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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (27 page)

BOOK: El jinete polaco
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No le preguntó nada, se colgó de su brazo cuando salieron de la iglesia acordándose del orgullo con que hacía ese gesto a los doce o trece años, en mañanas de domingo más frías pero con una luz semejante, cuando acompañaban a su madre hasta la puerta de la iglesia y se quedaban paseando hasta que ella salía por avenidas de árboles que en otoño adquirían tonalidades azules y púrpura, llegando hasta un espacio abierto de marismas desde donde veían la silueta azulada de Manhattan, al otro lado de la lenta anchura marítima del East River, los tornasoles metálicos de las agujas de los rascacielos, las formas verticales de la ciudad alzadas sobre el agua como espejismos de la bruma. Se enganchaba de su brazo, apoyaba la mejilla en su hombro, rozándole la cara con la melena lisa y rojiza, y no necesitaba cruzar con él más que unas pocas palabras triviales en español para sentir que estaría a salvo de todo mientras siguiera formando parte de su alma. No le importaba saber tan poco sobre la vida que había tenido antes de llegar a América: lo veía como una figura sin pasado, solitaria y erguida en el vacío del tiempo anterior al nacimiento de ella, aislada de su trabajo en la biblioteca de la universidad y hasta de la figura simétrica pero distante de su madre, con la que hablaba durante las comidas sin mirarla a los ojos, educado y ausente, con un pliegue casi imperceptible de disgusto en un ángulo de la boca. Le traía regalos, juguetes de latón pintado, cuentos de Calleja, álbumes de cromos con las tintas gastadas, libros de fotografías en blanco y negro sobre un país que para ella fue hasta los dieciséis años tan íntimo e inaccesible, tan alejado de su experiencia diaria como las tierras por donde viajaban los héroes vagabundos cuyas aventuras le leía él para que se durmiera por las noches. Su imaginación se había educado en los recuerdos españoles de su padre: recuerdos detallados y asiduos, pero también impersonales, de los que él borraba cuidadosamente toda señal de emoción y toda referencia a su propia biografía, como si le mostrara un paisaje quedándose junto a ella para mirarlo, despojado de presencias humanas. Nunca le habló de sí mismo, ni siquiera cuando viajaron juntos a España, por un pudor o una timidez de los que sólo prescindió dieciocho años más tarde, en una residencia de ancianos de New Jersey, en los últimos días de su última vida, él, que tantas había tenido, que había transitado por ellas casi con la misma indiferencia con que se trasladaba de guarnición y de ciudad durante su juventud, cuando aún creía que a un hombre sólo le está permitido conocer una sola biografía, y que la suya estaba determinada ya hasta el día de su muerte: matrimonio, hijos, ascensos regulares en el escalafón, tedio, disciplina, retiro, decrepitud, aniquilación final tras la que no quedarían de él otras huellas en el mundo que unos cuantos diplomas y fotografías, algún rasgo en las caras envejecidas de sus hijos.

En el Retiro, aquel domingo, en un merendero a la sombra de los árboles, tan cerca del estanque que llegaba a la umbría donde ellos estaban una brisa húmeda, él la invitó a un vermú con berberechos y la observó, sin probar nada, con la misma atención con que la miraba inclinarse sobre las páginas ilustradas de un libro español cuando era una niña y estaba aprendiendo a leer y repetía dubitativamente cada sílaba rozando el papel con el dedo índice. Le gustaba el vermú, y como casi nunca había tomado alcohol la mareaba un poco, a pesar del sifón, y el sabor delicado de los berberechos le daba una felicidad en el paladar que desde entonces siempre asociaría a Madrid y a las mañanas indolentes de domingo. Untaba trozos de pan en el caldo tibio, se mojaba los dedos, se atrevía luego a chupárselos, imaginando la expresión de disgusto con que la habría mirado su madre, tomaba un sorbo más de vermú y se limpiaba los labios con una servilleta de papel y aunque no alzaba los ojos sabía que él la estaba mirando y que le sonreía. «¿Los conocías?», preguntó, y su padre, que había introducido un cigarro en la boquilla y se disponía a encenderlo, dejó el mechero sobre la mesa y le dijo distraídamente que no: a esa misma iglesia lo llevaban a él cuando tenía la edad de su hija, explicó, y se detuvo para encender el cigarrillo, había entrado en ella porque al pasar la reconoció de pronto y olió los cirios y escuchó las notas del órgano y fue por un instante como si tuviera diecisiete años y hubiera salido a pasear por la calle Velázquez con su uniforme de cadete. «Me pareció que los conocías», dijo ella, «y que te daba un poco de miedo que ellos te conocieran a ti». Su padre bebió un trago de vermú y sonrió antes de hablar, igual que hacía siempre cuando iba a mentirle y los dos lo sabían. «Soy muy viejo y hace muchos años que falto de Madrid. Ya no conozco a nadie.» Llamó con una palmada al camarero y tardó un rato en reunir las monedas que debía pagarle: le costaba aceptar y calcular el valor que ahora tenía el dinero en España, y le repugnaba tocar el perfil metálico y ennoblecido del general Franco, a quien había conocido en el casino de oficiales de Ceuta, comprobando que no le llegaba más arriba de los hombros.

«Quiero llevarte a Mágina», le dijo, en el mismo tono que si le hiciera una declaración impersonal. «Si te gusta la ciudad podemos quedarnos allí todo el invierno.» Tal vez necesitaba compensarla por algo, disculparse ante sí mismo por haberle mentido, por no ser ya o no haber sido nunca el héroe de su infancia. «Y qué haremos luego», dijo ella. «Podemos volver a América si tú quieres.» «Lo que yo quiero es vivir en tu país.» Él bebió un poco más de vermú y sacudió la ceniza de su cigarrillo con un gesto que pertenecía a una elegancia antigua, desconocida para ella, anterior a la guerra, y no hubo el más leve tono de tristeza en su voz. «Éste ya no es mi país. Ya no hay ninguno que lo sea.»

Eso había querido darle siempre: lo que él no tenía, todo lo que perdió sin saber cuánto iba a importarle, a pesar suyo: la transparencia del aire de Madrid, los azules de la sierra de Mágina, un golpe de viento con olor a barbechos mojados entrando por la ventanilla levantada de un tren, el habla de las mujeres en los mercados y de los hombres en los bares, los ojos de la gente, las miradas francas y hasta crueles de los desconocidos en las calles, la ropa colgada en los balcones desde donde llegaba la música de un programa de radio, el sabor del pan y el brillo crudo del aceite, todas las cosas banales y necesarias que a él nunca iban a serle restituidas y que ella echaba de menos sin haberlas conocido siquiera. Desde que llegó a Madrid estuvo huyendo de la sorda evidencia del desengaño y del fraude: nada más bajarse del avión todos los años de su vida en América se le desvanecieron como si hubiera pasado allí unas pocas semanas: pero poco a poco también se le fueron perdiendo los años más lejanos que había ido a buscar, y se vio despojado, tan absurdo como un turista al que le roban su documentación y su dinero y todo su equipaje, colgado en el vacío, sin expectativas ni nostalgia, sin más compatriota verdadera ni punto de referencia estable que su hija.

Tenía miedo cuando llegaron a Mágina: miedo a decepcionarla o a perderla, o a ser desenmascarado por su perspicacia. Bajó tras ella del autocar, viéndola moverse con una gracia fatigada entre los otros viajeros, más alta y más joven que ellos, intocada en su entusiasmo por el remordimiento o el dolor, con su pantalón vaquero muy ceñido y su pelo tan largo, los pómulos pecosos, el aire indudable de extranjera que le daban la forma del mentón y el tono de la piel, impaciente por recoger el equipaje y salir a la ciudad, atenta a él, enderezándole el lazo y limpiándole la ceniza de la chaqueta, haciéndole preguntas a las que él contestaba con una benevolencia que jamás había empleado en su trato con nadie. Pero sus ojos y su voz eran españoles, pensaba siempre con orgullo, el brillo de las pupilas y el acento de Madrid con que hablaba, heredado del suyo, y más ahora, cuando la excitaba tanto la inminencia de conocer la ciudad y le preguntaba cómo se sentía, si estaba cansado, si se acordaba de los paisajes que habían visto desde la ventanilla durante el viaje y de las calles por donde el autobús entró a la ciudad. Un hombre desaliñado y con aire de mansedumbre alcohólica que empujaba un carrito de mano se ofreció a llevarles el equipaje hasta un hotel que estaba muy cerca, el Consuelo, en la misma acera, apenas unos metros más allá. Salieron a la calle tras él y el comandante Galaz se quedó unos instantes desorientado por la intensidad de la luz y por la extrañeza de encontrarse en una ciudad que había recordado durante treinta y seis años y que ahora no reconocía: edificios altos, garajes, una avenida por la que discurría ruidosamente el tráfico. Era como haberse equivocado de ciudad, no tanto porque ésta no se pareciera a Mágina como por el hecho de que era exactamente igual a casi todas las que había atravesado el autobús desde que salieron de Madrid.

Pasó el brazo por el hombro de su hija y ella le estrechó la cintura. No me acuerdo de nada, le dijo, no sé ni dónde estoy. Un poco antes de que llegaran al Consuelo se abrió la puerta de un bar y desde el interior vino una ráfaga de música que a ella le resultó instantáneamente familiar, el estribillo de una canción de los Rolling Stones,
Brown sugar:
nunca había esperado oír una de esas canciones en España, acostumbrada desde niña a asociar el país de su padre a los discos de los años treinta que algunas veces él escuchaba como una concesión algo avergonzada a la nostalgia. Le gustó verse abrazada a él en las cristaleras del bar, en medio de la hiriente luz del mediodía, y notó que el borracho triste que les llevaba el equipaje los miraba de soslayo con expresión de intriga, inseguro tal vez de que fueran padre e hija o asombrado de que caminaran por la calle abrazándose: casi nadie lo hacía por entonces en Mágina, sólo algunas parejas de forasteros o de novios voraces que se enredaban escandalosamente en los parques como serpientes pitón, según denunciaba el párroco integrista y taurino de San Isidoro. Sentía que al cobijarse en él al mismo tiempo lo estaba protegiendo de algo. Lo había cuidado desde mucho antes de que muriera su madre, lo había esperado por las noches y le había preparado la cena y la ropa limpia para el día siguiente mientras su madre bebía cócteles y fumaba cigarrillos sentada frente al televisor o permanecía encerrada con llave en su dormitorio, le ordenaba los libros y los papeles en su despacho, iba a buscarlo algunas tardes a la biblioteca universitaria donde trabajaba y volvía con él tomada de su brazo. Había en ella como una sólida disposición conyugal que se acentuó tras la muerte de su madre: en Mágina, en el hotel Consuelo, cuando lo vio sentarse en la cama y dejar las gafas y el sombrero en la mesa de noche y frotarse los ojos con las manos abiertas, como queriendo ocultar tras ellas su cara de fatiga, lo sintió más frágil que nunca, más incluso que cuando lo sorprendió reclinado e inhábil en el último banco de una iglesia de Madrid. Mientras ella deshacía el equipaje e iba distribuyendo la ropa en los armarios y los objetos de aseo en el cuarto de baño con la misma atención reflexiva y el mismo aire de perennidad que si fueran a quedarse allí el resto de sus vidas, su padre fumó despacio y luego se acercó a la ventana y sin descorrer los visillos se quedó mirando la avenida, las aceras sombreadas de árboles, el asfalto con un paso de cebra recién pintado y un semáforo que todavía no funcionaba, el edificio de ladrillo rojo de enfrente, con persianas de un verde suave y sanitario, que debía de ser una high school, pensó él, comprobando con desagrado que tardaba en acordarse de la palabra española. Al fondo, sobre las terrazas y los ángulos rectos de los bloques de pisos, vislumbró agujas de torres, y creyó escuchar entre el ruido del tráfico el reloj de la plaza del General Orduña: era como si aún no hubiera llegado de verdad a Mágina, como si el desaliento o la torpeza lo hubieran empujado a claudicar de su búsqueda cuando ya estaba casi en el fin del viaje: al emprender cada etapa, desde que dejó cerrada su casa de Queens y subió con su hija al taxi que los llevaría al aeropuerto Kennedy, se había sentido en el arranque definitivo del regreso, pero cada vez, en cada llegada, en cada nueva partida, no había encontrado la plenitud que se prometía a sí mismo sino una nueva postergación, una sequedad interior que jamás llegaba verdaderamente a conmoverse. Aeropuertos, estaciones de ferrocarril, hoteles, garajes donde arrancaban autobuses, ciudades entrevistas en una lejanía tan inalcanzable como la del horizonte. Ahora estaba en una habitación que podría encontrarse en cualquier ciudad, mirando una avenida y una fila de árboles y un edificio de ladrillo rojo que no podía asociar al nombre de Mágina, viendo sobre los tejados, como una línea azul de montañas remotas, los pináculos de algunas torres hacia las que ya no tenía empuje para caminar.

Cuando se volvió hacia el interior de la habitación el contraste con la luz de la calle le hizo verla casi a oscuras: le sorprendió que su hija estuviera allí, terminando de ordenar su ropa en un armario mientras cantaba por lo bajo una canción en inglés. No se acostumbraba a que hubiera crecido y madurado tanto en los últimos tiempos y a que hubiera en sus gestos y en la expresión de su cara una especie de gravedad jovial que estuvo siempre en ellos pero que se había acentuado tras la muerte de su madre. Sentía al mirarla una mezcla insensata de orgullo, incredulidad y pavor. Era inverosímil que esa muchacha hubiera sido engendrada por él, pero también lo eran casi todos los hechos de su vida desde una noche en que se abotonó serenamente el uniforme y se puso la gorra de plato delante del espejo en su dormitorio del pabellón de oficiales del cuartel de Infantería de Mágina y bajó despacio por las escaleras que conducían al patio y vio formado en él un batallón y escuchó las órdenes gritadas por otros hombres que hasta ese momento habían sido sus compañeros de armas y unos minutos después serían sus enemigos, sus víctimas o sus prisioneros. No había elegido arrebatadamente una causa, no lo habían cegado ni la pasión política, que le era indiferente, ni una voluntad de heroísmo heredada de sus mayores o inoculada en su inteligencia durante la guerra de África. Ni siquiera sabía entonces, en las primeras semanas de aquel mes de julio, en qué medida anidaba la desesperación en su alma como una enfermedad secreta. Tan sólo se dijo, mientras estaba afeitándose y oía en el patio las voces de mando y los taconazos de la tropa, que no podía tolerar que un grupo amotinado de capitanes y tenientes rompiera la disciplina desobedeciendo sus órdenes. Lo que ocurrió después no lo había previsto, y tampoco era responsabilidad suya: los disparos, los incendios, las multitudes, la sangre, los cadáveres con el vientre desgarrado y las piernas abiertas tirados por las cunetas y los terraplenes en los mediodías de bochorno, el entusiasmo y las esperanzas de vencer que nunca compartió.

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