Llegó el desayuno. Siguieron en silencio mientras Suzanne lo comía con apetito.
Vance bebía a sorbos su café mirándola comer sin decir nada.
—Entonces, ¿cuándo ha llegado? ¿En el tren de la mañana?
Acabó la comida que tenía en la boca y bebió a continuación un sorbo de café.
—Anoche —dijo tomando otro sorbo y volviendo a colocar la taza delicamente en el plato sin hacer apenas ruido cuando las dos piezas de porcelana se tocaron—. Vine en coche con Elliott Kimball.
—¿Con quién? —El nombre le sonó vagamente familiar.
—Usted lo conoce —respondió ella con un tono perfectamente natural—. Rico, estudió derecho en Harvard. Creo que en una ocasión jugó al rugby contra su equipo.
Vance rebuscó en su memoria. Vio a un hombre rubio con el que ella se había encontrado en la recepción que siguió a su conferencia.
—¿Pelo rubio, alto? —preguntó.
Ella asintió mientras comía otro bocado de brioche.
—Sí —dijo Vance con aire ausente, perdido todavía en recuerdos del pasado—. Vagamente.
—Bueno, al parecer él sí lo recuerda bien —declaró Suzanne.
—¿Cómo es que usted lo conoce?
—De la universidad. Me dejó en mi hotel, estoy alojada en el Villa d'Este, en Cernobbio, y se marchó. Dijo que me dejaría un mensaje.
—Villa d'Este. —Vance acompañó el nombre con un silbido—. ¡Vaya nivel! Ese hotel deja al Metropole a la altura de un hotelucho de sexta categoría.
—Ya sabe, dietas. Paga la revista.
Vance movió la cabeza. El Villa era probablemente el hotel más exclusivo y caro de Como. Había sido una villa privada para la nobleza de media docena de países y seguía ofreciendo lo más exquisito en materia de lujo y de belleza.
—Bueno, a pesar de sus gustos principescos, me imagino que persigue una historia. Y supongo que sería más difícil tratar de disuadirla y librarme de usted que dejar que me acompañe —dijo Vance con una sonrisa.
—Muy perspicaz —asintió ella—. Puedo ser todo un engorro cuando me lo propongo.
—Lo sé —respondió Vance pensando en los dos últimos años—. Ésta no sería la primera vez que usted me busca problemas.
—Cierto, pero por lo que sé, ahora se enfrenta a un problema mucho más serio que yo.
Vance asintió con gesto sombrío al recordar el número de cadáveres de los últimos días. Los muertos y sus asesinos, que los tenían a él y a cuantos lo rodeaban en su punto de mira. Eso sí eran problemas, y no se solventaban con una disculpa.
—Todavía no entiendo por qué está metido en todo esto.
Suzanne Storm alzó la voz para que Vance pudiera oírla a pesar del ruido de los potentes motores de la lancha. Él le indicó que lo había hecho con una inclinación de cabeza, mientras la embarcación dejaba atrás velozmente la elegante imagen ambarina de Villa Carlotta y del pueblo de Tremezzo, situado a orillas del lago.
—Le parece un escándalo que todo esto pueda suceder en el discreto mundo de los estudiosos de Da Vinci, ¿no es cierto? —preguntó ella a continuación.
Vance trató de penetrar en sus inteligentes ojos verdes, renuente a admitir que tenía razón.
—Sí, claro que es así —prosiguió Suzanne sin esperar respuesta—. No olvide que llevo unos dos años estudiándolo. Para ser un excéntrico, tiene un acusado sentido de lo que es correcto. Se pone usted muy a la defensiva cuando se trata de sus vacas sagradas. Y hay gente, que usted considera que no pertenece al mundo de Leonardo, que ahora está robando códices, matando a eruditos y persiguiéndolo a usted.
—Bueno… parece suficiente como para alterar a cualquiera, ¿no? —contraatacó Vance a la defensiva—. Además, las conspiraciones y las intrigas formaban parte del mundo de Leonardo. Recuerde que él y Maquiavelo solían trabajar juntos.
—Lo sé, lo sé —aceptó ella—. Pero no es así como usted cree que deberían funcionar las cosas hoy en día. —Hizo una pausa y clavó una mirada penetrante en los ojos de él—. En realidad, creo que lo ofende más que alguien haya violado sus normas que el hecho de que estén matando a determinadas personas.
Vance la miró con dureza.
—Eso no es verdad. —Suzanne había tocado terreno sensible y eso no le gustaba. Aunque la furia lo consumía, Vance lo ocultó—. Bueno, en realidad no tiene importancia. Sea como sea, aquí estoy.
—Creo que no ve con claridad lo que podría suceder —insistió ella—. ¿Qué le hace pensar que usted puede hacer lo que no es capaz de hacer la policía?
—Demonios, no lo sé —admitió Vance—. Tiene razón, no soy un poli. Yo…
—Usted es un engreído —lo interrumpió ahora—. Hay que tener un súper ego para pensar que tiene posibilidades de sobrevivir, y mucho menos de vencer, en el lío en que se ha metido.
—Tengo la impresión de que está tratando de disuadirme de hacer algo.
—Creo que debería dejar esto a los que saben lo que se llevan entre manos. No se ha parado a pensar en lo que podría suceder si no lo hace.
—No sirve de nada dejar volar la imaginación tratando de adivinar lo que podría ocurrir en cualquier situación —dijo Vance—. Si nos pusiéramos a pensar en lo que podría pasarnos en una autopista, nadie se subiría nunca a un coche. Si realmente se consideraran todas las cosas horribles que podrían suceder a lo largo de la vida, lo único sensato sería volarse la tapa de los sesos.
Ella movió la cabeza con aire pesaroso. Era una empresa desmesurada, pero él era brillante y tenía muchos recursos. Era probable que triunfara allí donde un profesional fracasaría, aunque sólo fuera porque él desconocía lo que no podía hacerse.
Los potentes motores de la lancha fueron reduciendo la velocidad. Se estaban acercando al muelle de Bellagio. Los tejados de los antiguos edificios relucían con tonalidades rosadas al sol de media mañana y la torre de una iglesia lucía una cúpula de cobre azul verdoso que parecía un solideo que dominase el resto del pueblo. Vance observó cómo el capitán acercaba con suavidad la embarcación al muelle. En la parte derecha de éste, los camareros recogían los restos del desayuno en un café al aire libre situado bajo un dosel de buganvilla. En el otro lado, tres religiosos amarraban su lancha y sacaban del agua el motor fueraborda.
Suzanne y Vance bajaron a tierra rodeados de turistas y de bandadas de niños pequeños.
En una época, Bellagio había sido un lugar de veraneo muy exclusivo, uno de los favoritos de los ingleses adinerados. Sin embargo, no había envejecido bien y actualmente era una anciana matrona anticuada y algo desaliñada. El mal gusto y la comida mediocre habían reemplazado a la calidad en los
ristorantes
. Las pintorescas calles donde otrora reinaban los diamantes y los metales preciosos estaban ahora llenas de puestos en los que se vendían baratijas a los turistas. Sólo las opulentas propiedades privadas de las afueras de la ciudad conservaban su elegancia. Bellagio se había convertido en una trampa para turistas y en conveniente lugar de suministros para las personas que vivían o pasaban sus vacaciones en sus villas.
Vance cogió a Suzanne por el brazo y la apartó de unos soportales llenos de vendedores callejeros que ofrecían baratijas y recuerdos de Italia fabricados en China, y la condujo hacia una escalera empinada y estrecha que llevaba a la cima de la colina. La escalera se abría paso por la parte vieja de Bellagio, y estaba flanqueada de tiendas y restaurantes diminutos, así como de puertas de residencias privadas con oficinas debajo.
A medida que iban subiendo, el ruido de los turistas se iba diluyendo. Vance empezó a poner a Suzanne al tanto de algunos de los detalles de su adquisición del Códice Caizzi para Harrison Kingsbury.
—Bernard Southworth es el abogado y representante de la familia Caizzi —explicó—. Todas las negociaciones para la venta del códice se hicieron a través de él. El conde Caizzi sólo se presentó para la transferencia real del códice, que tuvo lugar en la biblioteca del Castello Caizzi, en la mismísima cima de la colina, fuera de la ciudad.
—Es el enorme palacio blanco que vimos al llegar.
—Eso es. Desde él se ven los tres brazos del lago. Es apabullante. Yo no podía creerlo.
—Southworth no parece un nombre italiano —comentó Suzanne.
En ese momento, un repartidor cargado con cestas llenas de botellas de Chianti rodeadas de paja empezó a bajar los escalones con gran agilidad. Para dejarle paso, Vance y Suzanne se metieron en el portal de una pequeña tienda en la que, al parecer, se reparaban aparatos eléctricos. Por el rabillo del ojo, Vance vio que dos monjes estaban insistiendo en la importancia de reparar un aparato ese mismo día. El vendedor parecía aterrorizado.
El hombre que llevaba el vino pasó y Vance y Suzanne prosiguieron su camino escaleras arriba.
—¿Ha visto ese pobre hombre ahí dentro? —preguntó Suzanne en voz baja—. Estaba verdaderamente asustado.
—A veces los frailes tienen ese poder sobre los fieles.
—No. —Ella acompañó la negación con un movimiento de cabeza—. Quiero decir que tenía auténtico miedo. No era sólo respeto.
—Probablemente fueran del monasterio —explicó Vance—. Por aquí tienen fama de comerse a los niños o algo así. Creo que son reminiscencias de la Inquisición. Nada que deba preocuparnos.
Llegaron a una pequeña entrada muy cuidada, con una placa de bronce grabada y brillantemente pulida. «Bernard Southworth, Esq. II».
—Ah, sí —saltó Vance, recordando de repente la pregunta que ella había hecho antes—. Southworth era un inglés que llegó aquí allá por 1920, se enamoró de Bellagio y se quedó.
Vance echó mano del brillante llamador de bronce y lo hizo sonar dos veces. La puerta de caoba oscura se abrió y al otro lado apareció una mujer rolliza vestida con uniforme de empleada doméstica.
Signore
Southworth,
per favore
—le dijo Vance.
Momento
. —La mujer cerró la puerta y volvió al cabo de un minuto—. El señor Southworth está muy ocupado ahora. ¿Puede volver mañana?
Vance y Suzanne intercambiaron una rápida mirada.
—Pero si he llamado esta mañana —protestó Vance—. Dijo que me recibiría.
—Pero ahora está muy, muy ocupado —insistió la mujer pacientemente.
—Debo verlo. Es muy importante.
—Y yo le digo que en este momento está ocupado.
Ahora el tono de la mujer era de enfado. Empezó a cerrar la puerta pero Vance dio un paso adelante y la mantuvo abierta con el pie.
—Voy a quedarme aquí —amenazó—, y si el señor Southworth está tan ocupado que no puede verme hasta mañana, me quedaré aquí hasta entonces.
La mujer lo miró con furia.
—Adelante —continuó Vance—. Llame a la policía.
—¡Vance! —dijo Suzanne abruptamente—. Estás dando el espectáculo.
—Me alegro de que lo hayas notado —respondió Vance sonriendo—. Espero que Southworth también lo note. Como la mayoría de los ingleses bien educados, odia las escenas.
Dos ancianas cargadas de ropa blanca se pararon a mirarlo abiertamente.
—Quiero saber por qué ha cambiado de opinión —le dijo Vance a Suzanne—. No hace ni dos horas que lo hemos llamado. ¿Qué puede haber sucedido?
—No lo sé, pero esto es embarazoso.
—Lo sé —Vance volvió a sonreír—. Es lo que pretendo.
Signore, signore
! —La criada había vuelto dentro.
Por detrás de ella se oyó una profunda voz de bajo que pronunciaba muy bien las vocales.
—Déjalo entrar —indicó Southworth con resignación—, déjalo o no me dejará en paz.
La mujer dirigió a Vance una mirada asesina y abrió la puerta. Vance y Suzanne entraron. La estancia estaba tenuemente iluminada, y atestada de los muebles y las maderas oscuras propias de un club privado inglés. Olía a tabaco caro de pipa.
—Buenos días, señor Erikson —saludó Southworth con tono frío y comedido. Era un hombre delgado, casi enjuto, vestido con un traje gris de raya diplomática con chaleco. Del bolsillo de éste sobresalía una cadena de oro. Su pelo plateado estaba tan peinado que ni un solo cabello estaba fuera de lugar, pero el bigote gris, perfectamente recortado, temblaba de manera casi imperceptible por la furia.
—Vaya, no era necesario que nos dispensara una bienvenida tan cordial —dijo Vance con sarcasmo, y señalando a Suzanne—: Señor Southworth, ésta es mi… socia, la señora Suzanne Storm.
Southworth inclinó la cabeza.
—Es un placer. Y ahora bien, señor Erikson; ¿qué es eso tan importante que lo hace irrumpir en mi oficina cuando estoy con un cliente?
—Quiero visitar al
signore
Caizzi —empezó Vance—. Me gustaría…
—Totalmente imposible —lo interrumpió Southworth.
—¿Podría telefonearle de mi parte? —preguntó Vance.
—Ni pensarlo —replicó Southworth—. El señor Caizzi ha dejado instrucciones estrictas de que no se lo moleste. Ha pasado dos semanas terribles, sin contar lo de anoche.
—¿Lo de anoche?
—El único hermano que le quedaba murió de un ataque al corazón.
—¿El único hermano que le quedaba? —preguntó Vance con incredulidad—. ¿Qué les sucedió a los otros dos?
—Eso es lo que estoy tratando de decirle —contestó Southworth.
«Pensaba que estaba tratando de no decirme nada en absoluto», dijo Vance para sus adentros.
—Hace dos semanas, Enrico y Amerigo se mataron al estrellarse el aeroplano que pilotaba Enrico.
—¿Y quién murió anoche?
—Pietro —respondió Southworth.
—Eso significa que sólo queda Guglielmo —dedujo Vance. El abogado de pelo plateado asintió en silencio—. ¡Dios mío! —exclamó Vance mientras sus pensamientos seguían su propio curso. Otro ataque, otra conexión con Da Vinci que quedaba rota. Enrico era un piloto excelente, muy meticuloso en lo tocante al mantenimiento mecánico de su aeroplano—. ¿Se sabe cuál fue la causa del accidente?
—Se quedó sin combustible —replicó Southworth.
—Entonces supongo que tendré que hacer una visita a Guglielmo —anunció Vance.
—¡No! —fue la precipitada respuesta de Southworth. Después carraspeó—. No debe hacer eso.
Vance estudió la expresión del abogado. La beligerancia había dejado paso al miedo. ¿De qué tenía miedo aquel hombre?
De repente, en la puerta de la oficina de Southworth apareció otra persona.
—No querrá tener sobre su conciencia la carga de haber causado más dolor y pena a otro ser humano, ¿verdad?
La pregunta provenía de un fraile alto, ancho de hombros, cuya presencia parecía llenar la habitación.