—¿Cómo es posible? —preguntó Takeo, enojado—. ¿No sería brujería? ¿O veneno?
Takeo recordó que Hana se encontraba en Hagi; ¿podría ella haber provocado la muerte de su sobrino? Se echó a llorar otra vez, sin hacer ningún intento por ocultar su sufrimiento.
—No había señales de veneno. En cuanto a la brujería, la verdad es que no sabría decir. Estas muertes no son infrecuentes, pero desconozco por qué se producen.
—Y mi esposa, ¿cómo se encuentra? Debe de estar enloquecida de dolor. ¿Se halla Shizuka con ella?
—Muchas cosas terribles han sucedido desde que emprendisteis viaje —repuso Ishida con susurros—. Mi propia mujer ha perdido recientemente a uno de sus hijos. Por lo visto, el desconsuelo le ha hecho perder la cabeza. Permanece sentada, sin comer, delante del templo de Daifukuji, en Hofu, y llama a su otro hijo para que imparta justicia. En respuesta, Zenko, furioso, se ha retirado a Kumamoto, donde está levantando un poderoso ejército.
—La esposa y los hijos de Zenko se encuentran en Hagi. Imagino que no querrá arriesgar sus vidas —indicó Takeo.
—Hana y los niños ya no están en Hagi —anunció a continuación Ishida.
—¿Cómo dices? ¿Acaso Kaede les permitió marcharse?
—Señor Takeo —dijo Ishida con tristeza—, tu esposa se ha marchado con ellos. Se encuentran camino a Kumamoto.
—¡Ah! —exclamó Gemba en voz baja—. Ahora ya sabemos lo que iba mal.
Gemba no lloró, pero una expresión de lástima y compasión le asomó al semblante. Se acercó un poco más a Takeo, tratando de apoyarle con su cercanía física.
Takeo permanecía sentado, como si se hubiera convertido en hielo. Sus oídos habían escuchado las palabras, pero su mente no alcanzaba a comprenderlas. ¡Kaede se había marchado de Hagi! Se dirigía a Kumamoto, a ponerse en manos del hombre que conspiraba contra su propio esposo. ¿Cómo era posible que actuase de aquella manera? ¿Cómo se le ocurría abandonar a Takeo para aliarse con el marido de su hermana? No, no podía ser cierto.
Le daba la sensación de que una parte de su cuerpo se hubiera quebrado, como si le hubieran arrancado un brazo de cuajo. Notó que su espíritu se sumía en las tinieblas y se dio cuenta de que la misma masa negra estaba a punto de engullir a todo el país.
—Debo acudir junto a ella —resolvió—. Gemba, prepara los caballos. ¿Dónde se encontrarán ahora? ¿Cuándo salieron de Hagi?
—Yo partí hace dos semanas. Tenían la intención de ponerse en camino unos días después, por la ruta de Tsuwano y Yamagata.
—¿Puedo interceptarlos en Yamagata? —preguntó Takeo a Gemba.
—Está a una semana de camino.
—Llegaré en tres días.
—Viajan con lentitud —indicó Ishida—. Retrasaron la salida porque la señora Kaede quería llevar consigo el mayor número posible de hombres.
—¿Pero por qué? ¿Es a causa de la muerte del niño? ¿El sufrimiento la ha enloquecido?
—No se me ocurre ninguna razón —respondió Ishida—. Por mucho que insistí, no conseguí confortarla o disuadirla. Sólo se me ocurrió buscar la ayuda de Ai, de modo que me marché de Hagi en secreto, con la esperanza de encontrarte en tu camino de regreso a casa.
El médico no era capaz de mirar a Takeo y mostraba un auténtico aire de culpabilidad y confusión.
—Señor Takeo... —prosiguió, pero éste no le permitió continuar.
La mente de Takeo trabajaba a toda velocidad, buscando respuestas, discutiendo y suplicando, prometiendo cualquier cosa a cualquier dios, deseando inútilmente que su mujer no le hubiera abandonado.
—Hiroshi está malherido; Shigeko también tiene alguna lesión, aunque de menos importancia —dijo Takeo—. El
kirin
probablemente necesite tus cuidados. Atiéndeles lo mejor que puedas, y en cuanto estén en condiciones de viajar llévales a Yamagata. Yo me dirigiré allí urgentemente y averiguaré por mí mismo qué ha ocurrido. Minoru, envía mensajes de inmediato a Miyoshi Kahei; infórmale de mi partida —se interrumpió y, sumido en la desolación, se quedó mirando a Gemba—. Debo prepararme para luchar contra Zenko, ¿pero cómo puedo hacerlo contra mi propia esposa?
La marea alta de comienzos del quinto mes —que siempre anunciaba el verano en Hofu— llegó después del mediodía, a la hora del Caballo. El puerto se encontraba en su momento de mayor actividad; los barcos zarpaban y arribaban en un flujo continuo, aprovechando el suave viento de poniente que los conduciría hasta Akashi con su cargamento de productos de los Tres Países. Las casas de comidas y las tabernas estaban abarrotadas de hombres recién desembarcados que bebían, intercambiaban noticias y relatos de sus viajes, expresaban su conmoción y su lástima por la muerte de Muto Taku y se maravillaban ante el milagro de la madre de éste, a quien los pájaros alimentaban en Daifukuji; se comentaba así mismo que Muto Shizuka se hallaba enojada con Arai Zenko quien, al mostrar tan poco respeto hacia sus deberes filiales y tanto desprecio hacia los dioses, sin duda tendría que pagar por ello. Los ciudadanos de Hofu eran osados y no dudaban a la hora de dar sus opiniones. Habían aborrecido la esclavitud a la que los Tohan y los Noguchi les sometieran años atrás, y ahora no deseaban regresar a aquellos días arrastrados por los Arai. La partida de Zenko de la ciudad fue acompañada de abucheos y otras manifestaciones de hostilidad. Los guardias que viajaban al final de su comitiva recibieron una avalancha de basura y, en algunos casos, fueron apedreados.
Miki y Maya no se detenían a fijarse en el ambiente reinante; corrían ciegamente y sin ser vistas por las angostas callejuelas con la única determinación de alejarse de Akio e Hisao. Lejos de la orilla del mar el calor resultaba asfixiante; la ciudad apestaba a pescado y algas putrefactas, y las sombras oscuras que alternaban con la cegadora luz del sol desorientaban a las gemelas. Maya se encontraba exhausta tras la noche en vela, el encuentro con Hisao y la conversación con la mujer fantasma. No dejaba de mirar nerviosamente a sus espaldas mientras corría junto a su hermana, convencida de que Hisao la perseguiría; nunca la dejaría escapar. Y Akio, para entonces, se habría enterado de lo del gato. "Castigará a Hisao", pensó, sin estar segura de si aquello le agradaba o bien le atormentaba.
Notó que la invisibilidad se iba esfumando a medida que el cansancio la vencía; aminoró la marcha para recobrar el aliento y vio que Miki reaparecía a su lado. La calle en la que se hallaban parecía tranquila: la mayoría de la gente se encontraba puertas adentro, almorzando. Justo al lado de las hermanas, a la puerta de un pequeño comercio, había un hombre en cuclillas que afilaba cuchillos con una piedra de amolar. Se servía del agua que fluía por el pequeño canal situado junto a cada una de las viviendas. Ante la repentina aparición, dio un respingo de sorpresa y el cuchillo se le cayó de las manos. Maya se sentía frenética, indefensa. Casi sin pensar agarró el cuchillo y se lo clavó al hombre en la mano.
—¡¿Pero qué haces?! —saltó Miki.
—Necesitamos armas, además de comida y dinero —respondió Maya—. Él nos lo dará.
El hombre miraba su propia sangre sin dar crédito. Maya se desdobló en dos cuerpos, se colocó a sus espaldas y volvió a infligirle un corte, esta vez en el cuello.
—Consíguenos comida y dinero, o te mataré —amenazó—. Hermana, coge tú también un cuchillo.
Miki cogió uno pequeño de entre los situados en el paño extendido en el suelo. Agarró de la mano sana al hombre y le condujo hasta el interior del establecimiento; los ojos del comerciante se le salían de las órbitas de puro terror. Les enseñó el lugar donde guardaba unas cuantas monedas y entregó a Maya los pastelillos de arroz que su esposa había preparado para él.
—No me matéis —suplicó—. Odio la maldad del señor Arai. Sé que ha soliviantado a los dioses, pero yo no tengo nada que ver. Sólo soy un pobre artesano.
—Los dioses castigan al pueblo por la malevolencia de sus gobernantes —entonó Maya. En vista de que aquel necio las tomaba por demonios o fantasmas, estaba dispuesta a sacar partido de la situación.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Miki una vez que hubieron abandonado la tienda, ambas con los cuchillos ocultos bajo sus ropas.
—Te lo explicaré más tarde. Encontremos un lugar para escondernos durante un rato, algún sitio donde haya agua.
Siguieron el canal hasta que, en la carretera que conducía a la salida de la ciudad en dirección al norte, se toparon con un santuario al borde del camino y una pequeña arboleda que rodeaba un remanso alimentado por un torrente. Bebieron hasta hartarse y descubrieron una zona apartada entre los arbustos, donde se sentaron y compartieron los pastelillos de arroz. Los cuervos graznaban desde lo alto de los cedros y las cigarras entonaban su monótono canto. El sudor goteaba de los rostros de las hermanas; sus cuerpos, en el límite entre la infancia y la madurez, estaban húmedos y ello les causaba un molesto picor bajo las ropas.
Maya explicó:
—Zenko está preparando un ejército en contra de nuestro padre. Tenemos que ir a Hagi y advertir a nuestra madre. La tía Hana se dirige hacia allí. Nuestra madre no debe fiarse en absoluto de ella.
—Pero Maya, empleaste tus poderes de la Tribu contra un hombre inocente. Padre nos ha dicho muchas veces que nunca hagamos eso.
—Escucha, Miki: tú no sabes por lo que he pasado. Kikuta Akio me ha tenido prisionera —por un momento, pensó que se iba a echar a llorar, pero no fue así—. Y ese chico, el que me llamaba, es Kikuta Hisao, nieto de Kenji. Tienes que haber oído hablar de él en Kagemura. Su madre, Yuki, estaba casada con Akio; después de que el niño naciera, los Kikuta la obligaron a quitarse la vida. Ésa es la razón por la que Kenji puso a la Tribu bajo el control de nuestro padre.
Miki asintió. Había escuchado aquellas historias desde niña.
—En todo caso, a la larga, nadie es inocente. El destino de aquel hombre era encontrarse allí —sentenció Maya. La gemela miraba con gesto hosco la superficie del remanso. Las ramas de los cedros y las nubes a espaldas de los árboles se reflejaban en el agua—. Hisao es nuestro hermano —espetó abruptamente—. Todos creen que es hijo de Akio, pero no es así. Es hijo de nuestro padre.
—No puede ser verdad —dijo Miki con un hilo de voz.
—Sí, lo es. Y por lo visto existe una profecía según la cual nuestro padre sólo puede morir a manos de su propio hijo; de manera que Hisao va a matarle, a menos que se lo impidamos.
—¿Y nuestro hermano recién nacido? —señaló Miki con un susurro.
Maya se quedó mirando a su gemela. Casi había olvidado la existencia del niño, como si el hecho de no haber reconocido su nacimiento pudiera convertirle en un ser inexistente. Nunca le había visto, ni había pensado en él. Un mosquito se le posó en el brazo y ella lo aplastó de un manotazo.
Miki dijo:
—Padre debe de saber todo esto.
—Si lo sabe, ¿cómo es posible que no haya hecho nada? —replicó Maya, preguntándose por qué esta circunstancia le indignaba tanto.
—Si él no ha actuado al respecto, nosotras debemos hacer lo mismo. En todo caso, ¿qué decisión podría tomar?
—Debería encargar que mataran a Hisao. Se lo merece. Es la persona más cruel que he conocido, peor aún que Akio.
—Pero ¿qué me dices de nuestro hermano pequeño? —insistió Miki.
—¡Deja de una vez de complicar las cosas! —Maya se levantó y se apartó el polvo de la ropa—. Tengo que hacer pis —dijo empleando el lenguaje de los hombres, y se adentró en la arboleda.
Había allí varias lápidas, mohosas y abandonadas. Maya pensó que no era correcto profanarlas, de modo que escaló la tapia y, a su abrigo, orinó. Al cruzar el muro, de regreso, la tierra tembló y la gemela notó que las piedras se desplazaban hacia un lado bajo sus manos. Estuvo a punto de desplomarse en el suelo, pues durante unos instantes se mareó. Las copas de los cedros aún bailaban en el aire. A continuación sintió un intenso anhelo de ser el gato, junto con otro impulso que no reconocía pero que la alteraba y la hostigaba.
Cuando vio a Miki sentada junto al remanso se quedó impresionada de lo mucho que su hermana había adelgazado. Aquello la irritó. No deseaba tener que preocuparse por su gemela. Quería que las cosas fueran como siempre habían sido, cuando ambas parecían compartir una misma mente. Le molestaba que Miki estuviera en desacuerdo con ella.
—Venga. Tenemos que seguir.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Miki mientras se ponían en pie.
—Volver a casa, claro está.
—¿Vamos a caminar todo el trayecto?
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Podríamos pedirle a alguien que nos ayudara. Un hombre llamado Bunta vino con Shizuka y conmigo. Él nos protegería.
—¿Es un Muto?
—No, es un Imai.
—Ya no podemos fiarnos de ninguno de ellos —declaró Maya, con repugnancia—. Tenemos que ir solas.
—Es un camino muy largo —protestó Miki—. Shizuka y yo tardamos una semana a caballo desde Yamagata, yendo al descubierto y escoltadas por dos hombres. Desde Yamagata a Hagi son otros diez días por carretera. Si viajamos a pie, y de incógnito, nos llevará el triple. Además, ¿cómo vamos a conseguir comida?
—Igual que antes —respondió Maya, llevándose la mano al cuchillo oculto—. La robaremos.
—De acuerdo —accedió Miki, no del todo satisfecha—. ¿Vamos a seguir la carretera principal? —señaló con un gesto la polvorienta carretera que serpenteaba entre los arrozales, todavía de un intenso color verde, en dirección a las montañas cubiertas de bosques.
Maya dirigió la vista hacia los viajeros que se desplazaban en ambas direcciones del camino: guerreros a caballo, mujeres tocadas con amplios sombreros y velos para protegerse del sol, monjes que caminaban con báculos y cuencos para pedir limosna, vendedores ambulantes, comerciantes y peregrinos. Cualquiera de ellos podría intentar detenerlas, en el peor de los casos; en el mejor, formularía preguntas fastidiosas. O acaso podrían ser miembros de la Tribu, advertidos de que debían buscarlas. Miró hacia atrás, en dirección a la ciudad, esperando en cierta forma toparse con que Hisao y Akio las perseguían. El corazón se le encogió al darse cuenta de que añoraba a Hisao y anhelaba verle de nuevo.
"¡Le odio! ¿Cómo es posible que quiera verle?"
Tratando de ocultar sus sentimientos a Miki, dijo:
—Aunque voy vestida con ropa de chico, cualquiera puede darse cuenta de que somos gemelas. No conviene que la gente nos mire y surjan habladurías. Atravesaremos las montañas.