El juego del cero (10 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: El juego del cero
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Capítulo 7

—¿Qué quieres decir, muerto? ¿Cómo puede estar muerto?

—Eso es lo que sucede cuando dejas de respirar.

—¡Sé lo que significa, capullo!

—Entonces, no haga preguntas estúpidas.

Hundiéndose en su asiento, el hombre elegantemente vestido sintió una súbita contracción alrededor de los pulmones.

—Dijiste que nadie saldría herido —tartamudeó, enderezando ansiosamente un sujetapapeles mientras sostenía el auricular con la barbilla—. Esas fueron tus palabras…

—No me culpe a mí —insistió Martin Janos desde el otro extremo de la línea—. Siguió a nuestro hombre fuera del Capitolio. En ese punto, al chico le entró el pánico.

—¡Eso no significa que tuviese que matarlo!

—¿De verdad? —preguntó Janos—. ¿O sea que hubiese preferido que Matthew regresara a su oficina?

El hombre hizo girar el sujetapapeles entre los dedos y no contestó.

—Exacto —dijo Janos.

—¿Lo sabe Harris? —preguntó el hombre.

—Acabo de enterarme, en este momento me dirijo hacia allí.

—¿Qué pasa con la apuesta?

—Matthew ya la había incluido en el anteproyecto… la última cosa inteligente que hizo en su vida.

—No te rías de él, Janos.

—Oh, ¿ahora siente remordimientos?

Una vez más, el hombre permaneció en silencio. Pero en su interior supo que lo lamentaría durante el resto de su vida.

Capítulo 8

De pie en el camino particular de grava, Janos contempló el cuerpo roto de Matthew Mercer, que yacía sin vida contra el contenedor. Más que cualquier otra cosa, Janos no pudo dejar de notar la torpe combadura de los muslos de Matthew. Y la forma en que su mano derecha seguía tendida hacia arriba, tratando de coger algo que jamás alcanzaría. Janos sacudió la cabeza ante el desastre. Tan estúpido y violento. Había mejores maneras de hacer aquello.

Mientras el sol de la tarde bañaba la coronilla en su pelo corto y rubio entrecano, Janos hundió las manos en los bolsillos de su cazadora azul y amarilla del FBI. Hacía unos años, el Departamento de Justicia anunció que casi cuatrocientos cincuenta de los revólveres, pistolas y fusiles de asalto del FBI habían sido declarados oficialmente desaparecidos. Obviamente, quienquiera que hubiese robado las armas pensaba que eran valiosas, se dijo Janos. Pero en su opinión, nunca tan valiosas como una sola cazadora, hurtada cuando la multitud celebraba un
homerun
durante un partido de los Orioles. Ni siquiera la policía del Capitolio detendría a un amistoso agente del FBI del vecindario.

—¿Dónde te habías metido? —gritó una voz a sus espaldas.

Mirando lentamente por encima del hombro, Janos no tuvo problema en divisar el Toyota negro y oxidado, con la parrilla increíblemente abollada. Cuando el coche se detuvo junto al bordillo, Janos rodeó el vehículo hacia el lado del conductor y se inclinó sobre la ventanilla, a la que le faltaba el espejo retrovisor exterior. Hizo chasquear la lengua contra el paladar y no dijo nada.

—No me mires así —dijo el joven negro, moviéndose incómodamente en el asiento. La seguridad de la que había hecho gala en su papel de mensajero había desaparecido.

—Deja que te haga una pregunta, Toolie… ¿te consideras una persona inteligente?

Travonn
Toolie
Williams asintió con cierta vacilación.

—S… sí… creo que sí.

—Fue por eso por lo que te contratamos, ¿verdad? ¿Porque eras un chico listo? ¿Porque reunías los requisitos necesarios?

—Ajá.

—Quiero decir, ¿por qué otra razón íbamos a contratar a un chico de diecinueve años?

Toolie se encogió de hombros, sin saber exactamente qué contestar. No le gustaba Janos. Especialmente cuando tenía esa expresión.

Janos miró a través del interior del coche y por la ventanilla del pasajero el cuerpo tendido de Matthew. Luego volvió a mirar a Toolie.

—No me dijiste que ese tío me seguiría… —comenzó a decir Toolie—. ¡Yo no sabía adónde coño…!

—¿Conseguiste la pasta? —lo interrumpió Janos.

Toolie extendió rápidamente la mano hacia el asiento del pasajero y cogió el sobre que contenía los dos cheques de caja. El brazo le temblaba cuando se lo entregó a Janos.

—Está todo aquí, como tú lo querías. Incluso evité la oficina por si alguien me seguía.

—No cabe duda de que todo salió a la perfección —dijo Janos—. ¿Dónde está tu chaqueta?

Toolie buscó en el asiento trasero y le entregó la chaqueta azul marino. Janos observó que estaba empapada en sangre, pero decidió no preguntar. El daño ya estaba hecho.

—¿Hay algo más que debería saber? —preguntó Janos.

Toolie negó con la cabeza.

Janos asintió levemente, luego palmeó a Toolie en el hombro. Las cosas estaban mejorando. Al ver la reacción positiva, Toolie se irguió en el asiento y finalmente respiró aliviado. Janos metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña caja negra que parecía una calculadora gruesa.

—¿Habías visto una de éstas? —preguntó Janos.

—No, ¿qué es?

En el costado de la caja, Janos accionó un interruptor y un ligero zumbido eléctrico perforó el aire, como una radio que acaba de encenderse. Junto al interruptor, hizo girar un dial y dos agujas de un par de centímetros cada una aparecieron en la base del artilugio. Parecían dos antenas diminutas. Suficiente para perforar la ropa, pensó Janos.

Cogiendo la pequeña cuja negra como si fuese un walkie-talkie, Janos llevó el brazo hacia atrás y, con un movimiento veloz, golpeó a Toolie en el centro del pecho.

—¡Ahhh! —exclamó Toolie cuando las puntas de las dos agujas le mordieron la piel. Con un movimiento brusco, apartó a Janos y la caja negra de su pecho—, ¿qué coño estás haciendo, cabrón?

Janos miró la caja negra y pasó el interruptor de
On
a
Off
.

—Ahora lo verás…

Ante su sorpresa, Toolie dejó escapar un gruñido agudo e involuntario.

Al ver la sonrisa en el rostro de Janos, el chico bajó la vista hacia su pecho. Ignorando los botones, se abrió la camisa, luego se estiró el cuello de la camiseta para poder ver su pecho desnudo. No había marcas. Ni siquiera un pinchazo.

Por eso le gustaba a Janos. Completamente inescrutable.

Fuera del coche, Janos echó un vistazo a su reloj. El mínimo eran trece segundos. Pero quince era la media.

—¡¿Qué pasa?!

—Tu corazón está tratando de latir 3.600 veces por minuto —explicó Janos.

Mientras Toolie se aferraba el costado izquierdo del pecho, Janos inclinó la cabeza hacia un lado. Siempre se llevaban la mano al costado izquierdo, aunque el corazón no está ahí. Todo el mundo comete el mismo error, pensó. En ese lugar es donde lo sentimos latir. De hecho, como Janos sabía muy bien, el corazón se encuentra en el centro del pecho.

—¡Te mataré! —estalló Toolie—. ¡Te mataré, hijo de…!

La boca de Toolie se abrió por completo y todo su cuerpo se desmadejó sobre el volante como un títere cuando retiramos la mano de su interior.

«Quince segundos exactos —pensó Janos, admirando su artilugio casero—. Simplemente asombroso». Una vez que sabes que se requiere corriente alterna para fibrilar el corazón, sólo se necesitan ocho pilas AA y un convertidor barato de Radio Shack. Con un simple movimiento del interruptor, conviertes 12 voltios de corriente continua en 120 voltios de corriente alterna. Añades dos agujas que estén lo bastante separadas para situarse a ambos lados del corazón y… un siseo… electrocución instantánea. Lo último que a un forense se le ocurriría buscar. Y aunque lo hiciera, siempre que seas lo bastante rápido como para evitar quemaduras eléctricas, no hay nada que encontrar.

Janos sacó un par de guantes de látex del bolsillo del pantalón, se los puso y examinó cuidadosamente toda la zona. Vallas… otros coches… contenedor… club de
striptease
. Todo despejado. Al menos, Toolie eligió el vecindario adecuado. Aun así, siempre era mejor desaparecer lo más rápidamente posible. Abrió la puerta del conductor, cogió la parte posterior de la cabeza de Toolie y, con un violento empujón, aplastó la cara del muchacho contra el volante. Luego la apartó y volvió a golpearla. Y otra vez… hasta que la nariz de Toolie se rompió y la sangre comenzó a manar en abundancia.

Janos dejó que la cabeza de Toolie volviese a reposar contra el respaldo del asiento, cogió el volante y lo hizo girar ligeramente hacia la derecha. Se inclinó dentro del coche, apoyando un codo en el hombro de Toolie y mirando a través del parabrisas, sólo para asegurarse de que estuviese perfectamente alineado.

Junto al contenedor encontró un bloque de hormigón roto, que arrastró hasta el coche. Un peso más que suficiente. Puso el Toyota en punto muerto, se agachó debajo del salpicadero y apoyó el bloque de hormigón contra el pedal del acelerador. El motor cobró vida, acelerando fuera de control. Janos dejó que continuase así durante unos segundos. Sin la velocidad suficiente, no parecería verosímil. Ya casi estaba, se dijo… El coche temblaba, casi lanzando a Toolie sobre el volante. «Perfecto», pensó Janos. Con un movimiento rápido, metió primera, saltó hacia atrás y dejó que su puntería hiciera el resto. Los neumáticos giraron sobre el pavimento y el coche saltó hacia adelante como un tirachinas. Por encima del bordillo… cruzando la calle… y justo contra un poste de teléfonos.

Haciendo apenas una pausa para comprobar el resultado, Janos regresó al contenedor y se arrodilló junto al cuerpo ya pálido de Matthew. De su propia billetera, Janos extrajo quinientos dólares, hizo un pequeño fajo y lo metió en el bolsillo delantero de la chaqueta de Matthew. Eso explicaría lo que estaba haciendo en este vecindario. Los chicos blancos con traje sólo van a estos lugares en busca de drogas. Siempre que el dinero esté en su poder, los polis sabrán que no fue un atraco. Y con el coche empotrado contra el poste de teléfonos, el resto del cuadro encaja perfectamente. El chico es atropellado en la acera. El conductor del vehículo se asusta y, cuando huye, se estrella. Nadie a quien buscar. Nadie a quien investigar. Sólo un caso más de atropello y fuga.

A continuación, Janos abrió su teléfono móvil, marcó un número y esperó a que su jefe respondiese a la llamada. Esa era, sin discusión, la peor parte del trabajo. Informar. Pero eso es lo que sucede cuando trabajas para otra persona.

—Todo limpio —dijo Janos mientras se inclinaba dentro del coche para quitar el bloque de hormigón.

—¿Y ahora adonde irás?

Janos se sacudió el polvo de las manos y echó un vistazo al número que había junto al nombre de Harris.

—Edificio Russell. Habitación 427.

Capítulo 9

Harris

—¿Todo listo?

—Harris, ¿estás seguro de que esto es correcto? —me pregunta el senador Stevens.

—Completamente —contesto, comprobando la lista—. Edward —no Ed-Gursten… la esposa es Catherine. De River Hills. El hijo se llama Dondi.

—¿Dondi?

—Dondi —repito—. Conoció a Edward el año pasado viajando en primera clase.

—¿Y es un Americano Orgulloso?

«Americano Orgulloso» es la expresión en clave que emplea el senador para referirse a un donante que supera los diez de los grandes.

—Extremadamente orgulloso —digo—. ¿Está preparado?

Stevens asiente.

Marco el número final y levanto el auricular. Si yo fuese un novato, diría: «Hola, señor Gursten, soy Harris Sandler… el jefe de personal del senador Stevens. El senador desea hablar con usted…» En cambio, le alcanzo el auricular al senador justo en el momento en que Gursten contesta a la llamada. Está perfectamente coordinado y es un toque realmente elegante. El donante piensa que lo ha llamado el mismísimo senador en persona, y eso hace que se sienta instantáneamente como si fuesen viejos amigos.

Cuando Stevens se presenta, me meto un trozo de
hamachi
en la boca.
Sushi
y peticiones… el almuerzo típico de Stevens.

—Y bien, Ed… —canturrea Stevens mientras yo sacudo la cabeza—. ¿Dónde has estado durante mi última docena de vuelos? ¿Has vuelto a los asientos baratos?

Su tono de voz ya no es el mismo, pero todavía funciona. Las llamadas personales de un senador siempre dan en la diana. Y cuando digo «diana» quiero decir en
la billetera
.

—¿Estabas aquí? ¿En D.C.? —pregunta Stevens—. La próxima vez que visites la ciudad, llámame y almorzaremos juntos…

Traducción: «No tenemos ninguna posibilidad de almorzar juntos. Si tienes suerte, podré dedicarte cinco minutos. Pero si este año no aumentas tu donación, tal vez sólo consigas la compañía de un funcionario superior y algunos pases para la galería».

—… te haríamos entrar en el Capitolio… nos aseguraríamos de que no tuvieras que esperar en ninguna de esas colas…

«Mi personal se encargará de proporcionarte un residente que te llevará a hacer exactamente el mismo recorrido del Capitolio que harías con el recorrido del público, pero de este modo te sentirías mucho más importante…»

—Quiero decir, tenemos que cuidar de nuestros amigos, ¿verdad?

«Quiero decir, ¿qué te parece si nos ayudas con un poco de pasta, gordo?» Stevens cuelga el teléfono con una promesa verbal de que «Ed» reunirá quince de los grandes. Le paso al senador un pescado de cola amarilla y marco el siguiente número.

Hace años, el dinero de la política procedía de poderosos blancos anglosajones protestantes que conocías en una cena celebrada en una segunda vivienda elegantemente decorada. Hoy se obtiene de una hoja de llamadas examinada con lupa en una habitación iluminada con fluorescentes que se encuentra directamente encima de un restaurante
sushi
en Massachusetts Avenue. La oficina cuenta con tres escritorios, dos ordenadores y diez líneas telefónicas. El viejo dinero versus la nueva mercadotecnia. Es una batalla perdida. En todo el Capitolio no hay un solo congresista que no haga esas llamadas. Algunos hacen tres llamadas por día; otros hacen tres a la semana. Stevens pertenece al primer grupo. Le gusta su trabajo. Y los beneficios adicionales. Y no tiene ninguna intención de perderlos. Es la primera regla de la política: puedes hacer todo lo que quieras, pero si no consigues el dinero, no lo harás por mucho tiempo.

—¿Quién es el siguiente? —pregunta Stevens.

—Virginia Rae Morrison. La conoce de Green Bay.

—¿Fuimos juntos al instituto?

—Era una vecina. Cuando usted tenía nueve años —le explico, leyendo directamente de la hoja.

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