Read El ladrón de tumbas Online
Authors: Antonio Cabanas
—Antes de conocerte a ti, no.
Kasekemut se acarició la barbilla desconcertado y Nemenhat, que le observaba por el rabillo del ojo, sonrió en su interior en tanto que continuaba lanzando piedrecillas. No había duda de que, a veces, disfrutaba con el azoramiento de su amigo, que veía la vida de forma tan diferente. El hecho de haber pasado su niñez vagando de un lado a otro, sin ocasión de establecerse, le hacía adoptar la mayoría de las veces una actitud distinta a la de su compañero; no había oído hablar nunca de héroes y tampoco le importaba si había uno más fuerte que los demás.
A menudo, Kasekemut le preguntaba por su pasado, por lo que no tenía más remedio que inventar historias acerca de él. Le contó que había vivido en Coptos y que a la muerte de su madre, su padre, abatido por la desgracia, había decidido enterrar también sus recuerdos y abandonar la ciudad. Esto solía causar un gran efecto en su amigo, pues al ser también éste huérfano de madre, se hacía cargo de su dolor y no le preguntaba más.
—¿Entonces en el Alto Egipto, Userhet no es famoso? —insistió Kasekemut.
Su amigo movió la cabeza negativamente.
—En Coptos, donde vivíamos, no oí nunca hablar de él; tan sólo los príncipes guerreros son conocidos allí —contestó dándose importancia.
Esto dejó muy pensativo a su compañero, hasta que unas fuertes voces le devolvieron a la realidad.
—Mira —dijo señalando Nemenhat—. Ahí salen varios soldados.
Éstos, que lo hacían dando traspiés y formando gran alboroto, se encontraron con Kasekemut que, raudo, se había acercado a preguntarles.
—¿Userhet?, vaya no sabía que tuviera interés por los muchachos —dijo uno de ellos lanzando una carcajada—, ¿acaso ya no calma su
henen
en los morteros?
Los demás soldados acompañaron con grandes risotadas la ocurrencia.
Kasekemut en cambio se sonrojó azorado por la ordinariez que le habían dicho, ya que el
henen
era la palabra con la que se denominaba al órgano sexual masculino, y el mortero, al que llamaban
kat,
era la forma con que designaban a la vagina.
—Seguro que un chico como tú es capaz de darle mayores alegrías —continuó el soldado en medio del jolgorio.
Mas pasada su inicial confusión, Kasekemut se encaró con él.
—Eso lo dirás por ti, cara de
ben
(glande), hijo de un sirio y una perra libia.
—¡Maldito mocoso! —masculló el soldado mientras le lanzaba una bofetada.
Pero Kasekemut, que se lo esperaba, esquivó el golpe y aquél, debido a la inercia y al vino ingerido, cayó al suelo con estrépito.
La algazara fue entonces general, en tanto que sus compañeros le animaban divertidos.
—Vamos, Heru, dale una buena lección.
Éste se levantó sacudiéndose el polvo y buscó al muchacho con la mirada.
—¡Estoy aquí! —le gritó Kasekemut—, puedo oler tu apestoso aliento a
hedjw
(cebolla).
El tal Heru se abalanzó contra él enfurecido, pero el mozalbete se apartó y le puso la zancadilla, cayendo de nuevo clamorosamente.
—¡Heru, el cachorro tiene garras afiladas! —le gritaban sus compañeros con sorna.
—¡Quizá necesites la ayuda de tu mujer! —le dijo alguien de entre el pequeño tumulto que se había formado alrededor.
El comentario enfureció al soldado, que parecía no ser capaz de dar dos pasos seguidos. Intentó alcanzar a Kasekemut, pero éste le esquivaba una y otra vez, haciendo que la gente se burlara con mayores chanzas.
—¡Heru, toma un poco más de vino a ver si así se te agudiza el ingenio! —le gritaban entre mofas.
Heru resoplaba colérico tratando de arrinconar al muchacho, que daba saltos de un lado a otro buscando una salida.
Astutamente, el soldado hizo un amago y se lanzó con los brazos abiertos cayendo con todo su peso sobre el mozalbete, derribándole.
—¡Vamos, Heru, ya le tienes! —le azuzaron sus compañeros.
Éste, presa de una furia desatada, comenzó a lanzar terribles golpes, que Kasekemut a duras penas podía evitar.
—¡Deja ya al chico, no ves que le vas a matar! —le increpó alguien de entre el gentío.
Pero Heru, ofuscado en parte por los vapores del vino, y en parte por la ira, atenazó con sus manos el cuello de Kasekemut al tiempo que le zarandeaba.
—¡Suéltale te digo! —le chillaron de nuevo.
Mas con la cara congestionada, el soldado seguía apretando con rabia.
Entonces, algo se estrelló en su cabeza. El impacto de la piedra fue tan grande, que Heru cayó al suelo como un fardo.
Hubo un momentáneo silencio, sólo roto por las toses de Kasekemut mientras trataba de levantarse. Pero pasados aquellos instantes de perplejidad, la gente comenzó a buscar curiosa al autor de la pedrada. Por fin uno señaló hacia lo alto de un muro, donde Nemenhat se encontraba en cuclillas.
Nemenhat se balanceaba con una piedra en cada mano, observando fijamente desde su ventajosa posición. Desde que comenzó el jaleo, sabía muy bien que la cosa acabaría mal; soldados borrachos saliendo de una taberna sólo podían significar problemas, pero no dejó de sorprenderle el singular arrojo mostrado por su amigo para hacer frente a la situación, que se volvió sumamente comprometida y que necesitó finalmente de su intervención ante la general pasividad.
Heru yacía en el suelo con el rostro cubierto de sangre, en tanto sus compañeros trataban de reanimarle.
—¿Está muerto? —preguntó alguien.
A lo que aquéllos respondieron moviendo la cabeza negativamente. Uno de ellos miró torvamente a Nemenhat, y se fue directo hacia él con actitud amenazadora.
Fue entonces cuando parte del público allí congregado se hizo a un lado y, entre murmullos, dejaron paso a una figura imponente.
—¿Tú también vas a luchar contra un muchacho? —preguntó el recién llegado.
El soldado se quedó petrificado; intentó contestar algo pero sólo fue capaz de balbucear un nombre: Userhet.
Éste levantó una de sus cejas mirándole con evidente desprecio desde sus más de 190 cm de altura (una estatura enorme para la época, ya que la media en Egipto no sobrepasaba los 165 cm).
—¿Quizá desees pelear primero conmigo? —volvió a preguntarle Userhet.
Su interlocutor tragó saliva con dificultad, en tanto miraba temeroso a aquella hercúlea figura.
—¿Qué me dices? —insistió de nuevo a la vez que con su mano izquierda agarraba al soldado del cogote.
Éste, sin atreverse a mirarle a la cara siquiera, se encogió cuanto pudo. Userhet lo lanzó como a un guiñapo, a la vez que le daba una patada en el trasero.
—Puaf… no valéis ni para limpiar los excrementos de las cuadras. Recoged a ese perro y desapareced de aquí u os aseguro que os muelo a palos.
Kasekemut, que ya se había recuperado, le observaba fascinado. Mirar la potente musculatura de Userhet, le hacía sentirse el más insignificante de los hombres y no era para menos, porque este hombre, natural de la Baja Nubia, era una verdadera fuerza de la naturaleza.
Kasekemut pensaba que estaba ante una aparición inmortal; los músculos en aquella piel oscura brillaban, bajo el sol del atardecer, como si Atum en su viaje vespertino pasara a través de su cuerpo. Cuando se le acercó, no pudo evitar el estirar un brazo para tocarle; él también quería llenarse con su luz.
Una voz profunda le sacó de su ensimismamiento.
—Aquí tenemos a un joven capaz de enfrentarse en lucha desigual.
Kasekemut no dijo nada y se quedó mirando fijamente «el oro del valor» que Userhet llevaba al cuello.
—Algún día, yo tendré uno como el tuyo —dijo señalando tímidamente la condecoración.
—¿De veras? ¿Y cómo lo harás?
—Devolviendo a nuestra tierra la grandeza que no debió perder.
—Necesitarás algo más que tu brazo para poder conseguir eso.
Irguiéndose orgulloso, el muchacho prosiguió.
—Sí, soldados que no se pasen el día ociosos en las tabernas.
Userhet lanzó una carcajada que enseguida corearon todos los curiosos allí presentes.
—Tienes razón —dijo riendo todavía—, la vida cómoda es el peor aliado del guerrero. Pero según veo, tú lo vas a cambiar.
—Cuando sea oficial, no tendrán demasiado tiempo libre para beber.
—El vino también es necesario para el soldado.
—Sí, pero sólo para celebrar el valor de la victoria.
—Bien, ya que vas a devolvernos nuestro perdido imperio, dinos al menos tu nombre.
—Kasekemut, hijo de Nebamun.
—¿Habéis escuchado? Es Kasekemut, él volverá a ensanchar nuestras fronteras —continuó mientras se oían risas por el sarcasmo.
—Si les quitas el vino, no te seguirán ni a Iunnú
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—dijo alguien.
Ahora las risotadas fueron generales.
—No les quites también a las mujeres, o tendrás que marchar detrás de ellos —se volvió a escuchar en medio del jolgorio.
El nubio levantó la mano pidiendo silencio.
—Bueno, si hay alguien capaz de hacer lo que dice, seguramente será él —continuó adoptando un tono más serio—. No podemos negar que el muchacho tiene valor; pero según parece un amigo le ayudó.
Hasta aquel instante, nadie se había vuelto a acordar de Nemenhat. Todas las miradas repararon entonces en él, mientras éste se aproximaba con cautela.
—¡Y por cierto, que con certera puntería! Muchachos, Userhet os invita a la taberna; si sois capaces de derrotar a la infantería, también podéis entrar en la casa de la cerveza —dijo con solemnidad.
Y así fue como, en medio de aplausos, risas y comentarios procaces de los allí congregados, los dos amigos conocieron por primera vez lo que era una taberna.
El tabernero, un individuo del Delta, de Hut-Taheryib (Atribis), capital del nomo X del Bajo Egipto, por más señas, les atendió como si de príncipes se tratara. Su nombre no importaba, pues allí todo el mundo le llamaba Sheu, que significa odre; y en verdad que era un apodo apropiado, pues tenía pequeña estatura y un vientre tan enorme, que nadie entendía cómo podía mantenerse sobre sus cortas piernecillas. Sin embargo, no paraba de moverse de acá para allá y cuidaba de que no faltara de nada a Userhet, cliente asiduo al que reverenciaba, el cual, por cierto, apuraba las jarras de vino a una velocidad asombrosa. Acompañado por varias de las mujeres del local, acabó desapareciendo con ellas, según dijo, para «levantar tiendas», que era como vulgarmente se denominaba el acto sexual.
Cuando abandonaron el local, el sol se había puesto hacía un buen rato, y Nemenhat sólo pensaba en los bastonazos que iba a recibir de su padre cuando volviera a su casa.
Caminaba derecha avanzando sus pies con parsimonia, moviendo sus caderas con un ritmo cadencioso y sensual en busca de las devoradoras miradas de la calle. Llevaba un vestido de lino blanco con tirantes que se ceñía a su cuerpo de forma exagerada, resaltando sus rotundos pechos y sus nalgas respingonas. Su piel, suavemente tostada, parecía de almíbar y resaltaba a través de la tela transparente con provocadora claridad. El pelo negro y suelto le caía libremente por sus hermosos hombros, envolviendo una cara de rasgos de exótica belleza.
Andaba sin inmutarse ante las constantes lisonjas y frases procaces que le decían al pasar y que la hacían sentir una íntima satisfacción. Apenas movía la cabeza, pero sus grandes ojos oscuros no paraban de mirar a un lado y a otro parándose siempre lo justo para obtener su propósito. A veces acompañaba este gesto humedeciendo con la lengua sus labios carnosos, lo que traía inevitablemente alguna palabra desvergonzada que solía provocarle un interno gozo.
Pero ella continuaba su camino acaparando halagos y más miradas, y muy complacida de originar tales revuelos. Kadesh, así se llamaba. Nombre extraño para una egipcia, aunque ella sólo lo fuera a medias, pues su padre había sido un sirio de los muchos que se instalaron en Menfis durante el reinado de la reina Tawsret.
Sin duda debió ser devoto de Kadesh, una diosa de origen asiático, que no era más que una forma de Astarté, que tan íntimamente estaba relacionada con el amor. En realidad, el nombre no podía haber sido más apropiado, pues la muchacha era de naturaleza ardiente y al despertar la pubertad, surgió en ella un fuego interior que la abrasaba. Kadesh tenía catorce años y era la misma tentación.
Su padre murió cuando todavía era una niña víctima de la bilarciasis (sangre en la orina), llamada por los egipcios
aa
y dejó algunos bienes a su viuda, Heret, y a su hija. Con ellos, Heret puso una panadería, negocio que había proliferado mucho en aquellos tiempos
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y con él podían vivir dignamente. Tenían dos trabajadores que se encargaban de hacer el pan diariamente bajo la supervisión de Heret, que a su vez lo despachaba. Por su parte, Kadesh se ocupaba de ayudar a su madre y llevaba en una cesta los pedidos de los clientes a sus casas. Como el pan que hacía era de muy buena calidad y no tenía casi arena
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, enseguida se hizo muy popular en el barrio. Heret amasaba el pan blanco al estilo antiguo, es decir, en forma cónica, el famoso «t-hedj» y también al estilo que imperaba en aquellos tiempos, trabajando la masa en forma de figuras, bien fuera de animales, humanas o incluso en formas fálicas, a las que solía aromatizar con sésamo, grano de anís o frutas.
Heret era consciente de la belleza de su hija, y al estar ésta en edad casadera, alimentaba la esperanza de que podría obtener un buen partido por ella. Sin embargo, madre e hija no tenían la misma opinión de lo que representaba un buen partido. La seguridad y comodidades que Heret deseaba para su hija estaban en un segundo plano en el esquema de ésta; a ella le gustaban los hombres fuertes y dominantes, dueños de un poder diferente del que su madre deseaba. Le complacía sobremanera ver a los soldados y pasar junto a ellos; y cuando observaba a algún apuesto joven oficial que la miraba sin disimular su deseo, un profundo deleite la embargaba haciendo que su corazón no tuviera dudas sobre aquello que ella ambicionaba.
Aquella mañana, como de costumbre, Kadesh salió muy temprano para hacer el reparto diario. Con el cesto repleto de pan sobre su cabeza, caminaba con paso rápido, muy espigada ella. El día había despertado hermoso, sorprendiendo a aquellas calles con sus rutilantes luces. La brisa, que llegaba del río, soplaba suave y envolvía al viejo barrio con una sutil fragancia que parecía arrancada de algún arbusto de alheña. Respirar aquel aire era un placer al que pocos egipcios estaban dispuestos a renunciar, y así, abandonaban sus casas a primera hora empapándose del resplandeciente don que Ra les ofrecía. Era lógico que se sintieran revitalizados con semejante ofrenda; aquellos primeros rayos creaban una atmósfera radiante y clara que llenaba de optimismo a todo aquel que la disfrutaba. Y Kadesh lo hacía en su totalidad, saboreando despacio aquel espléndido regalo con el que los dioses les bendecían a diario. Inspiraba con ansia, llenando sus pulmones con aquella esencia que no era sino la vida misma; ni el
shedeh
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hubiera podido embriagarla de semejante manera.