Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—¿Sigues haciendo aquellas deliciosas lentejas que probé en cierta ocasión? —preguntó Nemenhat de improviso.
—Sí; y aún me salen mejor; aunque no creo que te gustaran tanto pues nunca volviste para repetir y hace ya mucho tiempo de eso; ¿quizá más de dos años?
—¡Más de dos años! —exclamó el joven—, quién lo diría. Pero te aseguro que las lentejas me gustaron muchísimo. No he vuelto a probar nada igual desde entonces.
—Huelga el decirte que puedes venir cuando lo desees. Además darías una gran alegría a mi padre; él te quiere como a un hijo.
—Lo sé, y yo le correspondo como tal. Ya te dije antes que es el hombre más bueno que conozco. Me encantaría haceros una visita la primera noche que pueda.
Nubet se sonrió ante sus palabras.
—¿Son tus ocupaciones las que te lo impiden, o acaso otros quehaceres?
Nemenhat la miró sorprendido.
—Disculpa si te he parecido descortés pues te aseguro que nada me agradaría más que cenar con vosotros a menudo. Pero he de confesarte que el trabajo me absorbe de tal modo que hay noches que ni tan siquiera pruebo bocado. A veces pasan días sin que vea a mi padre, pues me levanto muy temprano y cuando vuelvo a casa él suele estar ya dormido.
—El trabajo es una buena forma de honrar a los dioses todos los días, mas también debemos disfrutar de tiempo libre para glorificarlos. A ellos les es grato.
—Seguramente —contestó Nemenhat lacónico—, mas recuerda el poco apego que les tengo; en eso poco he cambiado. Sin embargo, el trabajo me ha permitido el acceso a caminos que no sospechaba que existiesen y en los que aprendo a diario.
Nubet hizo un leve gesto burlón mientras sus miradas se cruzaban.
—Ya sé que piensas que la verdadera sabiduría se aprende en los templos —se apresuró a decir el joven—. Pero no es a ésa a la que me refiero, sino a la de la vida; la que hace al hombre avanzar desde sus principios.
—Los dioses crearon el orden establecido; lo que está bien y mal. Nosotros deberíamos limitarnos a seguirlo —contestó Nubet sin poderse contener.
—No quisiera polemizar contigo, pero creo que el principio que impulsa nuestra existencia no está en los templos. Para bien o para mal, los dioses que habitan en ellos están tan necesitados de él como nosotros.
—¿De qué me estás hablando? —inquirió Nubet mientras arrugaba levemente su frente.
—De ambición, de riqueza, de poder. Tres palabras que suelen ir siempre unidas y han sido deseadas por los hombres desde que el mundo es mundo. Hasta el último de los sacerdotes de los templos las buscan.
—Tus palabras me horrorizan, Nemenhat —exclamó Nubet escandalizada.
—Te aseguro que si vieras cómo nuestros jerarcas doblan a diario su espinazo ante ellas, tu escándalo sería de otra índole.
Se hizo un pesado silencio durante breves minutos mientras los dos jóvenes entraban por una de las puertas de la ciudad.
—No quisiera que pensaras que son estas premisas las que me animan. Aprendo a sobrevivir, pues te aseguro que ahí afuera hay más chacales que en todo el desierto occidental.
—El mundo que me muestras no me interesa. Si existe prefiero no conocerlo.
—Eso a él no le importa; sigue su camino. Mas es preciso conocer sus reglas pues no tiene piedad.
Otra vez se hizo el silencio entre ellos que enseguida Nemenhat rompió.
—Pero no quisiera que disputáramos por esto, Nubet. A pesar de nuestras diferencias créeme si te digo que me he alegrado de verte de nuevo; además, también he aprendido algunas cosas que seguro que te parecerán útiles.
—¿De veras? —respondió Nubet sin poder disimular su ironía.
—Sí. Aprendí aritmética y geometría.
Nubet abrió sus ojos sorprendida.
—¿Has aprendido aritmética y geometría en el puerto?
—Sí. Hiram y uno de los escribas de la aduana me enseñaron. Ahora puedo llevar la contabilidad de Hiram y le ayudo en todos los cálculos que necesita para el buen control de su negocio.
—¿Hiram? ¿Y quién es Hiram? Mi padre nunca me habló de él.
—Es un fenicio de Biblos que comercia con todo tipo de artículos. Tiene su base aquí, en Menfis, y hace negocios con todo el mundo conocido. Su nombre es afamado y respetado en todas partes.
La joven le miró extrañada.
—¿Tú trabajando a las órdenes de un fenicio? Admite que no pueda por menos que sorprenderme.
—Ya sé que a Seneb no le gustan nada los extranjeros pero, si te soy sincero, he de decirte que no puedo sino hablar bien de este hombre. Él me aceptó en su empresa sin tener por qué y me ha dado la oportunidad de aprender lo que, de otra forma, no hubiera podido. Entre nosotros se ha creado un fuerte vínculo y, francamente, me da igual que sea fenicio, libio o cananeo.
—No tengo nada contra esa gente —contestó la joven con la suavidad que la caracterizaba—. Todo lo contrario, y me alegro que hayas aprendido a manejar los números —terminó sonriéndole.
Sin darse cuenta ya casi habían llegado a casa de Seneb, donde una figura esperaba apostada junto a la puerta.
—Es la señora Hentawy —masculló incrédula Nubet.
—¿Quién?
—La señora Hentawy, la mujer de Aya el alfarero. Es una mujer que vive obsesionada con las enfermedades. Supone padecerlas todas y créeme si te digo, que está más sana que nosotros dos juntos.
Al verla aparecer, Hentawy comenzó a hacer aspavientos con los brazos mientras acudía rápidamente a su encuentro.
—Isis benefactora, por fin te encuentro; si no hubieras llegado habría entrado en una completa desesperación.
—Cálmese, señora Hentawy, y cuénteme lo que le ocurre —dijo Nubet cogiéndola suavemente por el brazo.
—Verás querida, no soy yo esta vez la castigada por las iras de Sejmet; es mi marido el pobre Aya quien las padece.
—Tranquilícese y cuénteme lo que pasa.
—Es algo terrible y mucho me temo que también de origen demoníaco.
—¿Y por qué no ha venido su marido a verme?
—Porque es tozudo como un buey. Se niega sistemáticamente a seguir mis consejos y me asegura que se encuentra bien, pero no es verdad.
—Si se encuentra bien, no veo por qué deba seguir ningún consejo.
—Es que no se encuentra bien; por mucho que él lo quiera disimular —dijo Hentawy cerrando los puños como poseída de repentina furia.
—Está bien, ¿qué le ocurre a su marido? —preguntó Nubet rindiéndose al fin.
—Verás —continuó Hentawy acercándose y bajando la voz todo lo que pudo—, es un problema delicado pues se trata de su miembro.
Nubet la miró perpleja.
—Sí, del miembro, y creo que es grave.
—¿Tiene algún problema de erección?
—No, hija mía —contestó Hentawy sonriendo—, ése no es un problema para mí, pues ya hace mucho tiempo que no tenemos relaciones. Es otra cosa —dijo haciendo una nueva pausa.
La señora Hentawy se acercó de nuevo a la joven con gesto confidencial.
—En ocasiones, por la noche mientras dormimos, Aya se levanta a orinar y le oigo gemir mientras lo hace como si sintiera un gran dolor. Pero cuando le pregunto, él lo niega diciendo que no siente daño alguno sino alivio; mas estoy segura que algo ocurre y que siente desazón al orinar y no lo quiere reconocer. Quizá le he traspasado los demonios de mi ano.
Nubet suspiró mientras cruzaba su mirada con Nemenhat que, atónito, atendía a la escena. La joven se acarició la barbilla unos instantes mientras pensaba.
—Creo que vamos a tener suerte de nuevo, señora Hentawy y si su marido sigue mi tratamiento, nos libraremos por fin de estos persistentes demonios.
—Sabía que me darías una solución, querida —exclamó abrazándola alborozada.
Nubet se deshizo de su abrazo mientras trataba de calmarla.
—Lo primero que tiene que hacer su marido es tomar todo el agua que pueda —dijo ante la posibilidad de que pudiera tener algún tipo de arenilla en el conducto urinario—. Pero asegúrese que sea pura y fresca. Después molerá mirto y lo mezclará con jugo de planta fermentada, y cuando haya terminado el compuesto se lo aplicará en el miembro a su marido.
La señora Hentawy pestañeó asombrada.
—Sí, no me mire así señora Hentawy, pues el problema es delicado y si queremos solucionarlo deberá seguir mis instrucciones al pie de la letra.
—¡Isis protectora! —exclamó Hentawy—. Ya sabía yo que mi marido tenía un problema grave. Pero haré cuanto sea necesario para curarle. ¿Dices entonces que debo aplicarle la receta en el miembro?
—Así es, y cada noche sin excepción. No deje bajo ningún concepto que se la aplique él, pues los demonios se los traspasó usted y por ello debe ser la que los expulse. Frótele bien en el miembro y procure durante el tratamiento ser complaciente con su marido. Dentro de un mes verá que Aya está curado.
—No sabes qué peso me has quitado de encima; llevaba ya varias noches sin poder conciliar el sueño, pues tal era mi preocupación.
Luego, como volviendo de nuevo a la realidad desde su singular estado, la señora Hentawy reparó en Nemenhat.
—Pero qué distraída soy —dijo mientras se arreglaba el pelo con ambas manos—. No sabía que tuvieras compañía; ¿acaso has decidido por fin tener novio? —continuó con picardía.
—Es Nemenhat, el hijo de Shepsenuré el carpintero, y no es mi novio. Tan sólo tuvo la gentileza de acompañarme y ayudarme con el cesto.
—Pues es una pena porque es bien guapo. Yo no me lo pensaría tanto, querida. En fin, te dejo, Nubet, pues estoy deseosa de empezar el tratamiento cuanto antes. La Enéada entera te proteja —terminó mientras cogía calle arriba camino de su casa.
—¿Son así todas tus pacientes? —preguntó Nemenhat lanzando una carcajada.
Nubet rió con él mientras negaba con la cabeza.
—Afortunadamente no —dijo entre risas—. La señora Hentawy es única.
—Ni que lo digas, buena le espera a su marido. Prométeme que me contarás cómo acabó el tratamiento —dijo de nuevo el joven.
—Espero que la mantenga ocupada durante un tiempo —respondió Nubet que a duras penas podía aguantar su risa—. Pero prometo contártelo.
La tarde, que había caído definitivamente, les sorprendió dando paso a las vecinas sombras que, desde la noche, llegaban a Menfis. Las primeras linternas fueron encendidas para dar algo de su tenue luz a las calles. Allí, entre claroscuros, los jóvenes se despidieron asegurando que no volverían a pasar dos años hasta la próxima vez que se vieran. Así, Nemenhat insistió en su deseo de acompañarla la próxima vez que fuera al palmeral en busca de plantas, y se comprometió a que buscaría tiempo libre para hacerlo. Ella accedió y deseándose buenas noches se despidieron.
Pero de nuevo oscuras ideas invadieron el corazón de Nemenhat. Como enviadas por malignas influencias, llegaron al joven sin ni tan siquiera pretenderlo para apoderarse de él y volver a hacerle sentir el deseo irrefrenable de visitar la necrópolis. El viejo anhelo de encontrar una tumba intacta le consumía por completo.
Se había dado cuenta de ello aquella tarde cuando, sentado en su altozano junto a los límites del desierto, pudo observar otra vez las ruinas de los viejos monumentos funerarios de Saqqara.
Por la noche apenas fue capaz de conciliar el sueño pensando en el hecho de hallar por fin un sepulcro inviolado.
Su vida había cambiado, o al menos eso creía él; mas al sentir de nuevo aquella inexplicable atracción dentro de sí, se dio perfecta cuenta que aún no había roto con su pasado. Necesitaba buscar aquella tumba, sin más razón que la de cerrar definitivamente la puerta a todas aquellas maléficas ideas que habían vuelto a atormentarle. Se juró a sí mismo, que éstas no volverían a hacer mella en su ánimo contaminándole así su espíritu. Iría por última vez en su busca, haciéndose la firme promesa de que, ocurriera lo que ocurriese, su corazón quedaría cerrado a tan diabólicos influjos con invisibles cerrojos que lo sellarían para siempre.
Aprovechó uno de sus contados días de asueto para salir en su búsqueda.
Aún no había amanecido cuando salió de su casa montado en su pollino, envuelto en la más absoluta oscuridad.
Los pasos del animal sonaban extrañamente ahogados en la tierra que cubría la calle, en tanto las débiles lámparas, que porfiaban en alumbrarla, creaban curiosos juegos de luces imposibles de definir.
La ciudad les tragó por completo con tan difusa claridad, al tiempo que les observaba curiosa, consciente de los intereses que les movían.
Faltaba todavía tiempo para que sus paisanos se levantaran para empezar su rutina diaria, así que abandonaron Menfis sin cruzarse en su camino con nadie. Después fueron engullidos por el espeso follaje que rodeaba los palmerales, y atravesaron éstos.
El alba comenzaba ya a anunciarse cuando el asno pisó las primeras arenas de Saqqara. Nemenhat desmontó sintiéndolas frías, sin duda por el efecto de la noche del desierto; sin embargo, la quietud que allí se respiraba, como tantas otras veces, le llenó de satisfacción.
Hacía ya tanto tiempo que no se adentraba en aquellos parajes, que aquel primer contacto le llevó a recordar con añoranza las épocas pasadas.
Durante días había estado pensando hacia dónde dirigirse. Años atrás había recorrido casi por completo la necrópolis, quedándole tan sólo por explorar su sector meridional. Era el lugar más alejado de la ciudad y también el más solitario; en el que apenas se aventuraba nadie. Allí era donde su padre había encontrado la tumba de los sacerdotes de Ptah, y decidió que era el lugar adecuado donde dirigirse. Reyes y nobles de la VI dinastía se hallaban enterrados allí; tiempos distantes y a la vez propicios para que, con su antigüedad, cubrieran los viejos monumentos con el manto del olvido.
Los primeros rayos del sol incidían sobre su cara cuando llegó. Se detuvo un momento para observar cómo las tinieblas dejaban paso a la luz y después miró con atención la pirámide que tenía enfrente.
Estaba casi en ruinas, como todo lo que la rodeaba, mas a tenor de los restos de su base que aún estaban en pie, en su época debió tener al menos una altura de cincuenta metros, debiendo resultar hermosa. No tenía ni idea de a qué dios pertenecía, mas hubo de ser poderoso, a juzgar por la cantidad de vestigios de otras construcciones anexas que rodeaban la pirámide.
No tenía ningún interés en entrar en ella, convencido que nada encontraría que no hubiera sido hallado ya. Así pues, la circunvaló fijando su curiosidad en todo cuanto la rodeaba.