—Yo soy Nebej, el gran sumo sacerdote de Amón-Ra. Y estos hombres. —Los señaló con un brazo, describiendo un semicírculo— son mi escolta personal. —Parpadeó, concentrado—. Venimos a comprar caballos, carruajes y aprovisionamientos de alimentos que pagaremos generosamente.
—¿Cuántos más sois? —inquirió el mando de los jinetes.
—Somos la vanguardia de un poderoso ejército de tres mil hombres. —Una sonrisa orgullosa cruzó por su rostro—. Pero no temas, no tenemos intenciones hostiles contra vuestra ciudad. Una vez que hayamos negociado, nos iremos y no os molestaremos.
El silencio reinó sólo un instante. Después Kushai preguntó incisivo:
—¿Cuál es vuestro destino? No sé nada de ningún ejército extranjero en nuestras tierras. Sólo os he visto a vosotros. Mis exploradores dicen que venís solos y que no hay nadie tras vosotros —precisó, mirándolo con severidad—. No tratéis de engañarme —añadió con aspereza.
Nebej lo observó impasible.
—Sí. —Sonó circunspecto y luego se aclaró la garganta—. No te engañamos. El faraón Kemoh llegará en dos días. El conduce a su ejército. Si lo deseas, puedes enfrentarte a él. Yo, no obstante, te aconsejo que te granjees su amistad. Se avecinan cambios. Cambios de los que Axum puede beneficiarse o ser la víctima.
El general axumita no respondió. Pensaba en la cara que pondría su reina si, por su culpa, se iniciase una guerra estéril.
—¡Seguidme! —bramó tras un tensa pausa. Chasqueó la lengua antes de indicar—: Os daremos escolta hasta Axum, y que mi soberana decida lo que se ha de hacer.
Con los guardias suizos
C
omo hormigas eficientes, los guardias helvéticos, sin que mediara orden alguna, ocuparon las sillas dispuestas ante los ordenadores. Dos grandes antenas parabólicas fueron instaladas orientadas hacia el exterior.
Centelleantes lucecitas de colores hicieron su mágica aparición en las pantallas que se llenaron de líneas y gráficos diversos, entre pitidos y expresiones concentradas de sus operadores. Enseguida comprendí el significado de las palabras que el cardenal Scarelli nos había dedicado. Su amenaza conllevaba un evidente trasfondo. Les resultaba imprescindible concentrar el cien por cien de su atención en aquellos sofisticados programas con los que barrían el desierto, tanto por su superficie como por su misterioso subsuelo, en busca de la mítica ciudad-templo de Amón-Ra. Aquella obstinada búsqueda nos beneficiaba. Sus conocimientos nos iban a ayudar. Más tarde, ya veríamos cómo escabullimos a su férreo control.
Estaba situado en el centro de uno de los sectores en que habían dividido el interior, atado a una estaca y alejado de mis dos compañeros que, a su vez, también se encontraban lejos uno de otro.
Klug seguía casi tan pálido como un cadáver sin maquillar, y es que por la expresión aterrada de su cara daba la impresión de que ya conocía bien de antes a Scarelli, por lo que no esperaba gran cosa de él. Krastiva, con su cabeza baja y su larga melena cubriéndole la cara, parecía abatida, y eso era algo que yo no podía ver en una mujer tan valerosa, tan adorable, como ella.
En la estrambótica «sala» sahariana nadie se apercibió de que movía mis tobillos como un péndulo. Estaba tratando de llamar la atención de mis camaradas de aventura. La fotografa rusa percibió el movimiento, pienso que por el ruido seco, sordo, que hacían mis pies al golpear la mullida alfombra de lana rojo oscuro.
En un gesto brusco, pero no por ello menos femenino, ella se echó hacia atrás el pelo a fin de poder ver con claridad. Tras comprobar con mirada de gacela que no estaba vigilada, clavó sus ojos verde esmeralda en mí. Intuía que tramaba algo.
Y así era.
Abrí y cerré los ojos una, dos, tres veces. Krastiva me observó realmente perpleja. Fueron unos segundos que se me hicieron interminables, hasta que una luz iluminó sus maravillosos ojos.
Ella asintió y ladeó la cabeza. Había comprendido mi secreta intención.
Me comunicaba en morse.
Isengard nos miraba atónito, pasando sus asustados ojos de ella a mí y viceversa. Tardó algo más que la eslava en captar las señales, pero también lo hizo. Como no podía ser menos, era más lento de reflejos. Se sentía pesado y torpe.
Les pedí que estuviesen tranquilos y que tratasen de aflojar las cuerdas que oprimían sus muñecas y tobillos, para estar preparados en caso de que fuese necesario huir precipitadamente.
En el ínterin, una intensa actividad mantenía a los guardias suizos, el mejor cuerpo de seguridad del mundo, absortos en su importantísima tarea de localización.
Recordé que los guardias suizos eran seleccionados entre los cuatro cantones católicos de Suiza, con un contrato de dos años de duración. Los aspirantes debían tener entre diecinueve y treinta años, y ser varones solteros. Tenían que medir un mínimo de 1,75 metros de estatura, y ser por supuesto católicos. Además, les era imprescindible el haber realizado el servicio militar en el Ejército de Suiza.
En resumen, los 110 miembros del denominado
Corpo della Guardia Svizzera Pontificia
—cuya historia se remonta a finales del siglo
XIV
—eran como la guardia imperial de un, valga la redundancia, emperador venido a menos con el devenir de los tiempos, de un personaje mediático que aún influía poderosamente en cerca de ochocientos millones de personas en todo el mundo.
La devoción de los legendarios guardias suizos por el Papa de Roma y sus cardenales era algo evidente y, además, a toda prueba.
Las cuerdas mordían la carne de mis muñecas y me mortificaban. Notaba cómo penetraban blandamente en ella, haciendo brotar sangre. Esta resbalaba, cálida y tibia, por entre mis dedos, al intentar forzar las ligaduras. No obstante, comenzaban a ceder…
El rictus que se formaba en la cara de Klug y de Krastiva me avisaba que con ellos estaba pasando lo mismo. Al menos, esto nos mantenía en tensión, y nos era del todo necesario en aquel momento.
Afuera, el viento seguía rugiendo, cada vez con más fuerza. Parecía que la furia de la diosa se hubiera desatado sobre sus enemigos para barrerlos sin piedad. Lo peor era que allí también estábamos nosotros.
La arena penetraba por los resquicios en forma de pequeños remolinos; y el aire empezaba a estar cargado y seco. Pero esto no parecía molestar a los muy disciplinados guardias suizos. Ni tan siguiera alteraron su frenético ritmo de trabajo.
Comenzaba a tener dificultades para respirar con normalidad cuando el viento comenzó al fin a amainar. Dos guardias suizos abrieron por un extremo la carpa que nos mantenía a salvo de las furiosas embestidas de las arenas y comprobaron el estado del improvisado campamento. Informaron al capitán Olaza, quien de inmediato se puso a dar instrucciones, en forma de órdenes secas, tajantes, que sus hombres ejecutaron con eficiente precisión.
Grandes cantidades de arena se acumulaban ya sobre la carpa que cumplía la función de techo, y también se amontonaban contra los jeeps que aparecían virtualmente enterrados bajo aquélla. Así las cosas, una docena y media de hombres, todos armados de palas, fueron liberando a los todoterrenos y alisando, en lo humanamente posible, el suelo para poder levantar el campamento.
Monseñor Scarelli se acercó con una sonrisa de satisfacción impostada en su cara de rana, manos a la espalda, arrogante.
—No hemos localizado la entrada, pero… —Dudó un solo instante— sí sabemos que nos encontramos sobre un complicado dédalo de túneles de gran altura, así como de anchura. Estamos a punto de entrar en la ciudad-templo de Amón-Ra dijo dirigiéndose directamente a mí.
—Si no ha localizado la entrada, no le servirá de nada el resto —incidí agresivo, con un deje de ironía—. Lo sabe de sobra. Está vendiendo la piel del oso sin haberlo cazado. —Le desanimé.
Sonrió y se encogió de hombros.
—Es sólo cuestión de tiempo. No sufra por ello —replicó, sarcástico, antes de regresar con su equipo.
Desde tiempos inmemoriales, los túneles de los egipcios tenían complejos sistemas de acceso. Se hallaban, a su vez, plagados de trampas, y si forzaban sus sistemas de sellado, éstos se activarían automáticamente. Ni con todos sus medios técnicos e informáticos podrían profanar los «halcones» del Vaticano aquel lugar, si no conocían muy bien el medio de acceder a su interior.
Por esta razón, entre otras, estaba convencido de que nos mantenían con vida. Nos necesitaban para poder entrar.
Entretanto, las ligaduras de mis muñecas habían cedido lo suyo y, con gran esfuerzo, había desatado el nudo de cuerda aflojando la presión y recuperando, poco a poco, el ritmo habitual de la circulación sanguínea. Un escozor insoportable me torturaba, pero lo más importante era liberarnos.
Los guardias suizos tardaron dos largas y tediosas horas en tener todo listo y libre de arena. Ahora, provistos con detectores de metales, rastreaban tres sectores en triángulo. ¿Quizás esperaban encontrar metales? No era habitual hallarlos fuera de las tumbas. Lo lógico era que estuviesen hechos de piedra y tierra, sin bisagras ni goznes de ningún tipo. Entonces… ¿qué diantre buscaban aquellos «gorilas» de la Iglesia Católica?
Como si realmente leyera mi pensamiento, el cardenal Scarelli se acercó por mi espalda y me dijo en voz baja:
—Buscan el
Ank
de Isis, señor Craxell. Es la boca de entrada —me explicó como si acabara de conocer todo lo que se traían entre manos—. Naturalmente, está sellada. Se encuentra incrustada en ella, sin sobresalir ni una sola décima de milímetro, la llave de la vida de la diosa, en oro puro.
Torcí el gesto en una sonrisilla burlona.
—¿Cómo es que saben tantos detalles? —quise saber, incrédulo—. Veo que conocen bien los grabados indicadores que dejaron los antiguos egipcios.
Él estaba en pie, tras de mí, y yo rogaba porque no advirtiese que me había liberado las manos.
Afortunadamente no miró hacia abajo.
—La Orden de Amón. —La nombró por vez primera, reconociendo de facto su existencia— dejó bien documentada su obra y su vida diaria.
—¿La Orden de Amón o la Iglesia llamada «Católica»? —ironicé.
—Lo mismo da —musitó él, sombrío. Así confirmó mis sospechas—. Doy por seguro que el señor Isengard ya le ha puesto al corriente respecto a la historia de la Iglesia Católica y de cómo ha ido transformándose a lo largo de los siglos hasta llegar a lo que ahora es.
—Es usted un buen diplomático, monseñor Scarelli. Pero eso se llama corromperse —le corregí.
Alzó el mentón, indignado.
—No conseguirá irritarme con sus puyas, si eso es lo que pretende. Usted no es nadie… —Lanzó un bufido desdeñoso—. Cuando ese trabajo haya concluido, desaparecerá para siempre… —Se interrumpió bruscamente—. Hasta entonces, el capitán Olaza se hará cargo de su persona, y eso es para mí, al menos de momento, más que suficiente. —Torció la boca, irónico.
El tiempo transcurría lentamente y los detectores, como si se hubieran averiado, permanecían silenciosos. No captaban la menor señal de metales en la amplia zona por la que se iban desplazando, cubriéndola en círculos concéntricos.
—Y dígame, señor Craxell —se dirigió ahora a mí el capitán Olaza—. ¿Dónde cree que se halla el acceso al túnel que comunica con esa maldita ciudad-templo?
—Carezco de información para poder ubicarlo con cierta seguridad.
El corpulento guardia suizo me tomó por las axilas y me puso bruscamente en pie. Tras lo cual, ordenó a un par de sus «muchachos» que me liberasen de las cuerdas de los pies. Andar de nuevo, tras estirar las piernas a placer, supuso un gran alivio físico. Pero, eso sí, al tener la circulación de la sangre un tanto atascada, hube de apoyarme en su duro brazo, a pesar del profundo desprecio que dicho sujeto me inspiraba, hasta poder llegar a una de las sillas para sentarme ante la pantalla de un ordenador.
—¿Creyó que no había visto sus manos libres de ataduras? —Olaza sonrió con cinismo.
El cardenal me puso al día.
—Le informaremos de los progresos que hemos obtenido —aseguró ufano—. Se lo dirá el capitán.
Olaza, como una temible sombra añadida a la mía propia, permanecía en todo momento tras de mí.
—El satélite que utilizamos barre el suelo y nos envía, en tiempo real, toda la información obtenida. Nos encontramos sobre una confluencia en forma de cruz. Los túneles parecen más largos de lo que en principio creíamos. Realmente se pierden descendiendo docenas de metros hacia las entrañas de la tierra —me informó el granítico oficial de los guardias suizos.
—Y quieren saber dónde concluye ese laberinto —adiviné.
—¿Puede detectar la entrada, señor Craxell? —me preguntó con sequedad.
—Sí —contesté, lacónico.
Se paró a pensar un instante que a mí me pareció eterno.
—Adelante entonces. ¿Cuál es su opinión?
En la pantalla del ordenador, como túneles excavados por lombrices anilladas, aparecían galerías perfectamente cuadradas y lisas que, sin escalones, sólo con rampas, ascendían y descendían, comunicándose entre sí.
Pero he aquí que algunos tramos no aparecían. Algo impedía que el satélite los localizase. Se interrumpía su longitud, para continuar más adelante. Aquello resultaba del todo inquietante.
—¿Cree que son simas, trampas, fosos? —me preguntó Olaza.
—Es posible. —Mis ojos se habían estrechado—. Pero también pueden ser algún tipo de cámaras selladas de forma que impidan que nada las sondee.