El laberinto de la soledad (16 page)

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Authors: Octavio Paz

Tags: #Ensayo

BOOK: El laberinto de la soledad
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El disfraz positivista no estaba destinado a engañar al pueblo, sino a ocultar la desnudez moral del régimen a sus mismos usufructuarios. Pues esas ideas no justificaban las jerarquías sociales ante los desheredados (a quienes la religión católica reservaba un sitio de elección en el más allá y el liberalismo otorgaba la dignidad de hombres). La nueva filosofía no tenía nada que ofrecer a los pobres; su función consistía en justificar la conciencia —la
mauvaise conscience
— de la burguesía europea. En México el sentimiento de culpabilidad de la burguesía europea se teñía de un matiz particular, por una doble razón histórica: los neofeudales eran al mismo tiempo los herederos del liberalismo y los sucesores de la aristocracia colonial. La herencia intelectual y moral de los principios de la Reforma y el usufructo de los bienes de la Iglesia tenían que producir en el grupo dominante un sentimiento de culpa muy profundo. Su gestión social era el fruto de una usurpación y un equívoco. Pero el positivismo no remediaba ni atenuaba esta vergonzosa condición. Al contrario, la enconaba, puesto que no hundía sus raíces en la conciencia de los que lo adoptaban. Mentira e inautenticidad son así el fondo psicológico del positivismo mexicano.

A su manera, la Dictadura completa la obra de la Reforma. Gracias a la introducción de la filosofía positivista la nación rompe sus últimos vínculos con el pasado. Si la Conquista destruye templos, la Colonia erige otros. La Reforma niega la tradición, mas nos ofrece una imagen universal del hombre. El positivismo no nos dio nada. En cambio, mostró en toda su desnudez a los principios liberales: hermosas palabras inaplicables. El esquema de la Reforma, el gran proyecto histórico mediante el cual México se fundaba a sí mismo como una nación destinada a realizarse en ciertas verdades universales, queda reducido a sueño y utopía. Y sus principios y leyes se convierten en un armazón rígido, que ahoga nuestra espontaneidad y mutila nuestro ser. Al cabo de cien años de luchas el pueblo se encontraba más solo que nunca, empobrecida su vida religiosa, humillada su cultura popular. Habíamos perdido nuestra filiación histórica.

La imagen que nos ofrece México al finalizar el siglo XIX es la de la discordia. Una discordia más profunda que la querella política o la guerra civil, pues consistía en la superposición de formas jurídicas y culturales que no solamente no expresaban a nuestra realidad, sino que la asfixiaban e inmovilizaban. Al amparo de esta discordia medraba una casta que se mostraba incapaz de transformarse en clase, en el sentido estricto de la palabra. Vivíamos una vida envenenada por la mentira y la esterilidad. Cortados los lazos con el pasado, imposible el diálogo con los Estados Unidos —que sólo hablaban con nosotros el lenguaje de la fuerza o el de los negocios—, inútil la relación con los pueblos de lengua española, encerrados en formas muertas, estábamos reducidos a una imitación unilateral de Francia —que siempre nos ignoró—. ¿Qué nos quedaba? Asfixia y soledad.

Si la historia de México es la de un pueblo que busca una forma que lo exprese, la del mexicano es la de un hombre que aspira a la comunión. La fecundidad del catolicismo colonial residía en que era, ante todo y sobre todo, participación. Los liberales nos ofrecieron ideas. Pero no se comulga con las ideas, al menos mientras no encarnan y se hacen sangre, alimento. La comunión es festín y ceremonia. Al finalizar el siglo XIX el mexicano, como la nación entera, se asfixia en un catolicismo yerto o en el universo sin salida y sin esperanza de la filosofía oficiosa del régimen.

Justo Sierra es el primero que comprende el significado de esta situación. A pesar de sus antecedentes liberales y positivistas, es el único mexicano de su época que tiene la preocupación y la angustia de la Historia. La porción más duradera y valiosa de su obra es una meditación sobre la Historia universal y sobre la de México. Su actitud difiere radicalmente de las anteriores. Para liberales, conservadores y positivistas la realidad mexicana carece de significación en sí misma; es algo inerte que sólo adquiere sentido cuando refleja un esquema universal. Sierra concibe a México como una realidad autónoma, viva en el tiempo: la nación es un pasado que avanza, tortuoso, hacia un futuro; y el presente está lleno de signos. En suma, ni la Religión, ni la Ciencia, ni la Utopía nos justifican. Nuestras historia, como la de cualquier otro pueblo, posee un sentido y una dirección. Acaso sin plena conciencia de lo que hacía, Sierra introduce la Filosofía de la Historia como una posible respuesta a nuestra soledad y malestar.

Consecuente con estas ideas, funda la Universidad. En su discurso de inauguración expresa que el nuevo Instituto "no tiene antecesores ni abuelos...; el gremio y el claustro de la Real y Pontificia Universidad de México no es para nosotros el antepasado, sino el pasado. Y sin embargo, lo recordamos con cierta involuntaria filialidad; involuntaria, pero no destituida de emoción e interés". Estas palabras muestran hasta qué punto era honda para los liberales y sus herederos la ruptura con la Colonia. Sierra sospechaba la insuficiencia del laicismo liberal y del positivismo, tanto como rechazaba el dogmatismo religioso; pensaba que la ciencia y la razón eran los únicos asideros del hombre y lo único digno de confianza. Pero las concebía como instrumentos. Por lo tanto, deberían servir al hombre y a la Nación; sólo así "la Universidad tendría la potencia suficiente para coordinar las líneas directrices del carácter nacional...".

La verdad, dice en otra parte del mismo discurso, no está hecha, no es una cosa dada, como pensaban los escolásticos medievales o los metafísicos del racionalismo. La verdad se encuentra repartida en las verdades particulares de cada ciencia. Reconstruirla, era una de las tareas de la época. Sin nombrarla, invocaba a la filosofía, ausente de la enseñanza positivista. El positivismo iba a enfrentarse a nuevas doctrinas.

Las palabras del Ministro de Instrucción Pública inauguraban otro capítulo en la historia de las ideas en México. Pero no era él quien iba a escribirlo, sino un grupo de jóvenes: Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Ellos acometen la crítica del positivismo y lo llevan a su final descrédito. Su inquietud intelectual coincide con una búsqueda más dramática: la que hace el país de sí mismo en la lucha civil.

LA REVOLUCIÓN MEXICANA es un hecho que irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser. Muchos acontecimientos —que comprenden la historia política interna del país, y la historia, más secreta, de nuestro ser nacional— la preparan, pero muy pocas voces, y todas ellas débiles y borrosas, la anticipan. La Revolución tiene antecedentes, causas y motivos; carece, en un sentido profundo, de precursores. La Independencia no es solamente fruto de diversas circunstancias históricas, sino de un movimiento intelectual universal, que en México se inicia en el siglo XVIII. La Reforma es el resultado de la obra y de la ideología de varias generaciones intelectuales, que la preparan, predicen y realizan. Es la obra de la "inteligencia" mexicana. La Revolución se presenta al principio como una exigencia de verdad y limpieza en los métodos democráticos, según puede verse en el Plan de San Luis (5 de octubre de 1910). Lentamente, en plena lucha o ya en el poder, el movimiento se encuentra y define. Y esta ausencia de programa previo le otorga originalidad y autenticidad populares. De ahí provienen su grandeza y sus debilidades.

Entre los precursores de la Revolución se acostumbra a citar un grupo disperso y aislado: Andrés Molina Enríquez, Filomeno Mata, Paulino Martínez, Juan Sarabia, Antonio Villarreal, Ricardo y Enrique Flores Magón. Ninguno de ellos era verdaderamente un intelectual, quiero decir un hombre que se hubiese planteado de un modo cabal la situación de México como un problema y ofreciese un nuevo proyecto histórico. Molina Enríquez tuvo una idea clara del problema agrario, pero no creo que sus observaciones hayan sido aprovechadas por los revolucionarios sino tardíamente, en una época posterior al Plan de Ayala (25 de noviembre de 1911), documento político que condena las aspiraciones de los zapatistas. La influencia de Flores Magón, uno de los hombres más puros del movimiento obrero mexicano, no se advierte en nuestras leyes obreras. El anarquismo de Flores Magón estaba alejado necesariamente de nuestra Revolución, aunque el movimiento sindical mexicano se inicie influido por las ideas anarcosindicalistas.

La Independencia y, más acentuadamente, la Reforma, son movimientos que reflejan, prolongan y adaptan ideologías de la época. Silva Herzog dice al respecto: "Nuestra Revolución no tuvo nada en común con la Revolución rusa, ni siquiera en la superficie; fue antes que ella. ¿Cómo pudo entonces haberla imitado? En la literatura revolucionaria de México, desde fines del siglo pasado hasta 1917, no se usa la terminología socialista europea; y es que nuestro movimiento social nació del propio suelo, del corazón sangrante del pueblo y se hizo drama doloroso y a la vez creador.3 La ausencia de precursores ideológicos y la escasez de vínculos con una ideología universal constituyen rasgos característicos de la Revolución y la raíz de muchos conflictos y confusiones posteriores.

Se conocen los antecedentes inmediatos del movimiento. En primer término, la situación política y social del país. La clase media había crecido gracias al impulso adquirido por el comercio y la industria, que si estaban en su mayoría en manos extranjeras, utilizaban un personal nativo. Había surgido una nueva generación, inquieta y que deseaba un cambio. La querella de las generaciones se alía así a la discordia social. El gobierno de Díaz no era nada más un gobierno de privilegiados, sino de viejos que no se resignaban a ceder el poder. La inconformidad de los jóvenes se expresaba por un ansia de ver alguna vez realizados los principios del liberalismo. Los primeros ideales revolucionarios son predominantemente políticos. Se pensaba que el ejercicio de los derechos democráticos haría posible un cambio de métodos y personas.

A la inquietud de la clase media debe agregarse la de la naciente clase obrera. La legislación liberal no preveía ninguna defensa contra los abusos de los poderosos. Campesinos y obreros vivían desamparados frente a caciques, señores feudales e industriales. Pero los campesinos mexicanos poseían una larga tradición de luchas; los obreros no solamente carecían de los más elementales derechos, sino de una experiencia o una teoría en que apoyar sus demandas y justificar su combate. La ausencia de tradiciones propias hacía de la clase obrera la clase desheredada por excelencia. A pesar de esta situación estallaron varias huelgas, reprimidas sin piedad. Y más tarde los obreros decidirían uno de los episodios más importantes de la lucha civil: sus líderes se alían a Carranza y firman el "Pacto de la Casa del Obrero Mundial y el Movimiento Constitucionalista" (17 de febrero de 1915). A cambio de una legislación obrera, se ligaba el proletariado a una de las facciones en que se dividió el movimiento revolucionario. Desde entonces la clase obrera ha dependido, más o menos estrechamente, de los gobiernos revolucionarios, circunstancia de capital importancia para entender al México de nuestros días, según se verá más adelante.

Otra circunstancia favorable al desarrollo de la Revolución era la situación internacional del gobierno de Díaz. Siguiendo una política preconizada por liberales como Lerdo y por casi todo el partido conservador, Porfirio Díaz quiso limitar la influencia económica norteamericana acudiendo al capitalismo europeo. "Las relaciones internacionales despertaron honda preocupación en las postrimerías del Gobierno de Díaz. El apoyo concedido al capital inglés provocó recelos en el norteamericano. Hubo otras causas de enfriamiento, como la protección que Díaz ofreció al Presidente de Nicaragua, la negativa a conceder una prórroga para que permaneciera la flota de los Estados Unidos en la bahía Magdalena y el fallo favorable a México que dictó un arbitro canadiense en el conflicto de límites conocido con el nombre del Chamizal. Es indudable que los Estados Unidos toleraron en su territorio la acción política de los revolucionarios, pero no es posible reducir la Revolución mexicana, como quieren algunos conservadores, a una conspiración del imperialismo yanqui. La intervención posterior del embajador norteamericano en el golpe de mano contrarre-volucionario que derrocó al presidente Madero prueba hasta dónde debe limitarse la influencia extranjera en el desarrollo de la Revolución.

Si las huelgas y revuelta campesinas minaban la estructura social de la Dictadura y la inquietud política en las ciudades hacía vacilar la confianza de Díaz en el apoyo popular, en la esfera de las ideas dos jóvenes, Antonio Caso y José Vasconcelos, emprendían la crítica de la filosofía del régimen. Su obra forma parte de la vasta renovación intelectual iniciada por el grupo llamado Ateneo de la Juventud.

Antonio Caso acomete, en 1909, el examen de la filosofía positivista. En el curso de siete conferencias (las tres primeras dedicadas a Comte y sus precursores, las cuatro restantes al "positivismo independiente", Stuart Mili, Spencer y Taine), expone su inconformidad con la doctrina oficial. En su examen utiliza sobre todo la filosofía de la contingencia de Boutroux y algunas ideas de Bergson. Al final de sus conferencias, Caso dio a conocer su filosofía personal. He aquí cómo relata Henríquez Ureña este acto de fe: "Caso, ante la inminente invasión del pragmatismo y tendencias afines, se postula intelectualista... haciendo el elogio de los grandes metafísicos constructores, Platón, Spinoza, Hegel; y a la vez se declara idealista en cuanto al problema del conocimiento... su profesión de fe termina con una cita ('Todo es pensamiento'...) de Henri Poincaré, el sabio pragmatista... La conferencia final de Caso fue un alegato en favor de la especulación filosófica. Entre los muros de la Escuela Preparatoria, la vieja escuela positivista, volvió a oírse la voz de la metafísica que reclama sus derechos inalienables.”

Vasconcelos era anti-intelectualista. Filósofo de la intuición, considera que la emoción es la única facultad capaz de aprehender el objeto. El conocimiento es una visión total e instantánea de la realidad. Vasconcelos elabora más tarde una "filosofía de la raza iberoamericana", que continúa una corriente muy importante del pensamiento hispanoamericano. Pero la influencia de este pensador se dejará sentir años más tarde, cuando ocupa la Secretaría de Educación Pública en el Gobierno del nuevo régimen.

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