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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (36 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Ese sacerdote es un buen jugador. No me gusta.

—Él tuvo alguna participación en la muerte de Rosamunda. Lo sé —dijo Adelia—. Se estaba burlando de mí.

—Él no estaba allí.

Era verdad. Eynsham estaba cruzando el Canal cuando Rosamunda murió. Pero había algo…

—¿Quién es el gordo con sífilis? Me llevó afuera para que lo examinara. Quiere un ungüento.

—¿Montignard? ¿Montignard tiene sífilis? Lo tiene merecido.

Adelia estaba irritable a causa de la fatiga. Pronto amanecería. La antífona de maitines que se oía desde la capilla los acompañaba mientras avanzaban con paso cansino.

Mansur levantó el farol para iluminar los peldaños de la entrada.

—¿La mujer dejó la puerta sin trabas para que podáis entrar?

—Eso espero.

—No debería hacerlo. No es seguro.

—Entonces, tendré que despertarla —dijo Adelia mientras subía los peldaños—. La mujer se llama Gyltha, ¿por qué nunca dices su nombre? —preguntó. De hecho, era asombroso, porque en la práctica eran matrimonio.

Adelia tropezó con un objeto grande, colocado en el último peldaño, que estuvo a punto de caer al callejón.

—Oh, por Dios. Mansur. Mansur.

Juntos llevaron la cuna a la habitación. La niña seguía dormida dentro de ella, abrigada con pieles. Aparentemente, el frío no la había dañado.

La vela se había consumido. Gyltha permanecía inmóvil en la silla donde había esperado que Adelia regresara. Consternada, por un instante ella creyó que la habían asesinado: su mano se balanceaba sobre el lugar que habitualmente ocupaba la cuna.

Al oír un ronquido se tranquilizó.

Después de despertar a Gyltha, los tres se sentaron alrededor de la cuna y miraron a Allie mientras dormía, como si temieran que pudiera evaporarse.

—¿Alguien vino hasta aquí, se la llevó y la dejó en la escalera? —preguntó Gyltha, que no lograba comprender qué había sucedido.

—Sí —respondió Adelia—. Si la hubieran dejado una pulgada más lejos, solo una pulgada… —En su mente surgió la imagen de la cuna que daba una vuelta en el aire y caía en el callejón, veinte pies más abajo.

—¿Alguien entró y yo no lo oí? ¿La dejó en el peldaño?

—Sí.

—¿Para qué lo hizo?

—No lo sé —respondió Adelia, aunque en realidad lo sabía.

Mansur lo dijo:

—Os está haciendo una advertencia.

—Lo sé.

—Habéis hecho demasiadas preguntas.

—También lo sé.

Gyltha seguía aterrada y no entendía de qué hablaban.

—¿Qué preguntas? ¿Quién no quiere que le hagas preguntas?

—No lo sé.

Y si lo hubiera sabido, se habría postrado ante él, se habría humillado a sus pies para decirle, suplicante: «Habéis ganado. Sois más listo. No interferiré, podéis sentiros libre, pero dejadme a Allie».

Capítulo 11

I
nstintivamente, Adelia trató de mantenerse oculta, junto con Allie, así como una liebre y su cría se esconden entre la hierba.

Cuando la reina envió a Jacques a preguntar por ella, dijo que estaba enferma y no podría acudir a su llamada.

En su imaginación, el asesino conversaba con ella.

—¿Os volvisteis sumisa?

—Por completo, señor. No haré nada que pueda disgustaros. Solo os pido que no lastiméis a Allie.

Ahora realmente lo conocía. No estaba segura de quién era, pero sí sabía qué era. Se había dado a conocer cuando arrebató la cuna de Allie sin que Gyltha pudiera oírlo y la depositó en la escalera.

De esa manera, tan sencilla, había reducido a su adversaria a la impotencia. Si no le hubiera inspirado tanto miedo, Adelia lo habría admirado por su audacia, su eficiencia, su imaginación.

Y de esa manera le había dicho de qué crímenes era responsable.

Se habían cometido dos tipos de asesinato. Ahora lo comprendía. Solo tenían en común el hecho de que, en pocos días, ella había visto todos aquellos cadáveres.

La muerte de Talbot de Kidlington era la más clara, porque su motivo era tan antiguo como el mundo: obtener un beneficio.

Wolvercote tenía una buena razón para matar al muchacho. Si se fugaba con Emma lo habría privado de una novia valiosa.

También era posible considerar que la herencia a la cual Talbot accedería al cumplir veintiún años habría privado a su tutor de una fuente de ingresos, porque tal vez el señor Warin estafaba al muchacho. No habría sido la primera vez que al tomar posesión de sus propiedades el heredero descubría que en realidad ya no existían.

Emma había sugerido —aunque ella misma no lo creía posible— que Fitchet habría podido avisar a dos amigos que un joven llegaría al convento por la noche y que llevaba dinero. Al fin y al cabo, el vigía había actuado como intermediario entre los amantes —por lo cual seguramente cobraba una tarifa—, lo cual indicaba que podía ser sobornado.

Y, si bien era menos probable, tal vez los Bloat habían descubierto el plan de su hija y habían contratado asesinos para frustrarlo.

Esas eran las hipótesis acerca de la muerte de Talbot. No obstante, ninguno de los potenciales asesinos tenía la personalidad del hombre que había entrado sigilosamente en la residencia de huéspedes y había dejado la cuna de Allie en la escalera. Sus características eran diferentes, no apelaba a la obvia brutalidad con que había eliminado a Talbot. No, ese hombre era… ¿sofisticado?, ¿un profesional?

«Solo mato cuando debo hacerlo. Os hice una advertencia. Confío en que la tendréis en cuenta».

Él era el asesino de Rosamunda y Bertha.

• • •

La nieve siguió cayendo.

Gyltha se encargaba de ir a la cocina para buscar la comida, vaciar las bacinillas en la letrina y traer leña para el hogar.

—¿Nunca vamos a llevar a esa pobre niña a tomar un poco de aire? —preguntó.

—No.

El diálogo imaginario seguía.

—Estoy fuera, vigilando. Quiero saber cuán sumisa sois.

—Totalmente sumisa, señor. No lastiméis a mi hija.

—Nadie puede arrebatarnos a Allie si ese árabe nos acompaña —dijo la voz real de Gyltha.

—Dije que no.

—¿Nos quedaremos aquí, con la puerta atrancada?

—Sí.

Por supuesto, eso no fue posible.

• • •

La primera señal de alarma surgió por la noche. Desde algún lugar llegaba el sonido de una campanilla. La gente gritaba.

Gyltha se asomó por la ventana que miraba al callejón.

—Están gritando «fuego» —dijo—. Noto olor a humo. Oh, Dios, ayúdanos.

Las mujeres se vistieron, envolvieron a Allie en sus pieles y recogieron rápidamente algunas pertenencias antes de bajar la escalera llevando a la niña.

Todos los habitantes de ese sector de la abadía habían salido a causa del fuego, el más temido de los peligros. Fitchet llegó corriendo desde el portal. Traía dos cubos de agua. Los hombres salieron de la residencia de huéspedes. Entre ellos estaban Mansur y el señor Warin.

—¿Dónde? ¿Dónde es el incendio?

El sonido de la campanilla y el alboroto provenían de la zona vecina al estanque.

—¿En el granero?

—Diría que en la prisión.

—Oh, Dios. Dakers. —Adelia dejó precipitadamente a Allie en brazos de Gyltha y comenzó a correr.

Peg caminaba entre el estanque y la torre que servía de cárcel, agitando la campanilla con tanta fuerza como si estuviera aporreando con ella a una vaca díscola. Había visto las llamas mientras iba hacia el establo.

—Allí —dijo la muchacha, señalando con la campana una rendija. Por allí el aire entraba en la pequeña colmena de piedra que servía de prisión al convento.

El herrero clavaba un tubo de hierro en el estanque para obtener agua, mientras los voluntarios —que, con cubos en la mano, habían formado una fila— le gritaban que se diera prisa.

—No huelo humo —dijo Mansur, acercándose a Adelia.

—Tampoco yo.

El aire estaba algo gris, nada más, y a través de la saetera no se veían llamas.

—Sin embargo, había fuego —afirmó Peg.

La puerta de la prisión se abrió. Apareció un centinela malhumorado.

—Regresad —gritó—. No es necesario tanto jaleo, la paja se incendió, eso es todo.

El centinela no era otro que Cross. Cerró la puerta detrás de sí y apuntó a la multitud con su lanza. Ahora, marchaos.

La gente comenzó a dispersarse gruñendo. No obstante, todos se sintieron aliviados.

Adelia permaneció en su lugar.

—¿Qué significa esto? —preguntó Mansur.

—No lo sé.

Cross empuñó su lanza al ver frente a él una silueta familiar surgida de la oscuridad.

—Atrás, aquí no hay nada para ver. Idos a casa —ordenó—. Oh, sois vos… —dijo al reconocer a Adelia.

—¿Ella está bien?

—¿La vieja tenebrosa? Sí. Chilló un poco, pero ahora está muy bien, mucho mejor que cuando estaba allí fuera. No pasa frío, la alimentan. En cambio, nadie piensa en los pobres tipos que tienen que vigilarla.

—¿Cómo se encendió el fuego?

—Supongo que ella le dio un puntapié al brasero —dijo Cross, sin mirar a Adelia.

—Quiero verla.

—No es posible. El capitán Schwyz me lo dijo claramente: «Que nadie hable con ella, que nadie se acerque salvo para llevarle la comida. Y la maldita puerta debe estar siempre cerrada».

—¿Y quién le dio esa orden a Schwyz? ¿El abad?

Cross se encogió de hombros.

—Quiero verla —repitió Adelia.

Mansur se adelantó y, como si se tratara de un junco, arrancó la lanza de las manos del mercenario.

—La señora quiere ver qué sucede allí dentro.

Cross resopló, desató de su cinto una enorme llave y la introdujo en la cerradura.

—Solo un vistazo. El capitán llegará en cualquier momento. Seguramente oyó el alboroto. Malditos campesinos, maldito alboroto.

En efecto, fue solo un vistazo.

Mansur levantó a Adelia para que pudiera ver por encima del hombro del mercenario, que permaneció de pie delante de la puerta, impidiéndoles entrar.

El lugar estaba iluminado tan solo por los leños que ardían en el brasero. Un espeso anillo de paja seguía el contorno circular de la pared de piedra, salvo en un sector, donde se veían cenizas. Algo se movió.

Adelia recordó a Bertha. Por un instante un par de ojos reflejaron el resplandor del brasero; luego desaparecieron.

Unas botas hicieron crujir el hielo. Su dueño se acercaba a ellos. Cross le arrebató la lanza a Mansur.

—Es el capitán. Por el amor de Dios, marchaos.

Lo hicieron.

—Y bien, ¿qué sucedió? —preguntó Mansur mientras se alejaban.

—Alguien trató de que muriera entre las llamas. La saetera se encuentra en el lado opuesto a la puerta. Creo que alguien arrojó un trapo encendido a través de ella. Si Cross custodiaba la entrada, no pudo ver quién era. Pero sabe que así fue.

—El flamenco dijo que el brasero se había caído.

—No, está atornillado al piso. Además, sobre la paja no había rastros de brasas. Alguien quiso matarla, y no fue Cross.

—Es una mujer triste y loca. Tal vez trató de matarse.

—No.

Rosamunda, Bertha, Dakers. Las tres sabían algo que no debían saber. Y Dakers aún podía decirlo. Si Cross no hubiera reaccionado con rapidez, el fuego se habría propagado y su voz se habría silenciado.

• • •

Por la mañana mercenarios armados irrumpieron en la capilla donde las monjas oraban y se llevaron a Emma Bloat.

Adelia dormía. Lo supo cuando Gyltha volvió corriendo de la cocina, adonde había ido para buscar el desayuno.

—Pobre criatura. Se armó un tremendo alboroto. Cuando la priora trató de detenerlos, la golpearon y cayó al suelo. La golpearon. En su propia capilla.

Adelia se vistió de inmediato.

—¿Adónde llevaron a Emma?

—A la aldea. Fue obra de Wolvercote y sus malditos flamencos. La llevaron a su finca. Dicen que no dejaba de gritar, pobre chica.

—¿No pudieron evitarlo?

—Las monjas fueron tras ello, pero ¿qué pueden hacer?

Cuando Adelia llegó al portal, el grupo de rescate cruzaba el puente. Regresaban con las manos vacías.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Adelia cuando las monjas pasaron junto a ella.

La priora Havis estaba pálida y tenía un corte debajo del ojo.

—Nos obligaron a regresar a punta de lanza. Uno de los hombres de Wolvercote se rio de nosotras. Dijo que lo que hacían era legítimo porque allí había un sacerdote. —La religiosa movió la cabeza—. No sé a qué clase de sacerdote se refiere.

Adelia fue a ver a la reina. Leonor acababa de recibir la noticia y estaba furiosa con sus cortesanos.

—¿Mis súbditos no son más que unos salvajes? La muchacha estaba bajo mi protección. ¿Acaso no le había dicho a Wolvercote que debía darle tiempo?

—Sí, lo hicisteis, señora.

—Debéis traerla. Decidle a Schwyz… ¿Dónde está Schwyz? Decidle que reúna a sus hombres… —La reina miró a su alrededor. Nadie se había movido de su lugar—. ¿Y bien?

—Señora, me temo que… el daño está hecho —dijo el abad de Eynsham—. Tal parece que en la aldea de Wolvercote vive un pobre cura analfabeto, que consagró el matrimonio. Las palabras fueron pronunciadas.

—No por la muchacha, os lo aseguro, jamás en esas circunstancias. ¿Los padres estaban presentes?

—Aparentemente, no.

—En ese caso, se trata de un secuestro. —La voz de Leonor sonaba aguda y estridente. Se percibía en ella la desesperación propia de un monarca que pierde el control sobre sus súbditos—. ¿Cómo os atrevéis a ignorar mis órdenes? ¿Sois acaso bestias incivilizadas?

Aparte de Adelia, la reina era la única persona enfadada. Las demás personas presentes en la sala, en fin, los hombres estaban molestos, disgustados, pero también levemente entretenidos. El hecho de que una mujer —en tanto no fuera la propia— hubiera sido raptada y sometida les parecía verdaderamente cómico.

—Me temo que lord Wolvercote ha adoptado la actitud de los romanos con nuestra pobre sabina —dijo el abad insinuando un guiño.

Ya nada podía hacerse. Un sacerdote los había unido en matrimonio, Emma Bloat estaba casada. Aun sin su consentimiento, había sido desflorada y tal vez —tal como suponían todos los hombres— lo había disfrutado.

Desesperanzada, Adelia abandonó la habitación. No era capaz de tolerar esa clase de compañía.

Uno de los jóvenes cortesanos de Leonor, que iba y venía por el sendero del claustro, le impidió seguir su camino. Indiferente a todo lo que sucedía a su alrededor, tocaba la viola y ensayaba una nueva canción. Adelia lo empujó bruscamente y lo hizo tropezar. Divisó al final del claustro la puerta de la capilla y se dirigió hacia allí. Afortunadamente el lugar estaba vacío. Solo entonces comprendió que necesitaba un consuelo urgente que —como también entendía— tal vez no encontraría.

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