No parecía prestar importancia a la sencillez del carromato, que rayaba en la miseria, aparentaba sentirse tan cómodo como si estuviese en un aposento regio. Hermann de pie, aún junto a la puerta abierta, lo miraba estupefacto.