El juez de Egipto 2 - La ley del desierto (25 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 2 - La ley del desierto
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Al ofrecerle el hierro celeste, Denes no había sido consciente de que estaba reforzando su convicción y sus poderes.

Entre los hititas, quien poseía aquel metal, obtenía el favor de los dioses. ¿Había mejor soporte, para comunicarse con ellos, que aquel tesoro brotado de las profundidades del espacio? En cuanto estuviera en posesión del bloque, Hattusa ordenaría hacer con él amuletos, collares, brazaletes y anillos. Se vestiría con el hierro celeste, se mostraría como la hija de las piedras de fuego que desgarran las nubes.

Denes era un imbécil pretencioso, pero le sería de utilidad. Desorganizar el comercio de géneros alimenticios daría un severo golpe al prestigio de Ramsés; pero otra estrategia sería más eficaz aún para abrir el camino de la conquista.

Hattusa se disponía a librar la batalla decisiva. Tenía que convencer a un hombre, uno sólo, para dividir Egipto y abrir una brecha por la que penetrarían los hititas.

A mediodía, el templo de Karnak dormitaba. De los tres rituales de ofrenda que el sumo sacerdote celebraba en nombre del rey, el de la mitad de la jornada era el más breve. Se limitaba a venerar el naos cerrado donde reposaba la estatua divina, reavivada en un largo ceremonial del alba, y se aseguraba de que lo invisible fecundara el inmenso bajel de piedra, garante de la armonía del mundo.

El jardinero Kani, convertido en pontífice del templo de Amón y tercer personaje oficial del país después del faraón y el visir, no había perdido en absoluto sus maneras campesinas. Atezado, con la piel arrugada y las manos callosas, ignoraba la altiva untuosidad de los escribas, educados en las mejores escuelas de la capital, y gobernaba a los hombres de la misma manera que hacia crecer las plantas. Pese a la carga de sus tareas materiales, no dejaba que nadie se ocupase del huerto, donde cultivaba plantas medicinales.

Ante la sorpresa general, Kani recibía la adhesión de la jerarquía religiosa, difícil de seducir sin embargo. El antiguo jardinero, burlándose de los privilegios adquiridos, pretendía que los dominios del templo fueran prósperos y el servicio divino se llevara a cabo respetando la Regla. Al no haber descubierto otro método que el trabajo y el amor por la obra bien hecha, seguía aplicándolo. El carácter de sus palabras, a menudo demasiado directas, sorprendía a los administradores, acostumbrados a una mayor delicadeza. Pero el sumo sacerdote daba la cara y sabía imponerse. No se manifestaba resistencia alguna de consideración; pese a las pesimistas predicciones, Karnak obedecía a Kani. Los egipcios no dejaron de saludar lo acertado de la elección de Ramsés el Grande.

Tonterías, al modo de ver de Hattusa.

El rey, supremo táctico, había evitado una fuerte personalidad que pudiera hacerle sombra. Desde el reinado de Akenaton, las relaciones entre el faraón y el sumo sacerdote de Amón se habían hecho tensas. Karnak era demasiado rico, demasiado poderoso, demasiado grande; allí reinaba el dios de las victorias. Ciertamente, el rey nombraba al pontífice, pero una vez instalado, este último intentaba aumentar sus prerrogativas. El día en que se produjera una escisión entre un sumo sacerdote, dueño del sur, y un rey reducido a reinar sobre el norte, Egipto estaría condenado.

El nombramiento de Kani era la ocasión de lograrlo. Un hombre del pueblo, un campesino, se dejaría embriagar por el fasto y la riqueza: convertido en rey de un templo, aspiraría a gobernar las provincias meridionales y, luego, el país entero. Él no lo sabía todavía, pero Hattusa estaba segura de ello. A ella le tocaba conseguir que Kani se descubriera a sí mismo, hacer que naciera en él una ambición devoradora, establecer una alianza contra Ramsés. Ninguna palanca sería más eficaz que el sumo sacerdote de Amón.

Hattusa se había vestido con sencillez, sin collar ni adornos; la austeridad se adecuaba a la inmensa sala de columnas donde el sumo sacerdote había aceptado recibirla. Nadie habría podido distinguir a Kani de los demás sacerdotes si no hubiera llevado el anillo de oro, emblema de su función. Con el cráneo afeitado y el torso poderoso, carecía de elegancia.

La princesa se felicitó por su aspecto; el antiguo jardinero debía aborrecer la coquetería.

—Caminemos —propuso.

—Este lugar es grandioso.

—Nos aplasta o nos eleva.

—Los arquitectos de Ramsés son verdaderos genios.

—Expresan la voluntad del faraón, como yo, como vos.

—Yo sólo soy su esposa secundaria, un aspecto de su diplomacia.

—Encarnáis la paz con los hititas.

—Ser un símbolo no me satisface.

—¿Deseáis retiraros al templo? Las cantantes de Amón os recibirían de buen grado. Desde la muerte de Nefertari, la gran esposa real, se sienten huérfanas.

—Tengo otros proyectos, más ambiciosos.

—¿Me conciernen?

—En sumo grado.

—Pues me sorprende mucho.

—Cuando el destino del país está en juego, ¿cómo puede permanecer indiferente el sumo sacerdote de Karnak?

—Ese destino está en manos de Ramsés.

—¿Aunque os desprecie?

—No tengo esa impresión.

—Porque no lo conocéis. Su doblez engaña a más de uno. La función del sumo sacerdote de Amón le molesta; a corto plazo, no ve otra solución que suprimirla y ocuparla personalmente.

—¿No creéis que actualmente ya se da ese caso? El faraón es el único intermediario entre lo sagrado y su pueblo.

—No me preocupa la teología; Ramsés es un déspota. Vuestros poderes le molestan.

—¿Qué proponéis?

—Que Tebas y su sumo sacerdote rechacen esta dictadura.

—Oponerse al faraón es negar la vida.

—Procedéis de un medio modesto, Kani. Yo soy una princesa. Seamos aliados; tendremos el oído del pueblo y el de los cortesanos. Crearemos otro Egipto.

—Enfrentar el sur y el norte sería quebrar la columna vertebral del país y hacerlo inválido. Si el faraón no une las dos tierras, la miseria, la pobreza y la invasión serán nuestro patrimonio.

—Ramsés está conduciéndonos a este desastre; sólo nosotros podemos evitarlo. Si me secundáis, seréis rico.

—Levantad la cabeza, princesa. ¿Existe mayor riqueza que la de contemplar las divinidades inmortalizadas en la piedra?

—Sois el último recurso, Kani. Si no intervenís, Ramsés conducirá a Egipto a su ruina.

—Sois una mujer decepcionada, ávida de venganza. La desgracia os oprime, deseáis arruinar vuestra tierra de adopción. Dividir Egipto, quebrarle el espinazo, convertirlo en una provincia hitita… ¿Son ésas vuestras intenciones secretas?

—¿Y si fuera así?

—Alta traición, princesa. Los jueces pedirán la pena de muerte.

—Dejáis escapar vuestra suerte.

—En el corazón de este templo no hay ni buena ni mala suerte, sólo servicio a lo sagrado.

—Os equivocáis.

—Si el error es ser fiel al faraón, este mundo ya no merece existir.

Hattusa había fracasado. Sus labios temblaron.

—¿Me denunciaréis?

—Al templo le gusta el silencio. Haced que calle en vuestro interior la voz de la destrucción y conoceréis la serenidad.

La golondrina se obstinaba en vivir. Neferet la había instalado en un cesto con paja, al abrigo de gatos y demás depredadores. Humedecía su pico herido. Incapaz de alimentarse, con las alas plegadas, el pájaro se acostumbraba a la presencia de la muchacha.

Pazair seguía reprochándose su estúpida intervención.

—¿Por qué no interrogas más a la señora Nenofar? —preguntó Neferet—. Existen graves sospechas contra ella.

—Intendente de las telas, excelente en el manejo de la aguja, ya lo sé. Pero no la veo asesinando a Branir a sangre fría. Exaltada, chillona, segura de sí misma, imbuida de su propia importancia…

—¿O tal vez gran simuladora?

—Tiene fuerza física, lo admito.

—¿El asesino no atacó a Branir por la espalda?

—En efecto.

—La precisión era más importante que la fuerza. Añadamos un buen conocimiento de la anatomía para herir en el lugar adecuado.

—Nebamon sigue siendo el mejor sospechoso.

—Antes de morir fue sincero. No es culpable.

—Si hago comparecer a la señora Nenofar ante un tribunal, negará y será absuelta. Sólo tengo indicios turbadores, pero ninguna prueba. Nuevos interrogatorios serían estériles. Clamaría su inocencia, apelaría a sus relaciones, presentaría una demanda por acoso. Necesito algún elemento nuevo.

—¿Has informado a Kem de la tentativa de envenenamiento?

—Me vigila día y noche. Él y su babuino duermen por turnos.

—¿No podría enviar algunos policías?

—Ya se lo dije, pero no confía en ellos.

—No rechaces su protección.

—A veces me molesta.

—Decano del porche, vuestros deberes prevalecen sobre vuestros gustos.

—¿Me consideras, acaso, un viejo funcionario?

Ella pareció reflexionar, casi ansiosa.

—La pregunta merece un examen. Esta noche veremos si…

La tomó en sus brazos, la levantó y cruzó el umbral de la casa.

—El anciano te desposará tantas veces como sea necesario. ¿Por qué esperar a que llegue la noche?

El sello del decano del porche permaneció suspendido sobre el papiro. Desde primeras horas de la mañana, ratificaba gran cantidad de documentos relativos al buen funcionamiento del trabajo agrícola, al control de las rentas agrarias y a la entrega de géneros alimenticios. Pazair leía de prisa y captaba en pocos segundos el tenor de un informe. Este lo sorprendió.

—¿Cinco días de retraso para una entrega de fruta fresca?

—Eso es —confirmó el escriba.

—Inaceptable. Me niego a avalarlo. ¿Habéis exigido explicaciones?

—Envié el formulario a mi colega de Tebas.

—¿Y la respuesta?

—No ha llegado.

—¿Por qué?

—Están desbordados por retrasos del mismo estilo.

—Hace más de una semana que reina este desorden, y nadie me lo ha dicho.

El escriba tartamudeó unas excusas.

—Investigaciones más importantes…

—¿Más importantes? ¡Decenas de pueblos pueden quedarse sin avituallamiento! ¡El incidente os parece secundario por la grasa de vuestro vientre!

Cada vez más turbado, el escriba depositó un montón de papiros en la estera del juez.

—Nos advierten de otros retrasos en otros géneros. Según una nota alarmista, las legumbres procedentes del Medio Egipto no llegarán a los cuarteles de Menfis antes de diez días.

Pazair palideció.

—¿Imagináis la reacción de los soldados? ¡Vayamos a los muelles, pronto!

El propio Kem conducía el carro que flanqueó el canal paralelo al Nilo, los almacenes, los graneros, y se inmovilizó ante los muelles de llegada. Pazair corrió hacia el despacho de registro de géneros frescos, donde un muchachito abanicaba a dos funcionarios adormecidos.

—¿Reservas de frutas y legumbres? —preguntó Pazair.

—¿Quién sois?

—El decano del porche.

Ambos hombres se levantaron asustados. Se inclinaron ante el alto magistrado.

—Perdonadme. Desde hace unos días no tenemos trabajo, las entregas han cesado.

—¿Dónde están bloqueados los navíos?

—En ninguna parte. Llegan a Menfis, pero no con el cargamento adecuado. Hoy, el mayor carguero de frutas ha transportado piedras. ¿Qué podemos hacer?

—¿Está todavía en el muelle?

—Pronto zarpará hacia Tebas.

Pazair y Kem, acompañados por el babuino policía, atravesaron un astillero y llegaron al puerto, del que salía un barco marino con destino a Chipre. El carguero de frutas estaba izando las velas. El juez subió por la pasarela.

—Un momento —exigió Kem sujetándolo por el brazo.

—Tenemos prisa.

—Tengo un mal presentimiento.

El babuino, erguido, fruncía su hocico.

—Pasaré primero.

El nubio comprendió la causa de la agitación de su mono. Entre las cajas amontonadas en cubierta había una jaula. Detrás de los barrotes de madera iba y venía una pantera.

—Queremos ver al capitán —exigió Pazair.

Un hombre de unos cincuenta años, de estrecha frente y robustas formas abandonó la caña del timón y salió al encuentro del juez.

—Estoy a punto de zarpar, bajad de mi barco.

—Policía —declaró Kem—. Intervengo a las órdenes del decano del porche, aquí presente.

El capitán bajó el tono.

—Estoy en regla, aunque los muelles no aceptan mi cargamento de gres.

—¿No esperaban legumbres?

—Sí, pero he sido requisado.

—¿Requisado? —se extrañó Pazair—. ¿Por qué organismo de Estado?

—Yo obedezco a los escribas. No quiero problemas.

—Mostradme en seguida el diario de navegación.

Mientras Pazair examinaba el documento, Kem hizo abrir una caja. Contenía, efectivamente, gres destinado a los escultores de los templos.

El diario de navegación mencionaba un enorme cargamento de fruta fresca, embarcado en la orilla este de Tebas, requisado en medio del río por escribas de la marina y desembarcado en Tebas oeste. El carguero había puesto rumbo al norte, hasta las canteras de Gebel Silsileh, donde los canteros lo habían cargado con cajas de gres solicitado por… ¡Karnak! De acuerdo con sus primeras instrucciones, el barco se había dirigido a Menfis. El inspector de los muelles había rechazado una mercancía no conforme.

Suspicaz, Kem examinó el contenido de otras cajas, pero todas estaban llenas de bloques de gres.

El devorador de sombras seguía a Pazair desde la mañana. La presencia de Kem y el babuino complicaba una tarea bastante ardua de por sí. Tendría que concebir un nuevo plan y acechar el momento en que la vigilancia se debilitara.

Se presentó una oportunidad. Se unió a un grupo de marinos que subía a bordo, llevando raciones para la tripulación, y se ocultó tras el mástil principal. Pazair discutía de firme con el capitán, mientras Kem y el babuino inspeccionaban la caja. Arrastrándose, el devorador de sombras se aproximó a la jaula.

Una a una, quitó cuatro de las cinco barras que cerraban la jaula de la fiera. Como si hubiera descubierto su intención, la pantera se inmovilizó dispuesta a saltar hacia la libertad.

Pazair se indignaba.

—¿Dónde está el sello de la policía fluvial? —preguntó al capitán por tercera vez.

—Han olvidado ponerlo, es…

—No salgáis de Menfis.

—¡Imposible! Debo entregar este gres.

—Me llevo vuestro diario de navegación para examinarlo detalladamente.

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