El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (13 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—¿Quién es el especialista de ese territorio?

—Yo mismo. Nací y crecí allí; los mojones no han variado desde hace veinte años. No os ofrezco higos, ni cerveza, pues supongo que tenéis prisa.

El ciego llevaba en la mano un bastón cuyo extremo tenía la forma de una cabeza de animal, de puntiagudo hocico y largas orejas
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; a su lado, un agrimensor iba soltando una cuerda siguiendo sus indicaciones.

El ciego no vaciló ni una sola vez; precisó las cuatro esquinas de cada campo, halló el emplazamiento de los mojones y las estatuas de las divinidades, especialmente de la cobra protectora de las cosechas, y de las estelas de donación reales que delimitaban las propiedades de Karnak. Unos escribas anotaban, dibujaban y registraban.

Concluido el dictamen, no quedó ninguna duda: habían modificado irregularmente el catastro y habían atribuido a Coptos ricas tierras pertenecientes a Karnak.

—«El visir debe fijar los limites de cada provincia, velar por las ofrendas y ordenar que comparezca ante él quien se haya apoderado ilegalmente de una tierra», ésta es la orden que me dio el faraón, como todos los faraones la dan a todos los visires en su entronización.

El jefe de la provincia de Coptos, un cincuentón heredero de una rica familia de notables, palideció.

—Responded —ordenó Pazair—; vos estabais presente en la ceremonia.

—Si… el rey pronunció estas palabras.

—¿Por qué habéis aceptado riquezas que no os pertenecían?

—El catastro se había modificado…

—Una falsificación, puesto que no aparecía mi sello ni el del sumo sacerdote de Karnak. Teníais que haberme avisado. ¿A qué esperabais? ¿A que transcurrieran los meses y Kani dimitiera, a que yo fuera destituido y se atribuyera mi cargo a uno de vuestros cómplices?

—No os permito insinuar que…

—Habéis ayudado a conjurados y asesinos. Bel-Tran habrá sido lo bastante astuto como para no dejar que subsista vínculo alguno entre vos y la Doble Casa blanca; así no podré demostrar vuestra relación. Pero me bastará con vuestra malversación; sois indigno de gobernar una provincia. Considerad definitiva vuestra destitución.

El visir reunió su tribunal en Tebas, ante la gran puerta del templo de Karnak, donde habían edificado un pabellón de madera. Pese a los consejos de prudencia de Kem, Pazair había rechazado la audiencia a puerta cerrada que los acusados imploraban; una numerosa muchedumbre rodeaba el tribunal de justicia.

Tras haber resumido los principales episodios de su investigación, el visir leyó la acusación; comparecieron los testigos, los escribanos anotaron las declaraciones. El jurado, compuesto por dos sacerdotes de Karnak, el alcalde de Tebas, la esposa de un noble, una comadrona y un oficial superior, dictó una sentencia que Pazair consideró adecuada al espíritu y la letra de las leyes.

El jefe de la provincia de Coptos, destituido de sus funciones, fue condenado a quince años de cárcel y a pagar enormes indemnizaciones al templo; los tres alcaldes culpables de mentiras y apropiación indebida trabajarían ahora como obreros agrícolas, sus propiedades se repartirían entre las más humildes; el director del catastro de Tebas sufriría diez años de penal.

El visir no reclamó penas más graves; ninguno de los condenados apeló.

Una de las redes de Bel-Tran quedaba aniquilada.

CAPÍTULO 18

C
ontempla el cielo del desierto —recomendó a Suti el viejo guerrero—; allí nacen las piedras preciosas. Alumbra las estrellas, y de las estrellas nacen los metales. Si sabes hablarle y logras escuchar su voz, conocerás el secreto del oro y de la plata.

—¿Conoces tú su lenguaje?

—Antes de partir con el clan por los caminos que llevan a ninguna parte, yo era ganadero. Mis hijos y mi mujer murieron en un año de gran sequía; por ello abandoné mi poblado y confié mis pasos al mañana sin rostro. ¿Qué me importa la orilla de la que nada regresa?

—¿Es sólo un sueño la ciudad perdida?

—Nuestro antiguo jefe fue allí varias veces y regresó con oro: ésa es la verdad.

—¿Y es éste el camino?

—Si eres un guerrero, lo sabes.

El anciano, con su paso regular e implacable, se puso de nuevo a la cabeza del clan, en una región tan árida y desolada que no habían visto un antílope desde hacia varias horas. Suti retrocedió hasta Pantera, tendida en una rudimentaria silla de manos llevada por seis nubios, encantados de sostener a la diosa de oro.

—Dejadme, quiero caminar.

Los guerreros obedecieron y, luego, entonaron un canto marcial que prometía a sus enemigos cortarlos en finas tiras y devorar su poder mágico.

Pantera ponía mala cara.

—¿Por qué estás enojada?

—Esta aventura es estúpida.

—¿No deseas ser rica?

—Sabemos dónde está nuestro oro; ¿por qué correr tras un espejismo a riesgo de morir de sed?

—Un nubio no muere de sed, y yo nunca ambiciono un espejismo; ¿te bastan estas promesas?

—Jura que iremos a buscar nuestro oro al lugar donde lo ocultamos.

—¿Por qué tanta obstinación?

—Estuviste a punto de morir por ese oro, te salvé, mataste a un general felón para obtenerlo. No debemos desafiar más al destino.

El egipcio sonrió; Pantera expresaba una visión muy personal de los acontecimientos. Suti no había deseado el oro del traidor, sino aplicar la ley del desierto suprimiendo a un perjuro y a un asesino que intentaba huir y escapar al tribunal del visir. Que la fortuna le hubiera sonreído demostraba lo acertado de su acto.

—Supón que la ciudad perdida esté llena de oro y que…

—¡Me importan un pimiento tus insensatos proyectos! Júrame que regresaremos a la gruta.

—Tienes mi palabra.

Satisfecha, la diosa rubia se instaló de nuevo en la silla de manos.

La pista terminó al pie de una montaña cuya ladera estaba sembrada de rocas negruzcas. El viento barría el desierto; ni halcones ni buitres giraban en un cielo asfixiante.

El anciano guerrero se sentó; sus compañeros lo imitaron.

—No iremos más lejos —le dijo a Suti.

—¿De qué tenéis miedo?

—Nuestro jefe hablaba con las estrellas, nosotros no; más allá de esta montaña no hay un solo manantial. Quienes desafiaron a la ciudad perdida desaparecieron, devorados por las arenas.

—Vuestro jefe no.

—Las estrellas lo guiaban, pero su secreto se ha perdido. No iremos más lejos.

—¿No estarás buscando la muerte?

—Ésa no.

—¿No os dio el jefe ninguna indicación?

—Un jefe no habla, actúa.

—¿Cuánto tiempo duraba su expedición?

—La luna se levantaba tres veces.

—La diosa de oro me protegerá.

—Se quedará con nosotros.

—¿Discutirás mi autoridad?

—Si quieres perecer en el desierto, eres muy libre; permaneceremos sentados hasta que aparezca por quinta vez la luna, luego partiremos hacia los oasis.

Suti se dirigió a la libia, más arrebatadora que nunca; el viento y el sol hacían su piel ambarina, doraban sus cabellos, subrayaban su carácter salvaje e indomable.

—Me voy, Pantera.

—Tu ciudad no existe.

—Está llena de oro. No corro hacia la muerte sino hacia otra vida, hacia la vida en la que soñaba cuando estaba encerrado en la escuela de escribas de Menfis. La ciudad no sólo existe, sino que va a pertenecernos.

—Nuestro oro me basta.

—¡Aspiro a más, a mucho más! Supón que el alma del jefe nubio al que maté ha penetrado en mí y me guía hacia un tesoro fabuloso… ¿Quién sería lo bastante loco como para negarse a la aventura?

—¿Quién sería lo bastante loco como para intentarlo?

—Bésame, diosa de oro; me traerás suerte.

Sus labios eran cálidos como el viento del sur.

—Puesto que te atreves a abandonarme, consíguelo.

Suti llevó consigo dos odres de agua salobre, pescado seco, un arco, flechas y un puñal. No había mentido a Pantera: el alma de su enemigo vencido le enseñaría el camino a seguir.

Desde la cima de la montaña contempló un paisaje de insólita potencia. Una garganta de rojizo suelo serpenteaba entre dos abruptos farallones y llegaba a otro desierto, tan ancho como el horizonte. Suti penetró en ella como un nadador zambulléndose en las olas. Sentía la llamada de un país desconocido, cuyas luminosas fibras le atraían de un modo irresistible.

El caminante dejó atrás la garganta sin dificultades; no había pájaros, ni mamíferos, ni reptiles, como si cualquier vida se hubiera ausentado. Bebiendo a pequeños tragos, descansó a la sombra de un bloque de piedra hasta que cayó la noche.

Cuando aparecieron las estrellas, levantó la mirada al cielo e intentó descifrar su mensaje. Dibujaban extrañas figuras. Con el pensamiento las unió por medio de líneas. De pronto, una estrella fugaz atravesó el espacio trazando un camino que Suti guardó en su memoria. Seguiría aquella dirección.

Pese a su instintivo entendimiento con el desierto, el calor se hizo abrumador, cada paso era un sufrimiento; pero el peregrino seguía la estrella invisible, como si hubiera abandonado su dolorido cuerpo. La sed le obligó a vaciar sus odres.

Suti cayó de rodillas. Lejos, fuera de su alcance, vislumbró una montaña rojiza; no tendría fuerzas para explorar la roca buscando un manantial. Sin embargo, no se había equivocado; lamentó no ser un antílope, capaz de saltar hacia el sol y olvidar la fatiga.

Volvió a levantarse para demostrar al desierto que su fuerza lo nutría. Sus piernas avanzaron, movidas por el fuego que recorría la arena. Cuando cayó de nuevo, sus rodillas quebraron un fragmento de vasija. Incrédulo, recogió los pedazos de una jarra.

Aquí habían vivido hombres; sin duda un campamento de nómadas. Al avanzar comprobó que el suelo crujía bajo sus pies; por todas partes había restos de recipientes, jarras y jarrones formando montículos. Aunque su cuerpo le pareciera cada vez más pesado, trepó por una de las colinas de desechos que le tapaba la vista.

Abajo se hallaba la ciudad perdida. Un puesto de guardia de ladrillos, medio derrumbado, casas destartaladas, un templo sin techo cuyos muros amenazaban ruina… Y la montaña roja perforada por galerías, cisternas para recoger el agua de las lluvias invernales, mesas de piedra inclinadas, destinadas a lavar el oro, chozas de piedra donde los mineros guardaban sus herramientas. Por todas partes había arena rojiza.

Suti corrió hacia una cisterna, exigiendo un último esfuerzo a sus temblorosas piernas; se agarró al pretil de piedra y se dejó caer al interior. El agua estaba tibia, divina; cada poro de su piel se impregnó de ella antes de que bebiera.

Saciado, presa de una desconocida embriaguez, exploró la ciudad.

No halló la menor osamenta humana o animal; toda la población había abandonado de pronto el paraje, dejando a sus espaldas una enorme explotación minera. En cada morada había joyas, copas, jarrones, amuletos de oro y plata macizos; por sí solos, los objetos constituían una fortuna colosal.

Suti quiso asegurarse de que los filones fueran explotables, así que se introdujo en las profundas galerías que se dirigían al corazón de la montaña. Identificó, con la vista y la mano, largas vetas fáciles de trabajar. La cantidad de metal superaba las más locas esperanzas.

Enseñaría a los nubios a extraer el increíble tesoro. Con un poco de disciplina, serían excelentes mineros.

Aquella mañana, mientras el sol de Nubia adornaba la roja montaña con mágicos resplandores, Suti se convirtió en dueño del mundo. Confidente del desierto, más rico que un rey, recorrió las callejas de la ciudad del oro, de su ciudad, hasta que descubrió a su guardián.

A la entrada de la ciudad había un león de llameantes crines; sentado, observaba al explorador. De un solo zarpazo le desgarraría el pecho o el vientre. La leyenda afirmaba que la fiera mantenía siempre los ojos abiertos y nunca dormía; ¿cómo engañar su vigilancia, si era cierta?

Suti tensó su arco. El león se levantó. Lento y majestuoso penetró en un edificio en ruinas. Suti debería haber pasado de largo, pero su curiosidad prevaleció. Dispuesto a disparar una flecha, lo siguió.

El animal había desaparecido. En la penumbra había lingotes de oro. Una reserva olvidada, un tesoro que le ofrecía el genio del lugar, aparecido en forma de fiera antes de regresar a lo invisible.

Pantera estaba atónita. Tantas maravillas, tantas riquezas…

Suti lo había conseguido. La ciudad del oro les pertenecía. Mientras ella descubría los tesoros, su amante dirigía un equipo de nubios, hábiles en extraer los metales de su ganga. Atacaban el cuarzo con picos y martillos, quebraban la roca y luego la lavaban antes de separar el metal; amarillo brillante, amarillo oscuro, teñido de rojo, el oro nubio se adornaba con admirables colores. En varias galerías, la plata aurífera merecía su nombre de piedra luminosa, capaz de iluminar las tinieblas; no valía menos que el oro.

De acuerdo con la costumbre, los nubios la transportarían en forma de pepitas o de anillos.

Suti se reunió con Pantera en el viejo templo cuyos muros amenazaban ruina; la libia no se preocupaba, probándose collares, pendientes y brazaletes.

—Restauraremos este lugar —dijo él—; ¿imaginas las puertas de oro, un sol de plata, estatuas de piedras preciosas?

—No viviré aquí; esta ciudad está maldita, Suti. Expulsó a sus habitantes.

—No temo esa maldición.

—No desafíes a tu suerte.

—¿Qué propones?

—Llevémonos todo lo que podamos, recuperemos nuestro oro e instalémonos en algún lugar apacible.

—Pronto te aburrirías.

Pantera hizo una mueca; Suti supo que había dado en el blanco.

—Tú sueñas con un imperio, no con una jubilación; ¿no deseabas convertirte en una gran dama y reinar sobre un ejército de sirvientas?

Ella se apartó.

—¿O llevar collares como éstos, pero en un palacio, ante un grupo de nobles admirativos y celosos? Pues yo puedo hacerte más hermosa todavía.

Con un fragmento de oro perfectamente pulido le frotó los brazos y la garganta.

—Qué suave es…

Bajó hasta los pechos y recorrió su espalda antes de explorar regiones más intimas.

—¿Voy a transformarme en oro?

Pantera ondeó al compás de Suti; en contacto con el metal precioso, aquella carne de los dioses que tan pocos mortales habían tenido ocasión de tocar, ¿no iba a convertirse en la diosa de oro que los nubios veneraban?

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