El Lector de Julio Verne (19 page)

Read El Lector de Julio Verne Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
9.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Lo que vi parecía un espejismo dentro de otro espejismo, pero no lo era. Un viento suave, cómplice, mecía las tiras para que aquellas medallas baratas de metal pintado brillaran a la luz de un sol exhausto como monedas preciosas de oro de colores, destellos amarillos, naranjas, rojos, blancos, que tintineaban con la delicadeza de una orquesta de campanillas. No eran más que chapas, tapones de cerveza, de limonada, de gaseosa, pero en aquel momento resplandecían como las joyas de un mundo oculto, un paraíso secreto en el que yo me hubiera colado por azar y sin permiso. Eso sentí cuando les vi entre los reflejos dorados de aquella ondulante marea de hojalata, él sentado en un escabel, ella enfrente, en una silla alta. Pastora estaba descalza y en sus dos pies, el sano y el enfermo, el blanco de las bolitas de algodón que separaban los dedos contrastaba con el rojo furioso del esmalte con el que su marido le pintaba las uñas. Eso era lo que estaban haciendo. Entonces pensé por segunda vez en el mismo día que estaba viendo algo que no podía ser cierto, y sin embargo, y aunque el protagonista de las dos escenas imposibles fuera el mismo hombre, esa imagen no me produjo miedo, sino calor, y más allá del asombro, una extraña alegría, un júbilo fronterizo con un placer que pude sentir, pero no entender.

En Fuensanta de Martos las mujeres no se pintaban las uñas de los pies. Las de las manos, sólo para las grandes ocasiones y siempre de colores claros, nacarados, propios de señoras decentes. Quizás por eso, las chicas solteras eran más atrevidas. Mi hermana Dulce iba cada dos por tres con sus amigas a la droguería con unos frasquitos vacíos y muy bien lavados, para eliminar hasta el último rastro del jarabe que habían contenido en origen, y los rellenaba con veinte céntimos de pintura rosa, pálida o chillona, según el humor del que estuviera, que escondía en su armario al volver a casa. Pero no lo hacía porque madre le prohibiera pintarse las uñas, que eso no le parecía mal aunque cuando empezó tuviera sólo doce años, sino porque luego, para hacerse el pincel, tenía que arrancar un manojillo de cerdas del cepillo de la ropa, que ya tenía más calvas que una compañía de veteranos. De eso se quejaba madre al regañarla, pero después, cuando se acercaban las fiestas, ella también usaba los pinceles que mi hermana y sus amigas apañaban con un palito y un poco de alambre.

En septiembre, para las fiestas del pueblo, don Justino contrataba todos los años a la misma orquesta de Jaén, y su cantante sí llevaba las uñas de las manos pintadas de rojo. Yo me había fijado porque don Bartolomé, el párroco, solía dedicar el sermón de ese domingo a las argucias del diablo, que corrompía a las muchachas inocentes con la falsa tentación de una belleza que los maquillajes y la ropa ceñida, en su muy desautorizada opinión, arruinaban en lugar de fomentar. Todos sabíamos que estaba censurando por anticipado a la cantante de la orquesta, y por eso nos regodeábamos luego en mirarla bien, estudiándola de arriba abajo, pero ni aun advertidos como estábamos de que aquella rubia teñida se había dejado seducir por el diablo, la habíamos visto nunca con las uñas de los pies pintadas de rojo.

El rojo, en los labios, en las uñas, en la ropa, era el color de las putas, y por eso, cuando vino Eva Perón, un año antes, mi madre y sus amigas se fijaron en sus uñas largas y oscuras, y dijeron que bien claro estaba. Sin embargo, lo que estaba sucediendo al otro lado de la cortina, en la cocina de la casa de Sanchís, no tenía nada que ver con el pecado, ni con el diablo, ni con los sermones de don Bartolomé, ni con el pasado de Eva Perón. Era algo distinto, y pertenecía a un mundo distinto, desconocido, ajeno al mío, ese mundo en el que nunca había visto ningún color en las uñas del pie sano que Pastora enseñaba en verano, cuando se ponía una sola sandalia. Si alguien me hubiera contado que un hombre de mi pueblo hacía lo que estaba haciendo Miguel Sanchís delante de mí, habría pensado que era marica. Si alguien me hubiera contado que una mujer de mi pueblo se dejaba hacer lo que se estaba dejando hacer Pastora delante de mí, habría pensado que era una puta. Pero Sanchís le estaba pintando las uñas de los pies a su mujer, y nada era lo que parecía, sino más bien lo contrario, la expresión de una armonía perfecta, cargada de dulzura, de sentido.

Él se echó un momento hacia atrás para ver el efecto de su trabajo, y se dio una palmada en la rodilla para que ella volviera a pisarla con su pie deforme, más pequeño que el otro, más torcido que nunca frente a la belleza de su igual, blanco y desnudo. El pincel parecía demasiado frágil, demasiado dificultoso entre los toscos y grandes dedos del hombre, pero Sanchís sabía usarlo, y repasó de rojo cada una de las uñas que crecían al borde de unos dedos torturados, encogidos y raquíticos, con una rapidez, una precisión asombrosas. Cuando terminó, cogió aquel pie entre sus manos y lo besó en el empeine, una, dos, tres veces, para que Pastora sonriera y dejara caer su cabeza hacia atrás, descubriéndome por fin.

—Hola —dije yo, anticipándome a cualquier pregunta.

El sargento volvió la cabeza para mirarme, y por un instante, vi a un hombre al que no había visto nunca, ni siquiera aquella noche de verbena en la que se besó con Pastora delante de todo el mundo, aunque quizás, aquella noche, antes de que sus bocas se fundieran, tenía también esa cara de arcángel que alcancé a contemplar durante un instante, y que sólo había visto en las figuras del retablo de la iglesia de Alcalá la Real. Porque sólo pude compararle con ellas cuando atravesé la cortina que nos separaba para descubrir a un hombre distinto al que conocía desde siempre, un hombre joven, risueño y relajado, iluminado y terso como una estatua antigua de carne y hueso.

—¿Qué haces tú aquí? —escuché su voz, áspera, conocida, y ya era él y no lo era, era él y otro, el de antes, el de siempre.

—He venido a traerle…

Levanté el papel en el aire y movió la cabeza en un gesto furioso.

—Pues te lo vuelves a llevar a la oficina, que pareces tonto, joder… Déjalo allí que ya lo firmaré yo mañana.

Durante un segundo, no me moví. Me quedé quieto, dividido entre el reproche y la nostalgia, sin atreverme a decir que había venido sólo porque él me lo había mandado ni querer renunciar todavía al misterio luminoso y caliente de aquella cocina.

—Vamos, lárgate ya, que pareces memo… ¿A qué estás esperando?

Crucé el patio muy despacio, abrumado por la escena que acababa de contemplar, aquel prodigio al que no sabía ponerle un nombre y que desmentía todas las cosas que yo creía saber sobre Miguel Sanchís, todas las que había aprendido y podía recordar, aunque fueran tan verdaderas como aquella insospechada sutileza. Al llegar a la oficina, me encontré la puerta del calabozo abierta. Romero me contó que el teniente había soltado a Filo, y me pregunté qué clase de hombre sería capaz de hacerle a dos mujeres cosas tan distintas como las que había hecho Sanchís en una sola tarde pero, por más que busqué en mi memoria, y en los personajes de todos los libros que había leído, todas las películas que había visto, todas las historias que me habían contado, no logré encontrar ninguna respuesta para aquel enigma, y al día siguiente, como de costumbre, los pequeños acontecimientos de la rutina cotidiana se impusieron a aquella enormidad que por una vez no era deforme, no era dolorosa, no era sangrienta, sino una extraña, misteriosa formulación de la belleza.

Lo que yo viví como un regalo de la suerte, un privilegio caprichosamente otorgado por el azar, intensificó la animadversión que Sanchís mostraba hacia mí desde la noche en que le interrumpí golpeando la pared con la mano. Hasta entonces, me miraba mal. A partir de aquel día, como si pudiera perdonarme antes mi condición de testigo de su brutalidad que mi intromisión en la extravagante intimidad que ocultaba a los ojos de todos, me miró peor, y aunque no le había contado nada a nadie, porque ni siquiera habría sabido escoger las palabras precisas para hacerlo, procuré esquivarle mientras mi vida seguía igual que antes, la escuela, los amigos, las clases con Sonsoles y mi devoción por Pepe el Portugués. Sin embargo, me costó trabajo olvidar las uñas de Pastora. Quizás no lo habría logrado si aquella primavera no hubiera traído hasta mi vida un suceso auténticamente grande, casi del tamaño de los que solían suceder en las vidas de los demás.

—Oye, Pepe…

A finales de marzo, la imprenta del monte seguía funcionando, aunque no habían vuelto a hacer un folleto, sino unas octavillas que circulaban en tales cantidades que hasta Miguel había conseguido una, pero los guardias ya no sabían dónde buscarla, y así, el Portugués pudo enseñarme por fin un recodo del río donde había tantos cangrejos que bastaba con hundir un cazamariposas en el agua para sacarlo lleno hasta arriba.

—Dime…

Luego los metíamos en una cesta con tapa y los llevábamos al molino. Él los cocía en agua con sal, una cebolla, una hoja de laurel y unos granos de pimienta, y nos los comíamos enseguida, la cabeza primero, después la cola de carne dura, apretada y caliente, exquisita.

—Si tú estuvieras loco por una mujer, pero mucho mucho, muchísimo, enamorado como en las películas… —sólo entonces, al sentir la necesidad de hacer en voz alta aquella pregunta, empecé a entenderlo, pero él, pendiente de tapar bien la cacerola para que no se le escapara ningún cangrejo vivo, asintió sin mirarme—. ¿Tú le pintarías las uñas de los pies?

—¿Yo? —y menos mal que el agua ya había empezado a hervir, porque se dio la vuelta con la tapa en la mano para mirarme con ojos de alucinado—. ¡Pero qué dices! ¿Cómo iba a hacer yo una cosa así? ¡Ni que fuera maricón!

—Ya —no esperaba otra respuesta, pero me quedé pensando igual—. Porque tú crees que una cosa así sólo puede hacerla un maricón.

—Pues claro. Hay que ver, Nino, qué cosas tienes…

Estaba equivocado. Yo sabía que por una vez estaba equivocado, pero tampoco lograba entender cómo, si Sanchís estaba tan enamorado de Pastora que le pintaba de rojo las uñas de aquel pie encogido y deforme, podía divertirse amenazando a otras mujeres con violarlas. Si yo había entendido bien, el pincel que Sanchís sostenía en la mano era una especie de garantía de amor incondicional, una manera de decirle a Pastora que no le importaba que fuera coja y aún más, que le gustaba su pie torcido. Pero a lo mejor yo no había entendido bien, a lo mejor no había entendido nada. A lo mejor, madre tenía razón, y él era solamente un atravesado, un tío siniestro que hacía cosas raras. Eso cuadraba mejor con lo que sabía de él, con su estilo, con sus aficiones, con esa manera suya de retorcer los labios al sonreír, y por eso, y aunque estaba seguro de que maricón no era, no lo dije, ni volví a sacar el tema mientras los dos nos hartábamos de cangrejos.

—Parece que hoy nos hemos pasado de listos, ¿no? —cuando nos rendimos, quedaban en la fuente casi tantos como los que nos habíamos comido—. Espera, que te voy a dar un cacharro para que se los lleves a tu madre. Después de este atracón, no voy a volver a probar los cangrejos en una semana.

Le entendí muy bien, sumido como estaba en los efectos de la misma saciedad, un placer equívoco, a medio camino entre la intoxicación y la felicidad, pero cuando metió los que sobraban dentro de una tartera de aluminio, añadió algo que se me escapó.

—Pero tráemela al cruce pasado mañana, ¿eh? Que no tengo más que esta y me viene muy bien cuando no puedo venir a casa a comer.

—¿Al cruce? —le pregunté—. ¿Y por qué vamos a ir…?

Al ver la cara con la que me miraba, renuncié a terminar una pregunta que se quedó sin respuesta.

—¡Ah! ¿Pero no te ha dicho nada tu padre?

—¿De qué?

—No, no… Mejor que te lo cuente él.

En el camino de vuelta me encontré con Sanchís, que al verme se cabreó, y dijo que si el cretino del Portugués me hubiera dado a mí la miel que tenía encargada, él habría podido ahorrarse la cuesta. Quitando lo de cretino, en lo demás tenía razón, pero yo ni se la di ni se la quité, demasiado ocupado en calcular qué tendría que hacer yo con Pepe dos días después, en el cruce donde la carretera vieja cortaba una cañada muy antigua, a la que don Eusebio, y sólo él, llamaba la calzada romana.

Aquel camino, que no conducía más que a unos cuantos cortijos diseminados por la falda del monte, era la frontera tácita entre el territorio de sus hombres y los dominios del llano, un paraje peligroso al que yo, por supuesto, tenía prohibido acercarme. Quizás por eso el Portugués iba a venir conmigo, pero seguía sin saber adónde, y sin embargo, mientras bajaba la cuesta, mi preocupación inicial se fue disolviendo a favor del risueño optimismo de todos esos excelentes muchachos que se embarcaban con rumbo desconocido hacia la aventura más extraordinaria de sus vidas, mientras yo envidiaba, página a página, desde la inmóvil ansiedad de mi cama, la travesía accidentada, erizada de peligros, que ni ellos mismos serían capaces de creer que habían vivido cuando retornaran a la plácida seguridad de sus hogares.

Y así, como si el mar llegara a Fuensanta de Martos, llegué yo a la casa cuartel aquella tarde.

* * *

En el cortijo de las Rubias vivían seis mujeres y tres niños.

Catalina, alta y corpulenta, con un esqueleto concebido para sostener unas carnes que ya no conservaba, había tenido nueve hijos, aunque uno, el más pequeño, había muerto antes de llegar a adulto. En el pueblo contaban que de joven había sido muy guapa, más que cualquiera de sus hijas, y aún era posible adivinarlo al contemplar su rostro anguloso, de nariz elegante y ojos almendrados, sumidos sin embargo entre los pliegues de una piel quebradiza, seca como el cartón, arruinada por el tiempo y la indiferencia con la que miraba todas las cosas. Esa expresión de desdén, en la que no siempre había tanta fatiga como arrogancia, la hacía más vieja que el pelo cano, desgreñado alrededor de un moño que le salía distinto cada día, un garabato mal hecho que se venía abajo sin ayuda de nadie en los tormentosos estallidos de furia que la sacudían como un rayo, desde la cabeza hasta los pies. Catalina tenía muy mal carácter, pero sólo cuando empeoraba aparentaba su verdadera edad, cincuenta años escasos, al precio de parecerse a las brujas que venían dibujadas en los cuentos.

De sus hijas, Paula, la mediana, era la que más se le parecía. Hosca y callada, perpetuamente absorta en sus asuntos, era muy orgullosa, casi altiva, y la única que había heredado de su madre la capacidad de abandonarse a la cólera por completo, aunque sus estallidos fueran más breves. Catalina, la mayor, a la que llamaban Chica, era más tranquila, a ratos hasta dulce, quizás porque pasaba mucho tiempo con su novio, que había nacido en la capital y trabajaba en Martos, en unas condiciones muy distintas al opresivo ambiente de aquel cortijo alzado en pie de guerra contra el mundo que Filomena reflejaba mejor que ninguna, aunque su rabia era más limpia, más sincera, más inocente en definitiva, tal vez porque no reaccionaba tanto a las cosas que había vivido como a las que le habían contado.

Other books

Sloppy Seconds by Wrath James White
Train Dreams by Denis Johnson
The Raw Shark Texts by Steven Hall
My Lady's Pleasure by Olivia Quincy
A Time For Hanging by Bill Crider
Mammoth Secrets by Ashley Elizabeth Ludwig
Kristmas Collins by Derek Ciccone
The Exile by Andrew Britton
This Matter Of Marriage by Debbie Macomber