El ladrón de cuerpos (4 page)

BOOK: El ladrón de cuerpos
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Sin perder un segundo me introduje en la minúscula habitación con pisos de enchapado plástico. El hedor que salía de la cocinita blanca me resultaba nauseabundo, lo mismo que el olor del jabón en su pegajosa jabonera de cerámica. Pero todo el ambiente me emocionó en el acto.

Hermosa vajilla de porcelana china azul y blanca, muy prolijamente ordenada, con los platos a la vista. Oh, los libros de cocina con las puntas dobladas por el uso. Y qué inmaculada la mesa con su hule de amarillo puro, y la hiedra que, en un bol redondo de agua limpia, proyectaba contra el techo un único y trémulo círculo de luz.

Pero lo que llenó mi mente cuando, ahí parado, cerré la puerta empujándola con los dedos, fue notar que ella no temía la muerte mientras leía su novela de Betty Smith echando de tanto en tanto un vistazo a la pantalla. No tenía antena interior con la cual captar la presencia del asesino que, presa de locura, se encontraba en la calle adyacente, ni la del monstruo que en esos momentos deambulaba por su cocina.

Tan absorto estaba el asesino en sus alucinaciones, que no veía a quienes pasaban a su lado. No vio el patrullero policial que rondaba, ni las miradas suspicaces y deliberadamente amenazadoras de los mortales uniformados que sabían de su existencia y que esa noche iba a atacar, pero no su nombre.

Un hilo de saliva le corrió por el mentón sin afeitar. Nada era real para él —la vida que llevaba de día, como tampoco el miedo a que lo descubrieran—; sólo el estremecimiento eléctrico que tales alucinaciones producían en su torso voluminoso, en sus brazos y piernas torpes. De pronto, la mano izquierda le tembló. Además tenía algo en el costado izquierdo de la boca.

¡Cómo lo odié! No quería beber su sangre. No era un asesino con clase. Lo que me enloquecía era la sangre de ella.

Qué pensativa la noté en su callada soledad; qué diminuta, qué satisfecha mientras, con una concentración pura como un haz de luz, leía los párrafos de esa historia que tan bien conocía. Se estaba remontando a la época en que había leído ese libro por primera vez, en un atestado bar de la avenida Lexington, en Nueva York, cuando era una hermosa secretaria de elegante falda roja y camisa blanca con volados y botoncitos de perlas en los puños. Trabajaba en una torre de oficinas, un edificio distinguidísimo, de recargadas puertas de bronce en los ascensores y pisos de mármol amarillo oscuro en los pasillos.

Me dieron ganas de besar sus remembranzas, el recordado sonido de sus tacos altos cuando golpeteaban contra el mármol, la imagen de su tersa pantorrilla bajo la seda de la media en el momento en que se la calzaba con tanto esmero para no correrla con sus largas uñas, pintadas. Por un instante, vi su pelo rojizo. Vi también su sombrero de ala amarilla, extravagante y potencialmente horrible, aunque encantador.

Esa es sangre que vale la pena reservar. Y me moría de hambre como nunca, en estas últimas décadas. Me había costado un enorme esfuerzo mantener ese ayuno cuaresmal fuera de temporada. Dios mío, ¡cómo ansiaba matarla!

Abajo, en la calle, un ruido a borbotón partió de los labios del asesino estúpido, obtuso, y se abrió paso entre el rumoroso torrente de otros ruidos que llegaban a mis oídos vampíricos.

Por último, la bestia se alejó de la pared a los tumbos. En un momento dado, se inclinó y pareció que iba a caer despatarrado, pero luego avanzó lentamente hacia nosotros, cruzó el patiecito y subió la escalera.

¿Voy a permitir que la asuste? No le veo sentido. ¿Acaso no lo tengo en mi mira? Sin embargo, dejé que introdujera su pequeña herramienta de metal en el orificio redondo del picaporte, le di tiempo para forzar la cerradura. La cadena se desprendió de la madera podrida.

Entró en la habitación y clavó en la mujer su mirada inexpresiva. Aterrada, ella se echó hacia atrás en su sillón, al tiempo que el libro se le caía de la falda.

Ah, pero en ese momento él me vio a mí en la puerta de la cocina, la tenebrosa silueta de un hombre joven vestido de pana gris, con los anteojos levantados, calzados sobre la frente. Yo lo observaba con rostro tan inexpresivo como el suyo. ¿Alcanzó a ver mis ojos iridiscentes, esta piel que parece reluciente marfil y pelo semejante a una sorda explosión

de luz blanca?

¿O acaso, desperdiciada toda mi belleza, no fui nada más que un obstáculo entre él y su siniestro objetivo?

Huyó como un tiro. Ya había bajado las escaleras cuando la anciana, profiriendo un grito, se precipitó a cerrar con un golpe la puerta de madera.

Salí a perseguirlo sin preocuparme por tocar tierra firme, pero cuando dio vuelta la esquina dejé que me viera un instante posado bajo un farol de la calle. Tras andar una media cuadra floté hacia él —un borrón para los mortales—, pero no se tomó el trabajo de advertirlo. Entonces me plantifiqué a su lado y oí que lanzaba un gemido en el instante en que echaba a correr.

Seguimos durante varias cuadras con el mismo jueguito. El corría, se detenía, veía que me tenía detrás. El cuerpo le transpiraba. De hecho, la fina tela sintética de su camisa pronto quedó transparente de sudor y se le pegaba a la carne suave y lampiña del pecho.

Por último, llegó a su decrépito hotel y subió a grandes trancos la escalera. Yo me encontraba en la habitación pequeña del piso superior, cuando él entró. Sin darle tiempo a gritar, lo tomé en mis brazos. El hedor de su pelo sucio entró por mi nariz mezclado con el olor ácido de las fibras químicas de la camisa. Pero ya no me importaba. Lo sentía robusto y tibio en mis brazos, un jugoso capón. Su pecho se hinchaba contra mí; el olor de su sangre inundaba mi cerebro. Sentí cómo palpitaba al recorrer ventrículos, válvulas y vasos penosamente estrechados. La lamí en la carne tierna bajo sus ojos.

Su corazón a punto de estallar, latía trabajosamente. Cuidado, con cuidado para no reventarlo. Dejé que mis dientes se clavaran en la piel húmeda de su cuello. Hmmm. Mi hermano, mi pobre herma no atontado.

Pero me resultó sabroso, suculento.

La fuente se abrió; la vida de ese hombre era una cloaca. Todas esas ancianas, esos ancianos. Cadáveres que flotaban en la corriente y chocaron unos contra otros sin sentido en el instante en que él quedó flaccido en mis brazos. No fue divertido. Demasiado fácil. Sin sagacidad, sin malevolencia. Tosco como lagarto me pareció ese hombre, tragando mosca tras mosca. Dios santo, conocer esto es conocer la época en que los reptiles gigantes dominaban la tierra y, durante un millón de años, sólo sus ojos amarillos contemplaron la lluvia o el sol naciente.

No importa. Lo solté y él dio unos tumbos en silencio. Yo nadaba en su sangre de mamífero. Bastante buena. Cerré los ojos y dejé que el líquido caliente penetrara en mi intestino, o lo que sea que haya ahora en este cuerpo blanco y fuerte. ¡Tan exquisitamente torpe! Qué fácil levantarlo del revoltijo de diarios, mientras el pocillo volteado chorreaba su café frío

sobre la alfombra de polvoriento color.

Le di un sacudón hacia atrás, tironeándolo del cuello de la camisa. Sus ojos grandes y vacíos se pusieron blancos. Luego, ese matón, ese asesino de viejos y débiles, me tiró ciegamente una patada y su zapato rozó mi pantorrilla. Lo levanté, y lo acerqué de nuevo a mi boca hambrienta, le pasé los dedos por el pelo y lo sentí ponerse rígido como si mis colmillos se hubieran hundido en veneno.

Una vez más, la sangre inundó mi cerebro. Sentí cómo electrizaba las venitas de mi cara. La sentí latir hasta dentro de mis dedos, y una picazón caliente me corrió por la columna. Succioné una y otra vez. Criatura pesada, sustanciosa. Luego volví a soltarlo y, cuando se alejó a los tumbos, fui tras él, lo arrastré por el piso, le di vuelta el rostro hacia mí, lo arrojé hacia adelante, dejé que volviera a forcejear.

Me estaba hablando en algo que debía de ser lenguaje pero no lo era. Trató de empujarme, mas ya no podía ver bien. Y por primera vez lo noté imbuido de una trágica dignidad, de una vaga expresión de furia, ciego como estaba. Me sentí embellecido, envuelto en viejos relatos, en recuerdos de estatuas de yeso y santos anónimos. Sus dedos quisieron clavarse en el empeine de mi zapato. Lo levanté y, cuando esta vez le desgarré el cuello, la herida fue demasiado grande. Ya estaba terminado.

La muerte llegó como una trompada en las visceras. Sentí náuseas un instante y luego, sencillamente, el calor, la abundancia, el brillo puro de la sangre viviente, con esa última vibración de conciencia que latía en todas mis extremidades.

Me desplomé sobre su cama inmunda. No sé cuánto tiempo estuve ahí tendido.

Clavé la mirada en el techo bajo. Después, cuando me rodearon los olores agrios y mohosos de la habitación, más el hedor de su cuerpo, me levanté y salí tambaleándome, una silueta desgarbada como ciertamente había sido él, estupidizándome en esos gestos mortales, en la furia y el odio, en el silencio, porque no quería ser el ingrávido, el alado, el viajero de la noche. Quería ser humano, sentirme humano, y su sangre me recorría entero. Y nada era suficiente. ¡Ni por asomo!

¿Dónde quedaron todas mis promesas? Las palmeras maltrechas se sacuden contra las paredes de estuco.

—Ah, veo que está de vuelta —me dijo ella.

Qué voz profunda, fuerte, sin vacilaciones, tenía. Se hallaba de pie ante el feo sillón hamaca a cuadros, con sus gastados apoyabrazos, observándome tras unos anteojos con marco de metal, sosteniendo aún la novela en su mano. Su boca era pequeña, informe, y dejaba entrever dientes amarillentos, horrible contraste con la misteriosa personalidad de su voz, que no conocía endebles alguna. Por el amor de Dios, ¿en qué pensaba al sonreírme? ¿Por qué no se pone a rezar?

—Sabía que iba a venir. —Se quitó las gafas y vi sus ojos vidriosos. ¿Qué estaba viendo? ¿Qué le hacía ver yo? Y yo, que sé manejar a la perfección todos esos elementos, quedé tan desconcertado que me dieron ganas de llorar. —Sí, lo sabía.

— ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo supo? —susurré al tiempo que me acercaba, disfrutando la estrechez de la pequeña habitación.

Extendí mis brazos con estos dedos monstruosos, demasiado blancos para ser humanos pero fuertes como para arrancarle la cabeza, y tanteé su garganta diminuta. Olor a perfume Chantilly... o algún otro aroma de farmacia.

—Sí —dijo en tono ligero pero decidido—. Lo supe en todo momento.

—Bésame, entonces. Ámame.

Qué apasionada era, y qué minúsculos sus hombros, qué espléndidos en ese angostamiento final, flor de tonos amarillentos pero llena de fragancia aún, venas de un azul claro bajo su piel fláccida, párpados perfectamente moldeados a sus ojos cuando los cerró, piel que se deslizaba sobre los huesos de su cráneo.

—Llévame al cielo —dijo. Del corazón, le salió la voz. , —No puedo. Ojalá pudiera —le ronroneaba yo en el oído.

La estreché en mis brazos. Froté la nariz contra el nido suave de su pelo canoso. Sentí en el rostro sus dedos como hojas secas, y un estremecimiento frío me recorrió. Ella también temblaba. ¡Ah, cosita tierna y gastada; ah, criatura reducida a pensamiento y voluntad con un cuerpo insustancial como frágil llama! Sólo un "traguito", Lestat, nada más.

Pero era demasiado tarde y lo supe cuando el primer borbotón chocó contra mi lengua. La estaba desangrando. Seguramente mis gemidos la habían asustado, pero ya no podía oír... Una vez que esto empieza, ellos nunca oyen los sonidos verdaderos.

Perdóname. ¡Oh, querida!

Estábamos cayendo juntos sobre la alfombra, amantes en un parche de flores descoloridas. Vi allí el libro caído, y el dibujo de la tapa, pero todo me pareció irreal. La abracé con mucho cuidado, por miedo a que se quebrara. Pero me sentía como una cáscara vacía. La muerte llegaba de prisa, como si la viejecita misma viniera caminando hacia mí por un pasillo ancho, en algún lugar sumamente particular y elegantísimo de

Nueva York; incluso aquí arriba se alcanza a oír el tránsito, y el ruido sordo de alguna puerta que se cierra de golpe en la escalera, al final del pasillo.

—Buenas noches, querido —murmuró ella.

¿Estoy oyendo cosas? ¿Cómo podía aún articular palabras?

Te quiero.

—Yo también te quiero, mi amor.

Ella estaba parada en el vestíbulo. Su pelo era rojizo y sus bonitos rulos le caían hasta los hombros. Sonreía. Sus tacos eran los que habían hecho ese ruido seco y tentador sobre el mármol, pero ahora, mientras los pliegues de su falda de lana aún se movían, sólo había silencio. Me miraba con una expresión muy extraña e inteligente. Levantó un revólver pequeño y me apuntó.

¿Qué diablos haces?

Está muerta. El disparo fue tan fuerte que en un determinado momento no pude oír nada más que un zumbido. Me hallaba tendido en el piso con la mirada inexpresiva clavada en el techo, sintiendo olor a pólvora en un pasillo de Nueva York.

Pero estábamos en Miami. El reloj de la anciana hacía tictac sobre la mesa. Desde el recalentado corazón del televisor me llegó la vocecita de Cary Grana confesándole a Joan Fontaine que la amaba. Y Joan Fontaine se ponía tan contenta... porque antes había creído que pensaba matarla.

Yo también.

SOUTH BEACH. Nuevamente recorrí la franja de neón, sólo que esta vez me alejé de las calles concurridas y llegué hasta la arena, hasta el mar.

Y así seguí hasta que ya no hubo nadie cerca, ni siquiera los que van a pasear a la playa o los nadadores noctámbulos. Sólo la arena, donde la brisa ya había limpiado todas las pisadas del día y el gran mar nocturno color gris, que vomitaba su oleaje interminable sobre la paciente costa.

Qué altos los cielos visibles, cuan llenos de nubes veloces y estrellas lejanas, recatadas.

¿Qué había hecho yo? Había matado a la víctima del asesino; había quitado la vida a la persona que debía salvar. Volví donde ella estaba, me acosté con ella, la tomé, y ella disparó el tiro invisible demasiado tarde.

Y de nuevo me acometía la sed.

Más tarde, la tendí en su cama prolija, sobre el acolchado de nylon; plegué sus brazos y le cerré los ojos.

Dios mío, ayúdame. ¿Dónde están mis santos anónimos? ¿Dónde están los ángeles con sus alas de plumas para transportarme al infierno? Cuando efectivamente vienen, ¿son ellos lo último que uno ve? Cuando nos sumergimos en el lago de fuego, ¿todavía podemos verlos ascender al cielo? ¿Se puede pretender una última visión de sus trompetas de oro, de sus rostros que miran hacia arriba y reflejan el brillo del rostro de Dios?

¿Qué sé yo del cielo?

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