Read El ladrón de cuerpos Online
Authors: Anne Rice
Después de hacer la mutación, va a tener toda la noche del miércoles y el jueves entero. El jueves entero, entero...
Por último, un rato antes del amanecer, llamé a mi agente de Nueva York.
Ese hombre no sabía de la existencia de mi agente de París. Me conocía sólo con dos nombres, y hacía mucho que yo no usaba ninguno de los dos. Era muy improbable que Raglan James conociera esas identidades y sus diversos recursos. Me pareció la ruta más sencilla a seguir.
—Tengo un trabajito que encargarle, algo muy complicado que es preciso realizar de inmediato.
—Sí, señor, como usted diga.
—Le daré el nombre y domicilio de un banco de. Washington. Quiero que lo anote...
A la noche siguiente, completada la documentación necesaria para transferir los diez millones de dólares, la envié por mensajero al banco de Washington junto con la tarjeta de fotoidentificación del señor Reglan James, además de una reiteración total de las instrucciones, de mi puño y letra, y la firma de Lestan Gregor, que, por diversas razones, era el mejor nombre para usar en toda esa cuestión.
Mi representante en Nueva York también me conocía por otro seudónimo, al que convinimos no hacer figurar en ningún momento de la transacción; por otra parte, si necesitaba ponerme en contacto con él, ese otro nombre, y dos contraseñas nuevas, lo autorizarían para realizar transferencias de dinero, bastando para ello sólo una orden verbal de mi parte.
En cuanto al nombre Lestan Gregor, desaparecería por completo de toda documentación no bien los diez millones pasaran a poder del señor James. Los restantes bienes del señor Gregor quedaban transferidos a mi otro nombre, que, dicho sea de paso, era Stanford Wilde.
Todos mis representantes están habituados a recibir instrucciones así de insólitas: cesiones de dinero, abandono de identidades, orden de girarme fondos adondequiera que me encuentre, mediante apenas un llamado telefónico. Pero ajusté el sistema. Di contraseñas raras, difíciles de pronunciar. En suma, hice todo lo posible por mejorar la cuestión de la seguridad en torno de mis identidades, como también para dejar totalmente establecidas las condiciones para la transferencia de los diez millones.
Desde el mediodía del miércoles el dinero estaría en una cuenta fiduciaria en el banco de Washington, del cual sólo podría retirarlo el señor Reglan James y únicamente entre las diez y las doce del viernes siguiente. El señor James demostraría su identidad si su aspecto coincidía con la foto, además de su huella digital y su firma, antes de que el dinero pasara a su cuenta. A las doce y un minuto toda la transacción quedaría sin efecto y el dinero regresaría a Nueva York.
Al señor James debían presentársele las condiciones a más tardar el miércoles por la tarde y se le habría de asegurar que, en caso de cumplirse con todos los requisitos, el dinero le sería transferido según lo pactado.
Me pareció que era un convenio riguroso, pero yo no era ladrón no obstante lo que pensara el señor James. Sabiendo que él sí lo era, revisé varias veces hasta el último detalle, en forma algo Compulsiva, para no darle ventaja alguna.
Luego me pregunté por qué todavía me estaba engañando con que no iba a realizar el experimento, si ya tenía decidido hacerlo.
Entretanto, a cada rato sonaba el teléfono de mi departamento, Ya que David trataba desesperadamente de comunicarse conmigo; Pero yo me quedé sentado en la oscuridad, sin atender, un tanto fastidiado con los timbrazos, hasta que por fin desconecté el aparato.
Lo que me proponía hacer era despreciable. Ese canalla sin duda usaría mi cuerpo para los crímenes más crueles y abyectos. ¿Y yo iba a permitir que sucedieran sólo para poder ser humano? Era difícil justificarlo desde todo punto de vista.
Cada vez que pensaba en la posibilidad de que mis compañeros — cualquiera de ellos— pudieran descubrir la verdad, me estremecía y trataba de pensar en otra cosa. Ojalá estuvieran muy ocupados con sus forzosas actividades en todo el mundo ancho y hostil.
Cuánto mejor pensar en toda la propuesta con creciente emoción. Y el señor James sin duda estaba en lo cierto respecto al tema del dinero. Diez millones no significaban absolutamente nada para mí. A través de los siglos amasé una gran fortuna que fui aumentando de diversas maneras, y yo mismo no sabía a cuánto ascendía.
Por mucho que entendiera lo distinto que era el mundo para un mortal, aún no comprendía del todo por qué a James le importaba tanto el dinero. Al fin y al cabo, estábamos hablando de una magia potente, de enormes poderes sobrenaturales, de percepciones espirituales potencialmente abrumadoras, de hechos demoníacos, cuando no heroicos. Pero era obvio que lo que el hijo de puta deseaba era dinero.
Pese a todo, no tenía otro interés que el dinero. Y quizá fuese mejor así.
Pensemos en lo peligroso que podía ser en caso de tener grandes ambiciones. Pero no las tenía.
Y yo ansiaba ese cuerpo humano: en definitiva era eso.
Lo demás, en el mejor de los casos, eran racionalizaciones. Y a medida que iban pasando las horas, eso era lo que más hacía.
Me planteé, por ejemplo, si entregar mi poderoso cuerpo era un acto tan vil. Ese idiota no era capaz de usar el cuerpo humano que tenía. En la mesa del café, durante media hora estuvo hecho un verdadero gentleman, pero, no bien se levantó, arruinó todo con sus gestos poco elegantes.
Jamás podría aprovechar mi fortaleza física. Tampoco podría orientar mis facultades telekinésicas por más parapsicólogo que dijera ser. A lo mejor podía usar la telepatía, pero en cuanto a poner en estado hipnótico o hechizar, seguramente no podría siquiera empezar a usar esos dones.
Dudo que hubiera logrado desplazar se con velocidad. Por el contrario, iba a ser lento, torpe. Le sería imposible volar y quizá hasta se metería en apuros.
Sí, mejor que fuese un maquinador vil y no uno de esos tipos violentos que se creen dioses. Y yo, ¿qué pensaba hacer?
¡La casa en Georgetown, el auto y las demás cosas no me importaban en absoluto! Fui sincero al decírselo. ¡Quería sentirme vivo! Claro que iba a necesitar algo de dinero para bebidas y alimentos, pero ver la luz del día no costaba nada. Más aún, para esa vivencia no hacían falta grandes lujos ni un confort especial. Yo sólo anhelaba la experiencia física y espiritual de ser nuevamente de carne y hueso. ¡Me consideraba totalmente distinto de ese miserable Ladrón de Cuerpos!
Pero me quedaba una duda. ¿Y si no bastaban diez millones para que me devolviera mi físico? Tal vez me convenía duplicar el monto. Para alguien tan estrecho de miras como él, una fortuna de veinte millones sería una gran tentación. Y, en el pasado, siempre me había dado buenos resultados duplicar las sumas que cualquiera me cobraba por sus servicios; así, obtenía una lealtad que ni ellos mismos habrían creído posible jamás.
Volví a llamar a Nueva York y dupliqué la cifra. Como era de prever, mi agente creyó que me estaba volviendo loco. Usamos las nuevas contraseñas para confirmar la validez de la transacción. Después corté.
Ya era hora de conversar con David o ir a Georgetown. Además le había hecho una promesa a David. Me quedé muy quieto, esperando que sonara el teléfono. Cuando sonó, lo atendí.
—Gracias a Dios que te encuentro.
—Qué pasa? —le pregunté.
—Reconocí en el acto el nombre Raglan James, y tenías toda la razón. ¡Ese tipo no está dentro de su cuerpo! La persona de que hablas tiene sesenta y siete años. Nació en la India, se crió en Londres, y estuvo cinco veces preso. Es un ladrón conocido por todos los organismos de seguridad de Europa, un estafador. También tiene notables poderes parapsicológicos, de magia negra... de los más arteros que se conocen.
—Sí, me contó. Consiguió infiltrarse en la orden.
—Así es; fue uno de los errores más grandes que cometimos.
Pero ese tipo es capaz de seducir a la Virgen María, de robarle el reloj al mismísimo Dios. Sin embargo, en pocos meses se cayó su Propia fosa y ése es el quid de la cuestión. Escúchame bien, Lestat.
¡Los que hacen magia negra o hechicerías siempre se hacen mal a sí mismos! Con esos dones podía habernos tenido engañados toda la vida; ¡en cambio los utilizó para desplumar a los otros miembros Y saquear las criptas!
—También me lo contó. En cuanto al asunto de cambiar de cuerpo, ¿puede quedar alguna duda?
—Descríbeme al hombre tal como lo viste.
Así lo hice. Recalqué el dato de la estatura y la contextura robusta. El pelo grueso y brillante, la piel extrañamente tersa y satinada.
Su excepcional belleza.
—En este mismo instante estoy mirando una foto suya.
—A ver, dime —le pedí.
—Estuvo un tiempo recluido en un hospital de Londres para dementes criminales. La madre era anglo- india, lo cual explica su tez excepcional, que aquí también se advierte. El padre era taxista. El tipo mismo trabajaba en un taller donde arreglaban autos sumamente caros. Como actividad secundaria comercializaba drogas para poder comprarse él también esos coches. Un día asesinó a toda su familia —la mujer, dos hijos, el cuñado y la madre—, y luego se entregó a la policía. Se le encontró en la sangre una aterradora mezcla de alucinógenos y gran cantidad de alcohol. Eran las mismas drogas que solfa vender a los jóvenes del barrio.
—Trastorno de los sentidos pero nada malo en el cerebro.
—Precisamente, esa furia homicida se la provocaron las drogas, según pudieron comprobar las autoridades. Después del incidente, el hombre no volvió a abrir la boca. Permaneció inmune a todo estímulo hasta tres semanas después de haber sido internado, momento en el cual se escapó misteriosamente, dejando en su habitación a un enfermero asesinado. ¿A que no te imaginas quién era el enfermero?
—James.
—Exacto. En la autopsia se realizó la identificación mediante las huellas digitales, dato que luego fue corroborado por la Interpol y Scotland Yard.
James había estado trabajando en el hospital con nombre falso durante un mes, ¡sin duda esperando que arribara tal cuerpo! Después asesinó alegremente su propio cuerpo. Un tipo de acero, el hijo de puta, para haber podido hacer eso.
“Claro que era un cuerpo muy enfermo, se estaba muriendo de cáncer. La autopsia determinó que no habría vivido más de seis meses. Lestat, bien puede ser posible que. James haya ayudado a cometer los crímenes mediante los cuales pudo disponer luego del cuerpo del joven. Si no hubiese robado ese físico, habría conseguido otro de manera similar. Y una vez que mató su propio cuerpo, éste se fue a la tumba llevándose consigo todo el prontuario criminal de James.
—Por qué me dio su nombre verdadero, David? ¿Por qué me contó que perteneció a la Talamasca?
—Para que yo pudiera confirmar su versión. Todo lo que hace está calculado. Tú no sabes lo astuto que es. ¡Quiere que sepas que puede hacer todo lo que dice! Y que el antiguo dueño de ese cuerpo joven ya no puede causar trastornos.
—Pero David, aún hay ciertos aspectos que me desconciertan. El alma del otro hombre, ¿murió en el cuerpo viejo? ¿Por qué no... salió?
—El pobre diablo no debe ni haber sabido que era posible semejante cosa.
Es indudable que James orquestó el cambio. Mira, tengo aquí todo un legajo con testimonios de otros miembros de la orden. Ellos dicen que ese individuo los forzó a salir de sus cuerpos y se apoderó luego de ellos durante breves lapsos.
“Esas sensaciones que experimentabas —la vibración, la contracción— las sintieron también ellos. Y hablo de miembros de la Talamasca, toda gente culta. Este mecánico de taller no entendía de esas cosas.
“Su experiencia con lo pretematural se limitaba a las drogas, y sólo Dios sabe qué otras ideas andaban rondando por ahí. Además, durante todo el proceso James trató con un hombre en grave estado de shock.
—Y si todo fuera una especie de astuta artimaña? —sugerí.
—Descríbeme al James que tú conocías.
—Flaco, casi demacrado, ojos de mirada intensa, pelo canoso, abundante.
Aspecto bastante agradable. Recuerdo que tenía una voz hermosa.
—Es él.
—Lestat, esa nota que me enviaste por fax desde París..., no deja dudas. Es la letra de James, es su firma. ¿No ves? ¡Se enteró de que existías a través de la orden! Para mí ése es el aspecto más perturbador: que localizó nuestros archivos.
—Eso me dijo.
—Ingresó en la orden para tener acceso a esos secretos. Entró ilegalmente en nuestro sistema de computación. Quién sabe cuántas cosas habrá descubierto. Pero no pudo resistir la tentación: le robó un reloj pulsera de plata a uno de los miembros y sustrajo un collar de brillantes de las criptas. Tuvo una actitud osada con los demás. Les robó cosas de sus habitaciones. ¡No debes tener más trato con esa persona!
—Me estás hablando como superior general, David.
—Lo que está en juego es un cambio de cuerpo, poner todos tus poderes a disposición de ese individuo!
—Lo sé.
—No debes hacerlo. Permíteme hacerte una sugerencia terrible. Si disfrutas quitando la vida, como me has dicho, ¿por qué no asesinas cuanto antes a este sujeto tan nefasto?
—David, hablas por orgullo herido. ¡Y me parece terrible lo que propones!
—No juegues conmigo. No hay tiempo. ¿No te das cuenta de que este personaje es tan taimado que debe estar especulando con tu carácter veleidoso? Te eligió a propósito, tal como eligió al pobre mecánico de Londres. Ha estudiado los datos que hay sobre tu impulsividad, tu audacia. Y puede suponer con fundamento que no vas a hacer caso de mis advertencias.
—Interesante.
—Habla más alto, que no te oigo.
—Qué más me puedes decir?
—Qué más te hace falta saber?
—Quiero entender esto.
—Por qué?
—David, comprendo que el pobre mecánico haya estado confundido, pero, ¿por qué el alma no salió del cuerpo canceroso cuando James le asestó el golpe de gracia en la cabeza?
—Tú mismo lo has dicho, Lestat. Porque el golpe fue en la cabeza. El alma ya se había enredado con el nuevo cerebro. No hubo un momento de claridad o de voluntad en el cual pudiera haber salido en libertad. Hasta en los hechiceros astutos como James, si les produces daños graves en el tejido cerebral, el alma no tiene tiempo de liberarse y se produce la muerte física, que se lleva de este mundo el alma entera. Si decides ultimar a este monstruo, atácalo por sorpresa y destrózale el cráneo como si aplastaras un huevo.