El juego de los Vor (11 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: El juego de los Vor
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Bonn apostó allí al sargento de Yaski para que nadie se acercase al búnker. Era una tarea poco envidiable, pero no resultaba insufrible en las condiciones presentes. Además, el guardia podía refugiarse en el gato-veloz cuando bajase la temperatura, alrededor de la medianoche. Miles regresó con Bonn al edificio administrativo de la base para verificar sus predicciones sobre la dirección del viento.

Miles examinó los últimos datos en los ordenadores meteorológicos. Quería entregarle a Bonn la mayor información posible sobre la dirección de los vientos en las siguientes 26,7 horas, día de Barrayar. Pero antes de que tuviera la impresión en las manos, vio a Bonn y a Yaski por la ventana, alejándose del edificio administrativo en medio de la oscuridad. ¿Tal vez se encontrarían con el jefe de Artillería en alguna otra parte? Miles consideró la posibilidad de ir tras ellos, pero el nuevo pronóstico no difería de forma significativa del anterior. ¿Realmente necesitaba ir a observar cómo cauterizaban el depósito envenenado? Podía resultar interesante… instructivo… pero, por otro lado, él ya no sería de ninguna utilidad allí. Como hijo único de sus padres, como posible padre de un futuro conde Vorkosigan, era discutible si tenía el derecho de exponerse a una sustancia mutagénica tan nociva por simple curiosidad. Y de todos modos, hasta que el viento cambiara no parecía haber ningún peligro inmediato en la base. ¿O era cobardía disfrazada de lógica? La prudencia era una virtud, había escuchado decir.

Ahora ya estaba completamente despierto, y se sentía demasiado inquieto como para pensar en dormir, así que dio vueltas por la oficina meteorológica, poniéndose al día con todos los archivos de rutina que había dejado de lado esa mañana para realizar el viaje de reparaciones. Al cabo de una hora terminó con todo aquello que incluso remotamente formaba parte de su trabajo. Cuando se encontró limpiando compulsivamente el polvo de equipos y estantes, decidió que era hora de volver a la cama, se durmiese o no. Pero una luz en la ventana atrajo su atención. Se trataba de un gato-veloz que se detenía frente al edificio.

Ah, Bonn y Yaski habían vuelto. ¿Ya? Lo habían hecho muy rápido, ¿o todavía no habían empezado? Miles arrancó el listado plástico con las nuevas lecturas de los vientos y bajó la escalera para dirigirse a la oficina de Ingeniería al final del corredor.

La oficina de Bonn estaba oscura, pero la del comandante de la base tenía la luz encendida. Unas voces airadas subían y bajaban de tono. Aferrado a la impresión, Miles se aproximó.

La puerta de la antesala a la oficina estaba abierta, Metzov se hallaba sentado ante su consola, con el puño cerrado y apoyado sobre la titilante superficie de colores. Bonn y Yaski estaban frente a él en una postura tensa. Miles hizo crujir el listado para anunciar su presencia.

Yaski giró la cabeza y lo vio.

—Envíe a Vorkosigan. Él ya es un mutante de todos modos,

Miles hizo la venia y respondió de inmediato:

—Discúlpeme, señor, pero no, no lo soy. El veneno que me afectó causó un daño teratógeno, no genético. Mis futuros hijos tienen tantas probabilidades de ser saludables como los de cualquiera. Ah, ¿y enviarme adónde, señor?

Metzov le dirigió una mirada iracunda, pero no insistió en la inquietante sugerencia de Yaski. Sin decir palabra, Miles entregó el listado a Bonn. Este lo miró, hizo una mueca y se lo metió bruscamente en el bolsillo del pantalón.

—Obviamente, pretendía que utilizaran equipos de protección —continuó Metzov para irritación de Bonn—. No estoy loco.

—Yo lo comprendo, señor. Pero los hombres se niegan a entrar en el búnker incluso con trajes especiales —le informó Bonn con una voz firme e inexpresiva—. No puedo culparlos. Según mis cálculos, las precauciones normales no son suficientes para la fetaína. Esa sustancia tiene un nivel de penetración increíblemente alto, por su peso molecular. Atraviesa cualquier cosa permeable.

—¿No puede
culparlos
? —repitió Metzov, con asombro—. Teniente, usted ha dado una orden. O se supone que debió hacerlo.

—Lo hice, señor, pero…

—Pero dejó que percibieran su propia indecisión. Su miedo. Maldita sea, cuando da una orden debe hacerlo con firmeza.

—¿Por qué debemos salvar esa cosa? —se quejó Yaski.

—Ya hemos hablado de eso. Es nuestra obligación —le gruñó Metzov—. Son órdenes. No se puede pedir obediencia a los hombres cuando uno no está dispuesto a brindarla.

—¿Obediencia ciega? Seguramente Investigaciones todavía tiene la receta —intervino Miles, quien al fin comenzaba a comprender lo alarmante de aquella discusión—. Podrán preparar más si lo desean. Y fresca.

—Cállese, Vorkosigan —gruñó Bonn con desesperación, mientras el general Metzov le replicaba:

—Si vuelve a abrir la boca para brindarnos un ejemplo más de su humor, alférez, le levantaré cargos.

Miles cerró la boca con una sonrisa tensa y petrificada. Subordinación. El
Prince Serg
, recordó. Por lo que a él le importaba, Metzov podía beberse la fetaína.

—¿Ha oído hablar alguna vez de la antigua costumbre practicada en el campo de batalla, teniente? ¿De dispararle al hombre que desobedece sus órdenes? —continuó Metzov dirigiéndose a Bonn.

—No… no creo poder amenazarlos con eso, señor —respondió Bonn con rigidez.

Y además
, pensó Miles,
no estamos en un campo de batalla, ¿verdad?

—¡Los técnicos! —dijo Metzov con desprecio—. Yo no hablé de amenazar, hablé de disparar. Con un ejemplo, los demás entrarán en razón.

Miles decidió que a él tampoco le interesaba mucho la veta humorística de Metzov. ¿O el general estaría hablando en serio?

—Señor, la fetaína es un mutágeno violento —dijo Bonn con obstinación—. No estoy para nada seguro de que los demás entren en razón, no importa cuál sea la amenaza. Se trata de un tema bastante irracional. Yo… yo mismo soy un poco irracional al respecto.

—Ya lo veo. —Metzov lo miró con frialdad. Su mirada se deslizó hacia Yaski, quien tragó saliva y enderezó la espalda, aunque su columna no le ofreció ninguna concesión. Miles trató de hacerse invisible.

—Si pretenden continuar como oficiales militares, ustedes los técnicos necesitan una lección sobre cómo lograr obediencia de sus hombres —decidió Metzov—. Quiero que ambos reúnan a sus dotaciones frente al edificio administrativo en veinte minutos. Pasaremos una pequeña revista disciplinaria al viejo estilo.

—Usted no… no estará pensando seriamente en dispararle a ninguno, ¿verdad? —dijo el teniente Yaski, alarmado. Metzov sonrió con Ironía.

—Dudo que tenga que hacerlo. —Se volvió hacia Miles—. ¿Cuál es la temperatura en este momento, oficial de meteorología?

—Cinco grados bajo cero, señor —respondió Miles, cuidando de no hablar más que cuando se dirigían a él.

—¿Y el viento?

—Ráfagas del este a nueve kilómetros por hora, señor.

—Muy bien. —Los ojos de Metzov brillaron con ferocidad—. Pueden retirarse,
caballeros
. Veamos si esta vez son capaces de cumplir sus órdenes.

Enfundado en su abrigo y con las manos enguantadas, Metzov se detuvo frente al edificio administrativo y observó el camino iluminado. ¿Buscando qué?, se preguntó Miles. Ya era casi medianoche. Yaski y Bonn alineaban a sus respectivas dotaciones de técnicos, unos quince hombres vestidos con overoles térmicos y gruesos abrigos, en posición de revista.

Miles se estremeció, y no tan sólo por el frío. El rostro curtido de Metzov se veía furioso. Y cansado. Y viejo. Y temeroso. Le hizo recordar un poco a su abuelo en un mal día. Aunque en realidad Metzov era más joven que su padre, éste ya era un hombre maduro cuando Miles nació. En ocasiones, su abuelo, el anciano conde general Piotr, parecía un refugiado procedente de otro siglo. Ahora bien, las viejas revistas disciplinarias incluían grandes cachiporras de goma. ¿Hasta dónde llegaba la memoria de Metzov en la historia de Barrayar?

Metzov sonrió disimulando su ira y giró la cabeza ante un movimiento en el camino. Con una voz horriblemente cordial le confió a Miles:

—¿Sabe, alférez? Había un secreto en esa rivalidad entre servicios que tanto cultivaban en la vieja Tierra. En el caso de producirse un motín, uno siempre podía persuadir al ejército para que disparase sobre la marina, o viceversa. Una desventaja oculta para un Servicio combinado como el nuestro.

—¡Un motín! —exclamó Miles, olvidando su decisión de no hablar a menos que se lo pidieran—. Pensé que la cuestión era un derrame de sustancias tóxicas.

—Lo era. Por desgracia, a causa del mal manejo de Bonn, ahora es una cuestión de principios. —Un músculo se contrajo en la mandíbula de Metzov.

Tenía que ocurrir alguna vez en el nuevo Servicio. En el Servicio
blando
.

Típicas palabras de un hombre perteneciente al viejo Servicio, los ancianos que alardeaban entre ellos sobre lo rudos que habían sido en los viejos tiempos.

—¿Principios, señor? ¿Qué principios? Es
neutralización de desperdicios
—dijo Miles con voz ahogada.

—Es una negativa en masa a obedecer una orden directa, alférez. Un motín, según la definición de cualquier abogado militar. Afortunadamente, resulta sencillo desarticular esta clase de cosas. Uno debe moverse rápido, cuando todavía no ha crecido mucho y reina la confusión.

El movimiento en el camino resultó ser un pelotón de soldados con su equipo blanco de camuflaje invernal, marchando bajo la dirección de un sargento de la base. Miles reconoció a este último como a un hombre del entorno personal de Metzov. un viejo veterano que había servido bajo sus órdenes durante la revuelta de Komarr y que luego había continuado junto a su maestro. Miles pudo notar que los soldados estaban armados con mortíferos disruptores nerviosos—. Considerando el tiempo que pasaban aprendiendo cosas sobre aquellas armas, era muy raro que lograsen tener una entre la manos, y Miles pudo percibir su nerviosismo y excitación desde donde estaba.

El sargento formó a los soldados alrededor de los técnicos y ladró una orden. Todos presentaron sus armas y las apuntaron. Los orificios acampanados brillaron con la luz tenue del edificio administrativo. Se escuchó un murmullo nervioso entre los hombres de Bonn. El rostro de este último estaba lívido, y sus ojos rutilaban como el azabache.

—Desvístanse —ordenó Metzov con los dientes apretados. Incredulidad, confusión; sólo un par de los técnicos comprendieron lo que se les estaba ordenando y comenzaron a desvestirse. Los otros, dirigiendo miradas inciertas a su alrededor, lo hicieron después.

—Cuando vuelvan a estar dispuestos a obedecer sus órdenes —continuó Metzov en una voz impostada que alcanzó a cada hombre—, podrán vestirse y comenzar a trabajar. Depende de ustedes. —Dio un paso atrás, hizo una seña al sargento y adoptó una posición de descanso—. Esto los refrescará —murmuró para si mismo, apenas lo bastante fuerte como para que Miles alcanzara a escucharlo. Metzov parecía seguro de que no estaría allí más de cinco minutos; era como si ya hubiese estado pensando en las habitaciones caldeadas y un trago caliente.

Miles pudo ver que Olney y Pattas estaban entre los técnicos, junto con casi todo el cuadro grecoparlante que lo había fastidiado cuando llegó. A otros los había visto por ahí, o había hablado con ellos cuando investigaba el pasado del hombre ahogado, o apenas sí los conocía. Quince hombres desnudos que comenzaban a temblar violentamente mientras la nieve susurraba alrededor de sus tobillos. Quince rostros atónitos que comenzaban a mostrar su terror. Los ojos se dirigían hacia los disruptores nerviosos, que apuntaban hacia ellos.

Rendíos
, los alentó Miles en silencio.
No vale la pena
. Pero más de un par de ojos se posaron sobre él y se cerraron con determinación.

Miles maldijo para sus adentros el anónimo cerebro que había inventado la fetaína como arma de disuasión, no por su química sino por su conocimiento de la psiquis barrayarana. La fetaína nunca hubiese podido ser utilizada. Cualquier facción que tratase de hacerlo se rebelaría contra ella misma y terminaría destruida por convulsiones mortales.

Yaski, quien se encontraba detrás de sus hombres, parecía completamente horrorizado. Bonn, con una expresión negra y frágil como la obsidiana, comenzó a quitarse los guantes y la chaqueta.

¡No, no, no!
, gritó Miles en su cabeza.
Si se une a ellos jamás cederán. Sabrán que tienen razón
. Era un terrible error, un terrible… Bonn dejó caer sus ropas en una pila, marchó hacia delante, se unió a la fila, viró y clavó los ojos en los de Metzov, Éste lo observó con una furia renovada.

—Muy bien —susurró—, se condena solo. Entonces, congélese.

¿Cómo podía ser que las cosas hubiesen empeorado tanto y tan rápido?

Ahora era un buen momento para recordar alguna obligación en la oficina meteorológica y marcharse de allí. Si tan sólo esos malditos dejaran de temblar y se rindieran, Miles podría pasar por aquello sin una mancha en su registro. No cumplía ninguna función allí…

Los ojos de Metzov se posaron en él.

—Vorkosigan, puede coger un arma y ser útil en esto o considerarse despedido.

Podía partir. ¿Podía partir? Al ver que no hacía ningún movimiento, el sargento se acercó a él y le colocó un disruptor nervioso entre las manos— Miles lo cogió mientras trataba de pensar con un cerebro que de pronto parecía de serrín. Conservó la lucidez suficiente como para asegurarse de que el seguro estuviese puesto antes de apuntar el arma con imprecisión hacia los hombres formados.

Esto no se convertirá en un motín. Será una masacre
.

Uno de los soldados armados emitió una risita nerviosa. ¿Que les habían dicho que hicieran? ¿Qué
creían
que estaban haciendo? Muchachos de dieciocho, diecinueve años… ¿eran capaces tan siquiera de reconocer una orden criminal? ¿O de saber lo que hacer con ella en todo caso?

¿Y Miles?

La situación era ambigua, ése era el problema. No tenía sentido. Miles sabía sobre órdenes criminales, como cualquier hombre de la Academia. En el último año de la carrera, su padre había ido personalmente a dictar un seminario de un día sobre el tema. Lo había convertido en un requisito para graduarse, por edicto imperial, en sus días de Regente. Qué era exactamente lo que constituía una orden criminal, cuándo y cómo desobedecerla. Con vídeos de diversos casos históricos, incluyendo el desastre político causado por la Masacre de Solstice, se llevaba a cabo bajo la conducción del almirante en persona. Invariablemente uno o dos cadetes debían abandonar la habitación para vomitar durante esa parte. Los otros instructores odiaban el «día de Vorkosigan». Después de ello, sus clases quedaban desorganizadas durante semanas. Casi siempre el almirante Vorkosigan debía regresar un tiempo después, para disuadir a algún perturbado cadete de abandonar la carrera casi al final de la misma. Hasta donde Miles sabía, sólo los cadetes de la academia asistían a esta clase, aunque su padre hablaba de grabarla en un holovídeo y convertirla en parte del entrenamiento básico del Servicio. Algunas partes del seminario habían constituido una revelación incluso para Miles.

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