Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
O no. Tal vez hubiera primado el sentido común. Tal vez esa tarde se presentase, pero no con una copia de papel carbón en el petate sino con una brigada de la Gestapo y esposas para todos.
Carla colocó un carrete en la cámara Minox. Luego guardó la cámara y los dos carretes de recambio en el cajón superior de un armario bajo de la cocina, oculto por unos paños. El armario se encontraba junto a la ventana, donde había mucha luz. Decidió que fotografiaría el documento encima del armario.
No sabía cómo lo harían para enviar las fotografías reveladas a Moscú, pero Frieda le había asegurado que llegarían, y Carla imaginó a algún viajante de comercio (tal vez de productos farmacéuticos, o de Biblias en alemán) con permiso para vender la mercancía en Suiza entregando discretamente el carrete a alguien de la embajada soviética de Berna.
La tarde era larga. Maud fue a descansar a su dormitorio. Ada hizo la colada. Carla se sentó en el comedor, apenas en uso últimamente, y trató de leer, pero no podía concentrarse. En el periódico solo publicaban mentiras. Debía estudiar para los próximos exámenes de enfermería, pero los términos médicos del libro de texto bailaban ante sus ojos. Estaba leyendo un viejo ejemplar de
Sin novedad en el frente
, una novela alemana sobre la Primera Guerra Mundial que había sido todo un éxito de ventas pero que ahora estaba prohibida porque narraba con demasiada crudeza el sufrimiento de los soldados; sin embargo, se encontró con que tenía el libro en las manos mientras contemplaba por la ventana cómo el sol de junio azotaba la ciudad polvorienta.
Por fin llegó. Carla oyó pasos en el camino de entrada y se levantó de inmediato para asomarse. No vio a ninguna brigada de la Gestapo, solo a Joachim Koch con el uniforme planchado y las botas lustrosas. Su rostro de estrella de cine revelaba tanta expectación como el de un niño que acudiera a una fiesta de cumpleaños. Llevaba el petate al hombro, como siempre. ¿Habría cumplido su promesa? ¿Había en esa bolsa una copia del plan de la Operación Azul?
Llamó al timbre.
Carla y Maud habían proyectado todos los detalles a partir de ese momento. Según el plan, Carla no acudiría a abrir. Al cabo de unos instantes, vio a su madre cruzar el recibidor con un salto de cama de seda púrpura y unas zapatillas de tacón alto. «Parece una prostituta», pensó Carla con vergüenza e incomodidad. La oyó abrir la puerta de entrada y luego cerrarla. Procedente del recibidor, oyó el frufrú de la seda y unos susurros cariñosos, prueba de que le estaba dando un abrazo. Luego la prenda púrpura y el uniforme caqui pasaron por delante de la puerta del comedor y desaparecieron hacia el piso de arriba.
La prioridad de Maud era asegurarse de que llevaba encima el documento. Tenía que contemplarlo, hacer algún comentario admirativo y volver a guardarlo. Luego llevaría a Joachim junto al piano, y buscaría alguna excusa (Carla prefería no pensar cuál) para cruzar con él la doble puerta que separaba el salón del estudio contiguo, una habitación más pequeña y más íntima con cortinas de terciopelo rojo y un sofá amplio y mullido. Cuando estuvieran allí, Maud daría la señal.
Como resultaba difícil prever de antemano la secuencia exacta de sus movimientos, habían pensado en varias señales posibles, con el mismo significado. La más simple consistía en cerrar la puerta lo bastante fuerte para que se oyera por toda la casa. Otra era pulsar el timbre situado junto a la chimenea, que sonaba en la cocina; uno de los mecanismos en desuso para llamar al servicio. Si no, había decidido que cualquier otro ruido serviría: en la desesperación, arrojaría al suelo el busto de mármol de Goethe, o rompería un jarrón «por accidente».
Carla salió del comedor y permaneció de pie en el recibidor, de cara a las escaleras. No se oía ningún ruido.
Se asomó a la cocina. Ada estaba fregando la cazuela de hierro donde había preparado la sopa, frotándola con una energía que, sin duda, era producto del nerviosismo. Carla le dirigió lo que pretendía que fuera una sonrisa alentadora. Carla y Maud habrían preferido mantener a Ada al margen de todo aquel asunto secreto, no porque no confiasen en ella (al contrario, su aversión hacia los nazis era extrema) sino porque el hecho de saberlo la convertía en cómplice de traición, lo cual podía desembocar en una condena de pena capital. Sin embargo, vivían demasiado cerca para tener secretos; o sea que Ada lo sabía todo.
Carla oyó a Maud soltar una risita cantarina. Conocía ese sonido, tenía un deje artificial e indicaba que estaba llevando su poder de seducción al límite.
¿Tenía Joachim el documento, o no?
Al cabo de unos instantes, Carla oyó el piano. No cabía duda de que quien tocaba era Joachim. La melodía correspondía a una sencilla tonada infantil sobre un gato en la nieve: «A.B.C., Die Katze lief im Schnee». El padre de Carla se la había cantado cientos de veces. Al pensarlo, se le hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo se atrevían los nazis a tocar esas canciones después de haber dejado huérfanos a tantos niños?
El sonido cesó de golpe a media canción. Algo había ocurrido. Carla se esforzó por oír algo: voces, pasos, lo que fuera; pero no oyó nada.
Transcurrió un instante, y otro.
Algo había salido mal, pero ¿qué?
Miró a Ada en la cocina, y esta dejó de frotar la cazuela y extendió las manos en un gesto que significaba: «No tengo ni idea».
Carla tenía que averiguarlo.
Se dirigió en silencio al piso de arriba, pisando con cuidado la alfombra raída.
Se detuvo frente al salón. Seguía sin oír nada: ni el piano, ni movimientos, ni voces.
Abrió la puerta con el mayor sigilo.
Se asomó. No veía a nadie. Entró y miró alrededor. El salón estaba desierto.
No había rastro del petate de Joachim.
Se volvió hacia la doble puerta que daba al estudio. Una de las dos hojas estaba entreabierta.
Carla cruzó la habitación de puntillas. Allí no había alfombra, solo las tablas de madera pulida, y sus pasos no resultaban completamente silenciosos; pero tenía que correr ese riesgo.
Al acercarse, oyó susurros.
Llegó a la puerta. Se pegó a la pared y se arriesgó a echar un vistazo dentro.
Estaban de pie, abrazados, besándose. Joachim se encontraba de espaldas a la puerta y, por tanto, a Carla; sin duda, Maud se había cuidado de situarlo en esa posición. Mientras los observaba, Maud interrumpió el beso, miró por encima del hombro de él y cruzó una mirada con Carla. Apartó la mano del cuello de Joachim y le hizo una señal apremiante.
Carla vio el petate encima de una silla.
Comprendió de inmediato lo que había ocurrido. Cuando Maud persuadió a Joachim para entrar en el estudio, él no había dejado la bolsa en el salón, tal como esperaban, sino que, presa del nerviosismo, la había llevado consigo.
Ahora Carla tenía que recuperarla.
Entró en la habitación. El pulso le palpitaba con fuerza en las sienes.
—Oh, sí, cariño, sigue así —musitó Maud.
—Te quiero, amor mío —gimió Joachim.
Carla avanzó dos pasos, cogió el petate, se dio media vuelta y salió en silencio de la habitación.
No pesaba nada.
Cruzó rápidamente el salón y corrió escaleras abajo, con la respiración agitada.
Una vez en la cocina, depositó el petate sobre la mesa y desató los cordones. Dentro había un ejemplar del día del periódico berlinés
Der Angriff
, un paquete de cigarrillos Kamel sin estrenar y una sencilla carpeta de cartón de color beige. Con las manos temblorosas, sacó la carpeta de la bolsa y la abrió. Dentro había una copia de papel carbón de un documento.
La primera hoja tenía un título:
DIRECTIVA N.º 41
En la última página había una línea de puntos para incluir la firma. No aparecía ninguna rúbrica, sin duda porque se trataba de una copia, pero el nombre mecanografiado junto a la línea de puntos era Adolf Hitler.
Entre ambas cosas se detallaba el plan de la Operación Azul.
Su corazón se llenó de júbilo, mezclado con la tensión que todavía sentía y el tremendo temor a que la descubrieran.
Colocó el documento encima del armario bajo cercano a la ventana de la cocina. Rápidamente, abrió el cajón y sacó la cámara Minox y los dos carretes de recambio. Situó bien el documento y empezó a fotografiarlo página por página.
No le llevó mucho tiempo, solo tenía diez páginas. Ni siquiera le hizo falta cambiar el carrete. Lo había hecho; había robado el plan de combate.
«Va por ti, papá.»
Volvió a guardar la cámara en el cajón, lo cerró, guardó el documento en la carpeta de cartón, metió la carpeta en el petate y cerró este tirando de los cordones.
Con todo el sigilo de que fue capaz, regresó con el petate a la planta superior.
Cuando entró en el salón oyó la voz de su madre. Maud estaba hablando con claridad y gran énfasis, expresamente para que ella la oyera, y Carla captó la advertencia de inmediato.
—Por favor, no te preocupes —decía—. Es porque estabas muy excitado. Los dos estábamos muy excitados.
Joachim respondió con un hilo de voz, en tono incómodo.
—Me siento como un tonto —dijo—. No has hecho más que tocarme, y se acabó.
Carla imaginó qué había sucedido. No tenía experiencia, pero las muchachas contaban cosas, y las conversaciones de las enfermeras contenían todo tipo de detalles. Joachim debía de haber tenido una eyaculación precoz. Frieda le había explicado que las primeras veces a Heinrich le había pasado lo mismo, y que se moría de la vergüenza, aunque pronto lo superó. Era debido al nerviosismo, le dijo ella.
El hecho de que las caricias de Maud y Joachim hubieran terminado tan pronto, creaba una dificultad añadida a Carla. Joachim se daría más cuenta de todo, ya no estaría ciego y sordo a lo que sucedía a su alrededor.
Con todo, Maud debía de estar haciendo todo lo posible para mantenerlo de espaldas a la puerta. Si Carla conseguía colarse un momento en la habitación y volver a dejar el petate en la silla sin que Joachim la viera, tal vez lo lograsen.
Carla cruzó el salón y se detuvo frente a la puerta abierta. El corazón le latía desbocado.
Maud hablaba en tono tranquilizador:
—Ocurre muchas veces; el cuerpo no puede esperar. No pasa nada.
Carla asomó la cabeza por la puerta.
Los dos seguían de pie en el mismo sitio, todavía muy cerca el uno del otro. Maud miró por detrás de Joachim y vio a Carla. Entonces posó la mano en la mejilla de él para evitar que la viera.
—Bésame otra vez, y dime que no me odias por ese pequeño accidente —dijo.
Carla puso un pie en la habitación.
—Necesito un cigarrillo —dijo Joachim.
Carla vio que se daba la vuelta y retrocedió.
Aguardó junto a la puerta. ¿Llevaba tabaco en el bolsillo o iría a por el paquete que guardaba en el petate?
Obtuvo la respuesta al cabo de un segundo.
—¿Dónde está mi petate? —preguntó.
A Carla se le paró el corazón.
—Lo has dejado en el salón —dijo Maud con voz clara.
—No, no lo he dejado en el salón.
Carla cruzó la estancia, dejó la bolsa en una silla y salió a las escaleras. Se detuvo en el rellano para escuchar.
Los oyó trasladarse del estudio al salón.
—Ahí está, ya te lo decía yo.
—Yo no lo he dejado ahí —repuso él con obstinación—. Me había propuesto no perderlo de vista. Pero, sí que lo he hecho… cuando te he besado.
—Cariño, estás disgustado por lo que nos ha ocurrido. Intenta relajarte.
—Alguien debe de haber entrado en el estudio mientras estaba distraído…
—Qué tontería.
—A mí no me lo parece.
—Vamos al piano, nos sentaremos juntos, como a ti te gusta —dijo, pero empezaba a notarse que estaba desesperada.
—¿Quién más hay en esta casa?
Carla imaginó qué ocurriría a continuación y bajó corriendo a la cocina. Ada la miró con expresión alarmada, pero no tenía tiempo de explicárselo.
Oyó las pisadas de las botas de Joachim en las escaleras.
Al cabo de un instante, apareció en la puerta de la cocina. Llevaba el petate en la mano y tenía el semblante furioso. Miró a Carla y a Ada.
—¡Una de vosotras ha registrado mi bolsa! —bramó.
Carla habló con tanta serenidad como fue capaz.
—No sé qué le hace pensar eso, Joachim —respondió.
Maud apareció por detrás de Joachim y entró a la cocina.
—Prepara café, por favor, Ada —dijo en tono alegre—. Joachim, siéntate, por favor.
Él no le hizo caso y registró la cocina. Posó la mirada en la superficie del armario bajo cercano a la ventana. Entonces Carla reparó horrorizada en que, aunque había guardado la cámara, había dejado a la vista los dos carretes de recambio.
—Eso son cintas de ocho milímetros, ¿no? —adivinó Joachim—. ¿Tenéis una minicámara?
De repente, no parecía tan ingenuo.
—¿Para eso sirven las cintas? —dijo Maud—. Me lo estaba preguntando. Se las ha dejado otro alumno, agente de la Gestapo, por cierto.
Era una improvisación brillante, pero Joachim no se lo tragó.
—Y también se ha dejado esta cámara, ¿no? —dijo. Había abierto el cajón.
Allí estaba la pequeña y pulcra cámara de acero inoxidable, encima de un paño blanco, más evidente que un charco de sangre.
Joachim parecía consternado. Quizá no creyera en serio que estaba siendo víctima de una traición; tal vez solo se estuviera desahogando por el percance sexual y ahora se viera enfrentado por primera vez a la realidad. Fuera cual fuese el motivo, permaneció aturdido unos momentos. Sin soltar el tirador del cajón, miraba la cámara como si estuviera hipnotizado. En ese breve instante, Carla se dio cuenta de que acababa de hacerse añicos el sueño romántico de un joven, y de que su furia sería terrible.
Al final levantó la cabeza. Miró a las tres mujeres a su alrededor y posó los ojos en Maud.
—Has sido tú —dijo—. Me has tendido una trampa. Pero recibirás tu castigo. —Cogió la cámara y los carretes y se los guardó en el bolsillo—. Está detenida, frau Von Ulrich. —Dio un paso adelante y la agarró del brazo—. Voy a llevarla al cuartel general de la Gestapo.
Maud se soltó de un tirón y retrocedió un paso.
Entonces Joachim estiró el brazo hacia atrás y la golpeó con toda su alma. Era alto, fuerte y joven. El puñetazo le alcanzó la cara y la tiró al suelo.
Joachim se situó encima de ella.