El ladrón de tumbas (67 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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Nemenhat bajó la vista avergonzado al oír aquello.

—Por tanto, ante tal imputación, decidimos ir a la corte donde, tu padre, parecía estar detenido, para abogar por él. Allí nadie aparentaba saber nada del asunto, pero ya sabes como era Seneb; insistió invocando a todas las fuerzas divinas y humanas, amenazando con acudir al templo de Ptah donde aseguró tener las amistades suficientes como para desenmascarar todo aquel embrollo. Ante sus amenazas, el funcionario nos invitó a entrar y esperar en una fresca sala hasta que pudiera traernos alguna noticia sobre el caso. A mí, francamente, todo aquello me empezó a oler mal. Los escribas iban y venían pasando por nuestro lado, mirándonos con forzado disimulo y cuchicheando entre sí; pero permanecí callado, prefiriendo no comentarle nada a Seneb. Por fin, cuando la tarde declinaba, el funcionario regresó acompañado por un individuo que dijo ser inspector judicial.

—¿Sois vosotros los que preguntáis por alguien de nombre Shepsenuré? —nos inquirió con la típica petulancia que emplea esa gente.

»Seneb movió la cabeza afirmativamente mirándole fríamente a los ojos.

—¿Qué lazos os unen con él? —volvió a preguntarnos con desdén.

—De amistad —contestó Seneb secamente.

—¿No serán quizás otros los vínculos? Bien pudierais ser cómplices del…

»Seneb no le dejó terminar la frase —dijo Min interrumpiendo su relato—. Su cara se congestionó por la ira dando rienda suelta a una cólera, como yo no le había visto jamás. Te aseguro, Nemenhat, que daba miedo verle, y hasta el funcionario se sorprendió por su reacción.

—¿Crees que hablas con uno de tantos patanes con los que acostumbras a tratar? —recuerdo que le preguntó-. Pero conmigo tocas en hueso, inspector, porque sé tanto de Egipto, de sus dioses, de sus hombres y de sus leyes, como tú en diez vidas que vivieras. Conozco muy bien los derechos que me asisten y llevo a Maat en la Sala de las Dos Verdades grabada a fuego en mi corazón, y has de saber que mi santo patrono, al igual que debiera ser el tuyo, es el divino Thot
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, sabio entre los sabios. Por él rijo mi conducta, como muy bien me enseñaron en la Casa de la Vida, desde mucho antes que tú nacieras.

—La persona por la que preguntas es un reo de la peor especie —contestó el inspector envarándose.

—¿Reo? ¿Reo de qué?

—Del peor de los crímenes que un hombre puede cometer en esta tierra; saquear tumbas.

—Son acusaciones graves, sin duda, que me resisto a creer y que en todo caso deberá ser el visir quien las juzgue.

—No creo que haya que molestar al
Ti Aty
por esto —dijo el funcionario mirándose distraídamente las uñas de una mano.

—Disculpa, pero creo no entenderte. Una acusación como ésta no supone ninguna molestia para el visir, sino una obligación.

—El juez instructor no opina lo mismo.

La cara de Seneb volvió a ponerse roja con aquellas palabras.

—Eso supone una arbitrariedad inaceptable —dijo alzando la voz.

—Si crees que se ha cometido alguna irregularidad, eleva una protesta al juez —contestó el funcionario con una media sonrisa.

—Por supuesto que lo haré —exclamó Seneb que notaba cómo se agolpaba la sangre en sus sienes.

—Pues ya te adelanto que no te servirá de nada.

»Los ojos de Seneb brillaron como ascuas.

—¿Qué quieres decir?

—Que ha ocurrido una desgracia durante uno de los interrogatorios rutinarios. Parece que el tal Shepsenuré dio un mal paso cayendo al suelo y golpeándose en la cabeza, con tan mala fortuna, que se mató.

»Seneb perdió entonces los nervios y se abalanzó sobre el inspector, originándose un gran revuelo. Yo mismo le tuve que sujetar para evitar males mayores —dijo Min—. Mas enseguida, todos los funcionarios que estaban por allí acudieron para poner orden, mientras Seneb no paraba de llamarles criminales, asesinos e incluso cosas peores.

—¡Echadles a la calle! —recuerdo que gritó el inspector lleno de rabia—. ¡Fuera, echadles a los perros, que es con quien deben estar, antes de que me arrepienta y les detenga por complicidad!

»Se presentaron entonces varios de los soldados que acostumbran a montar guardia en las dependencias y nos echaron a empujones; de muy malas maneras —continuó el africano.

»Si queréis ver a vuestro amigo id a Saqqara a buscarle; allí le arrojaron anoche, como es costumbre hacer con los criminales. Quizá tengáis suerte y encontréis algún resto que no se hayan comido ya las alimañas —dijo el funcionario lanzando una carcajada—. Después desapareció por el pasillo.

Nemenhat se llevó ambas manos a los cabellos tirando de ellos a la vez que movía su cabeza de un lado a otro. Luego volvió a mirar a su amigo animándole a continuar.

—Ya era casi de noche —dijo Min— cuando encontramos a tu padre tirado sobre la arena, no muy lejos de la pirámide que llamáis escalonada. Al principio nos costó reconocerle, pues tenía la cara desfigurada por los golpes que le habían dado, mas tras examinarlo detenidamente, no tuvimos duda que se trataba de él. Vi a Seneb llorar sobre su cuerpo, mientras le cogía la cabeza entre sus manos; después me hizo una seña para que le ayudara a levantar el cadáver y así poder llevárnoslo para embalsamarlo decentemente.

Nemenhat le miraba ahora sin pestañear con los ojos cubiertos de lágrimas.

—Pero entonces —prosiguió Min— escuchamos unas voces que nos increpaban, y vimos a unos hombres que se acercaban a la carrera. Eran
medjays;
policías del desierto que a veces vigilan la necrópolis, que se abalanzaron sobre nosotros como hienas, sin darnos tiempo apenas a reaccionar. Vi cómo uno de ellos golpeaba a Seneb con una de sus mazas, y acto seguido algo pesado, como el granito, cayó sobre mi cabeza sumiéndome en una total oscuridad. Ignoro cuánto tiempo pude permanecer en tal estado mas, de repente, algo me hizo recuperar la consciencia. Al principio sentí como un suave pellizco en una de mis piernas, tan ligero, que apenas me dolió. Pero enseguida, el dolor subió de intensidad hasta llegar a resultarme insoportable. Fue en ese momento cuando abrí los ojos para presenciar la escena más espeluznante que pudiera imaginar. ¡Chacales, Nemenhat! Chacales por todas partes; una jauría que devoraba los cuerpos de Seneb y tu padre. Te juro que durante un instante no di crédito a lo que veía convencido de que todo aquello sólo formaba parte del más horripilante de los sueños. Entonces mis ojos se encontraron con los de uno de aquellos animales que me miraban fijamente mientras mordía una de mis piernas. La bestia clavaba sus dientes con tal ahínco, que lancé un grito que más pareció salir de la garganta de una alimaña que de la de un hombre; el mismo animal se asustó ante el alarido, pues soltó su presa un momento. Yo me levanté enfurecido y, agarrándole por el cuello, lo estrellé contra el suelo con todas mis fuerzas. Los otros pararon de comer un momento y me observaron sorprendidos. En ese instante enloquecí por completo y una cólera terrible me enajenó. ¡Me transformé en una fiera! Cogí al animal que yacía a mis pies y lo lancé contra aquella jauría que me miraba con los hocicos ensangrentados. Luego, cargué contra ellos con toda la violencia que fui capaz, propinando golpes por doquier. Uno de los animales me asió la pantorrilla con sus mandíbulas, pero me logré deshacer de él y le di tal patada que creo que lo reventé, pues lanzó un lamento tan quejumbroso, que el resto de la manada se retiró prudentemente a una distancia segura. Enseguida me acerqué a los dos cuerpos postrados sobre la arena…

En ese momento, Min calló mirando angustiado a su amigo.

—Les habían devorado las entrañas, Nemenhat —exclamó casi entre sollozos—. ¿Qué final puede ser peor para un hombre tan justo como Seneb, que ser pasto de las fieras?

Nemenhat apenas pudo reprimir un grito de dolor mientras apretaba sus puños con fuerza.

—Cargué sobre mis hombros lo que quedaba de sus cuerpos y me dirigí al lugar donde Seneb solía embalsamar los cadáveres. La luna llena iluminaba Saqqara con particular claridad aquella noche, mas no volví a ver a ningún vigilante en la necrópolis. Los
medjays
nos dieron por muertos, sin reparar en que mi duro cráneo africano necesita algo más que una maza para poder ser quebrado. Cuando abandoné el lugar, todavía creía escuchar los tristes aullidos de los chacales lamentándose por no haber podido terminar su festín.

—¿Y luego? —preguntó Nemenhat descorazonado.

—Hice lo que pude por ellos, que no fue mucho, pues estaban destrozados. Les rompí el etmoides y extraje su cerebro, que era el único órgano que les quedaba. Les lavé con vino de palma y sumergí sus cuerpos amputados en natrón durante treinta y seis días. Como comprenderás, no tenía sentido realizar las operaciones para administrarles los ungüentos apropiados, que sin duda se merecían, pero te aseguro que les vendé con el mejor lino de Sais, como tantas veces había visto hacer a Seneb, y al acabar, puse entre el vendaje, sobre sus corazones, un escarabajo. Cuando todo estuvo terminado, Nubet procedió a efectuar el rito de la «apertura de la boca»
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y demás liturgia que ella aprendió de su padre. Dada la situación, poco más podíamos hacer.

—Entiendo. ¿Y dónde los enterrasteis?

—Deambulé durante unos días por la necrópolis disimuladamente, tratando de encontrar un lugar discreto y poco vigilado donde sepultarles; y después de mucho buscar, elegí la zona meridional de Saqqara, pues está casi abandonada. Nadie suele aventurarse por allí, así que me pareció que sería un buen lugar. Una noche puse los cuerpos momificados sobre el asno, los cubrí adecuadamente, y me dirigí hacia aquellos parajes. No encontré un alma en mi camino, por lo que les pude enterrar con toda tranquilidad. Lo hice muy cerca de los restos de una de las pocas pirámides que allí se alzan.

—¿Cuál de ellas? —preguntó Nemenhat con curiosidad.

—La primera que encontré, pues aunque no vi a nadie por los alrededores, tampoco era cuestión de ponerme a dudar entre ellas. Nubet me dijo que pertenecía a un dios que gobernó esta tierra hace más de mil años. Creo que me comentó que se llamaba Merure (Pepi I) y que fue faraón de la VI dinastía, allá por el I. Antiguo.

Nemenhat movió su cabeza aseverando y recordando lo cerca que se encontraba la tumba de Sa-Najt.

—¿Conoces el lugar? —preguntó Min.

—Sí.

El africano iba a hacer un comentario jocoso pero prefirió callar.

—Elegiste un buen emplazamiento, Min; al menos allí recibirán todas las buenas influencias que la proximidad del faraón les dará.

—Eso mismo me dijo tu esposa.

Nemenhat miró a aquel hombre con toda la gratitud que le fue posible.

—Has hecho más de lo que nadie hubiera sido capaz. Me avergüenzo al darte las gracias, porque antes debería pediros perdón más de mil veces. Todo se me fue de las manos como si fuera agua del Nilo.

—No te atormentes más; ya nada podemos hacer. Seneb y tu padre están muertos, pero tú al menos estás a salvo. Los dioses han considerado su castigo por vuestro pecado y en cierto modo se han mostrado generosos.

Nemenhat le miró frunciendo el entrecejo.

—Son las manos de unos canallas las que han hecho todo esto —dijo.

—Escucha —continuó Min—. Tu esposa se encuentra muy afectada. Ha estado llorando durante días enteros sin que ninguna de mis palabras fuera capaz de aliviarla. Además, todo el barrio está al corriente de cuanto pasó y no hemos sufrido más que desprecios. Hasta ahora yo me he ocupado de que no le faltara nada, aunque ya casi no tenemos ni un deben.

—Eso no es ningún problema —comentó Nemenhat mientras su mirada parecía perdida—. Lo único que me importa es Nubet; su amor es mi principal anhelo. Si lo pierdo, todo habrá terminado para mí.

—No te preocupes —dijo Min acercándose a él—. Ella te quiere; por eso sufre. Sus lágrimas no han sido sólo por su padre; estaba desesperada ante la perspectiva de tu muerte. Pero deberás ser paciente con ella y contarle toda la verdad, pues sabes mejor que yo que, de alguna manera, la has traicionado. No olvides nunca que tiene un corazón tan bondadoso como el de Seneb.

Durante los días siguientes, Nemenhat permaneció junto a su esposa sin apenas separarse, consolándola y a la vez reavivando la llama de su esperanza, que se hallaba casi apagada. A veces la sentía desfallecer al comprender que todo su mundo se había desmoronado. La concepción que tenía de la justicia, del orden, del hombre, o de los mismísimos dioses había sufrido una transformación que le era imposible asimilar.

Una mañana, en la que la vio más animada, le contó todo aquello que desconocía. La historia que le ocultó por miedo a perderla y que nunca pensó revelarle.

Ella le escuchó muy atenta, sin ninguna interrupción; captando el sufrimiento de su marido al rememorar su miseria.

—Formaba parte de un pasado tan lejano, que nada tenía que ver con nosotros —aseguró él—. Desde que llegamos a Menfis quisimos vivir honradamente, pero nuestro destino ya no nos pertenecía.

Luego narró todo cuanto ocurrió después; la trama urdida sobre ellos y el fatal desenlace.

—Nunca creí que tanta maldad fuera posible —musitó Nubet bajando los ojos.

—Nos acecha y casi siempre sorprende. Desgraciadamente, muchos corazones la albergan.

Hubo un largo silencio durante el cual él tomó sus manos mirándola con ansiedad.

—Todos hemos sido víctimas de la desgracia, no hagamos todavía más profundas nuestras heridas. Yo te quiero, Nubet; imploro tu perdón pues todo lo que callé fue para poder tenerte.

Ella le miró con una expresión de dulzura que hizo que a Nemenhat se le pusiera un nudo en la garganta. Luego se abrazó a él con la fuerza de todo el cariño que sentía.

—Eres mi amor —le susurró suavemente al oído—. La magia de Isis te ha devuelto a mí y nunca más te dejaré marchar.

Se besaron apasionadamente dejando que sus emociones se explayaran, felices de verse arrastrados por ellas. En aquellos instantes ambos sintieron renacer unas ilusiones que creyeron perdidas para siempre.

Cuando por fin se separaron, él la miró con ternura mientras le susurraba.

—Nunca más nos separaremos, te lo prometo.

Aquella noche, después de cenar, se sentaron los tres, más animados, junto al hogar. Nemenhat les relató sus aventuras en el ejército del dios y todo cuanto había sucedido en la guerra librada contra los lejanos pueblos provenientes del mar.

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