Mientras comenzaba su jornada con calma, con mucha calma, Jonathan pensó que Simone podría casarse otra vez si él moría. Cinco tardes a la semana, de dos y media a seis y media, Simone trabajaba en una zapatería de la Avenue Franklin Roosevelt, a la que se podía ir andando desde su casa, aunque esto no había sido posible hasta hacía ahora un año, cuando George tuvo edad suficiente para entrar en el equivalente francés de un jardín de infancia. Jonathan y Simone necesitaban los doscientos francos semanales que ella ganaba, pero a Jonathan le molestaba pensar que Brezard, el patrono de Simone, era un libertino aficionado a pellizcarles el trasero a sus empleadas y, sin duda, a probar suerte en el cuarto donde guardaban las existencias. Simone era una mujer casada y Brezard lo sabía, así que Jonathan suponía que sólo llegaría hasta determinado límite, aunque los tipos como él nunca se daban por vencidos. Simone no tenía nada de coqueta; de hecho, padecía una timidez curiosa que hacía pensar que no se consideraba atractiva para los hombres. Aquella cualidad hacía que Jonathan la quisiera más. A juicio de Jonathan, Simone estaba sobrecargada de atractivo sexual, aunque era la clase de atractivo que tal vez no resultaba visible a ojos del hombre medio, y a Jonathan le fastidiaba que el cerdo de Brezard se hubiese percatado de aquel atractivo diferente que Simone tenía y que deseara parte del mismo para sí. No es que Simone hablara mucho de Brezard. Sólo en una ocasión había mencionado que intentaba pasarse de la raya con sus dependientas, que eran dos además de Simone. Aquella mañana, mientras mostraba una acuarela enmarcada a una clienta, Jonathan se imaginó fugazmente a Simone, tras un intervalo discreto, sucumbiendo ante el odioso Brezard, el cual, al fin y al cabo, era soltero y gozaba de mejor posición económica que él. Jonathan pensó que era absurdo, que Simone odiaba a los tipos como aquél.
—¡Qué bonita! ¡Excelente! — dijo la joven del abrigo rojo, sosteniendo la acuarela con el brazo extendido.
Una sonrisa se pintó lentamente en la cara alargada y seria de Jonathan, como si un sol pequeño y particular acabara de surgir de entre las nubes y empezara a brillar dentro de él. ¡El agrado de la joven era tan sincero! Jonathan no la conocía; de hecho, la muchacha había venido a recoger el cuadro que trajera una mujer mayor que ella, tal vez su madre. El precio debería haber sido veinte francos más de lo que él calculara al principio, ya que el marco no era el escogido por la mujer mayor (Jonathan no tenía suficientes: en existencia), pero no dijo nada sobre ello y aceptó los ochenta francos convenidos.
Luego Jonathan pasó la escoba por el suelo entarimado y el plumero por los tres o cuatro cuadros expuestos en su pequeño escaparate. Aquella mañana la tienda le pareció decididamente miserable. Ni una nota de color en ninguna parte, marcos de todos los tamaños apoyados contra las paredes sin pintar, muestras de madera colgando del techo, un mostrador con un libro de pedidos, una regla y lápices. En la trastienda había una mesa larga de madera, donde Jonathan trabajaba con sus cajas de ingletes, sierras y herramientas para cortar cristal. Sobre la mesa, cuidadosamente protegidas, estaban también sus cartulinas para las orlas de los cuadros, un rollo grande de papel de embalar, diversos ovillos de bramante, alambre, potes de cola para pegar, cajitas con clavos de distintos tamaños y en la pared había anaqueles con cuchillos y martillos. En principio, a Jonathan le gustaba el ambiente decimonónico que se respiraba en la tienda, aquella falta de actividad comercial. Quería que su tienda diera la impresión de estar regida por un buen artesano, y le parecía que lo había conseguido. Nunca cobraba más de lo debido, terminaba los encargos en el plazo convenido o, si se daba cuenta de que iba a tardar más, se lo comunicaba a los clientes por medio de una postal o llamándolos por teléfono. Jonathan había podido comprobar que eso era algo que la gente apreciaba.
A las once y treinta y cinco, después de enmarcar dos cuadritos y de colocar en ellos los nombres de sus respectivos propietarios, se lavó las manos y la cara con el agua fría del fregadero, se peinó, irguió el cuerpo e intentó prepararse para lo peor. El consultorio del doctor Perrier estaba en la Rue Grande, no muy lejos de la tienda. Jonathan dio la vuelta al cartelito, avisando que estaría
«Ouvert à les 14.30"
, cerró la puerta con llave y se puso en camino.
Tuvo que esperar en la sala del doctor Perrier con su laurel enfermizo y polvoriento. La planta nunca florecía, no se moría, jamás crecía y nunca cambiaba. Jonathan se identificaba con la planta. Una y otra vez sus ojos se sentían atraídos hacia ella, aunque intentaba pensar en otras cosas. En la mesita ovalada había ejemplares de
Paris Match
, atrasados y muy manoseados, pero Jonathan los encontraba todavía más deprimentes que el propio laurel. El doctor Perrier trabajaba también en el gran Hôpital de Fontainebleau. Jonathan tuvo que recordárselo a sí mismo, ya que de lo contrario le hubiese parecido absurdo confiar su vida, creer en la opinión de si iba a vivir o a morir, a un médico con un consultorio tan destartalado como aquél.
Apareció la enfermera y le llamó por señas.
—Yaya, vaya, vaya, ¿cómo está el paciente interesante, el más interesante de mis pacientes? — dijo el doctor Perrier, frotándose las manos y tendiendo luego una a Jonathan.
Jonathan se la estrechó.
—Me encuentro bastante bien, gracias. ¿Pero a qué viene eso… me refiero a los análisis de hace dos meses? Tengo entendido que no son muy favorables, ¿verdad?
El doctor Perrier le miró inexpresivamente y Jonathan le escrutó el rostro con atención. Luego el doctor sonrió, mostrando unos dientes amarillentos debajo del bigote recortado descuidadamente.
—¿Qué quiere decir con eso de que no son muy favorables? Usted vio los resultados.
—Pero… ya sabe que no soy un experto y quizá no los entendiese…
—¡Pero si yo se lo expliqué! Veamos, ¿qué le ocurre? ¿Vuelve a sentirse cansado?
—La verdad es que no —como sabía que el doctor quería irse a almorzar, Jonathan se apresuró a decir—: Para serle sincero, un amigo mío ha oído decir no sé dónde que… se me acerca una crisis. Que posiblemente no me queda mucha vida por delante. Como es natural, pensé que esa información se la habría dado usted.
El doctor Perrier meneó la cabeza, luego se rió, dio unos saltitos de pájaro y apoyó sus delgados brazos sobre una librería acristalada. — Mi querido señor… en primer lugar, si fuera verdad, no se lo habría dicho a nadie. No hubiese sido ético. En segundo lugar, no es cierto, al menos a juzgar por los resultados de los últimos análisis. ¿Quiere que le haga otro hoy? Puede que a última hora de la tarde, en el hospital…
—No es eso lo que pretendo. En realidad, lo que quería saber era… ¿es verdad? ¿No me ocultaría la verdad? — dijo Jonathan, riéndose—. ¿Simplemente para que me sintiese mejor?
—¡Que tontería! ¿Cree que soy de esa clase de médicos?
«Sí —pensó Jonathan, mirándole a los ojos—, y Dios le bendiga por serlo en algunos casos.»
Pero él. Jonathan, merecía conocer la verdad, porque era un hombre capaz de afrontarla. Se mordió el labio inferior y se dijo que podía presentarse en el laboratorio de París e insistir en ver otra vez a Moussu, el especialista. También podía sonsacarle algo a Simone durante el almuerzo.
El doctor Perrier le estaba dando palmaditas en el brazo.
—Su amigo… ¡y no voy a preguntarle quién es!… está equivocado o no es muy buen amigo, creo. Vamos a ver, cuando se sienta fatigado, si es que se siente así, debe decírmelo. Eso sí que es importante.
Veinte minutos después, Jonathan subía los escalones de la entrada principal de su casa, cargado con una tarta de manzana y una barra larga de pan. Abrió con su llave y cruzó el vestíbulo en dirección a la cocina. Le llegó el olor a patatas fritas, un olor que le hacía la boca agua y siempre anunciaba el almuerzo, no la cena, y Simone habría cortado las patatas en pedacitos largos y delgados, no en pedacitos cortos y gruesos como se estilaba en Inglaterra. ¿Por qué habría pensado en las patatas fritas a la inglesa?
Simone estaba ante el fogón, con un delantal sobre el vestido, empuñando un tenedor largo.
—Hola, Jon. Te has retrasado un poco.
Jonathan la rodeó con un brazo y le besó la mejilla, luego levantó la caja de cartón y se la acercó a Georges, que estaba sentado ante la mesa, inclinada su cabeza rubia, recortando una caja vacía de gachas de avena para construir un móvil con ella.
—¡Un pastel! ¿De qué es? — preguntó Georges.
—De manzana.
Jonathan dejó la caja sobre la mesa.
Comieron cada uno un pequeño bistec, las deliciosas patatas fritas y una ensalada de verduras.
Brezard está empezando a hacer inventario —dijo Simone—. La semana que viene llegan las existencias para el verano, así que quiere hacer rebajas el viernes y el sábado. Puede que esta noche llegue un poco tarde.
Simone había calentado la tarta de manzana sobre el fogón. Jonathan esperó con impaciencia que Georges se fuese a la salita de estar, donde guardaba muchos de sus juguetes, o que saliera al jardín. Cuando por fin el pequeño se hubo ido, Jonathan dijo:
—Hoy he recibido una carta curiosa de Alan.
—¿De Alan? ¿Por qué curiosa?
—La escribió poco antes de irse a Nueva York. Al parecer, ha oído decir que…—¿debía mostrarle a la carta de Alan? Simone entendía el inglés bastante bien—. En alguna parte le han dicho que estoy peor, que voy a sufrir una crisis fuerte… o algo. ¿Sabes tú algo de ello?
Jonathan la miró directamente a los ojos. Simone parecía sorprendida de veras.
—Pues no, Jon. ¿Cómo iba a saberlo… a menos que me lo dijeras tú?
—Acabo de hablar con el doctor Perrier. Por eso me he retrasado un poco. Perrier dice que no sabe de ningún cambio en la situación, ¡Pero ya conoces a Perrier! — Jonathan sonrió sin dejar de mirar ansiosamente a Simone—. Bueno, aquí tienes la carta —dijo, sacándola del bolsillo de atrás. Le tradujo el párrafo.
—
¡Mon Dieu!…
¿y él… dónde lo oyó decir?
—Sí, ésa es la cuestión. Le escribiré preguntándose lo. ¿No te parece?
Jonathan volvió a sonreír. Esta vez su sonrisa fue más auténtica. Estaba seguro de que Simone no sabía nada del asunto.
Jonathan se llevó su segunda taza de café a la salita de estar, donde Georges se hallaba tendido en el suelo con sus recortes. Jonathan se sentó ante el escritorio, que siempre le hacía sentirse como un gigante. Era un
écritoire
francés bastante elegante, regalo de la familia de Simone. Jonathan procuró no apoyar demasiado peso sobre la superficie. Dirigió una carta aérea a Alan McNear en el Hotel New Yorker, empezó la carta con tono bastante despreocupado y añadió un segundo párrafo:
«No acabo de entender lo que quieres decir en tu carta sobre la noticia (referente a mí) que te conmocionó. Me encuentro bien, pero esta mañana hablé con el médico de aquí para ver si me contaba toda la historia. Niega saber nada de un empeoramiento. Así, pues, querido Alan, lo que me interesa saber es dónde te lo dijeron. ¿Podrías ponerme unas líneas cuanto antes? Debe de haber algún malentendido y me encantaría olvidarme del asunto, pero espero que comprendas mi curiosidad sobre dónde oíste la noticia.»
Echó la carta a un buzón cuando se dirigía hacia la tienda. Probablemente tardaría una semana en recibir respuesta de Alan.
Aquella tarde la mano de Jonathan era tan firme como siempre mientras pasaba la cuchilla por el borde de su regla de acero. Pensó en su carta y se la imaginó camino del aeropuerto de Orly, puede que llegando allí aquella misma noche o a la mañana siguiente. Pensó en su edad, treinta y cuatro años, y en lo poco que habría hecho en la vida si moría al cabo de otro par de meses. Había engendrado un hijo y eso era algo, pero no era ninguna proeza merecedora de grandes alabanzas. No dejaría a Simone en una posición muy segura. Hasta creía haber rebajado un poco su nivel de vida. El padre de Simone era un simple carbonero, pero a lo largo de los años la familia había conseguido rodearse de algunas comodidades: un coche, por ejemplo, y muebles que no estaban nada mal. En junio o julio pasaban las vacaciones en el sur, en una villa alquilada, y el año pasado habían pagado el alquiler de un mes para que Jonathan y Simone pudieran ir allí con Georges. A Jonathan las cosas no le habían ido tan bien como a su hermano Philip, dos años mayor que él, aunque éste parecía más débil y durante toda su vida había sido un tipo soso, más aplicado que brillante. Ahora Philip era catedrático de antropología en la universidad de Bristol, un catedrático poco brillante, de eso Jonathan estaba seguro, pero sólido y digno de confianza, con una carrera sólida ante sí, una esposa y dos hijos. La madre de Jonathan, que ya era viuda, vivía feliz con su hermano y su cuñada en Oxfordshire, cuidando del jardín grande que tenían allí y encargándose de hacer todas las compras y de preparar las comidas. Jonathan tenía la sensación de ser el fracasado de la familia, tanto físicamente como en lo referente a su trabajo. Al principio había querido ser actor. A los dieciocho años ingresó en una escuela de arte dramático, donde pasó dos años. Su cara no estaba mal para ser actor: no era demasiado guapo, tenía la nariz grande y la boca ancha, pero, a pesar de ello, era lo bastante bien parecido como para interpretar papeles románticos y, al mismo tiempo, lo bastante corpulento como para aceptar papeles más pesados cuando llegase el momento. ¡Cuántos sueños imposibles! Apenas le habían dado un par de papeles de figurante en los dos años que estuvo merodeando por los teatros de Londres y Manchester: siempre manteniéndose a sí mismo, desde luego, trabajando en diversos empleos, incluyendo uno de ayudante de un veterinario. «Ocupa usted mucho espacio y ni siquiera está seguro de sí mismo», le dijo en una ocasión un director teatral. Y más tarde, cuando trabajaba para un anticuario, Jonathan había pensado que tal vez le gustaría dedicarse al negocio de antigüedades. Había aprendido todo lo posible de su jefe, Andrew Mott. Luego vino el gran traslado a Francia con su compañero Roy Johnson, que también tenía mucho entusiasmo, pero pocos conocimientos del negocio, con la intención de montar una tienda de antigüedades partiendo del comercio de trastos viejos. Jonathan recordó sus sueños de gloria y aventura en un país nuevo, Francia, sueños de libertad, de éxito. Y en vez del éxito, en vez de una serie de queridas que le educasen, en vez de trabar amistad con bohemios o con algún estrato de la sociedad francesa que Jonathan se había imaginado que existía pero que tal vez no, en vez de todo esto, Jonathan había seguido tirando con dificultades, sin que su situación hubiese mejorado realmente desde los tiempos en que trataba de conseguir trabajo como actor y se mantenía de cualquier manera.