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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (71 page)

BOOK: El invierno del mundo
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—En realidad, sí —dijo—. Han detenido a mi padre.

Frieda se quedó helada.

—¡Oh, Carla! —exclamó, y la rodeó con un brazo.

—No conseguimos saber dónde está —añadió Carla.

Werner no dio muestras de compasión.

—¡Pues entonces ya sabrás que no conviene desafiarlos! —dijo—. También te habrían detenido a ti si el inspector Macke no creyera que las chicas sois inofensivas.

Carla sintió ganas de llorar. Había estado a punto de enamorarse de Werner, y ahora resultaba ser un cobarde.

—¿Estás diciendo que no vas a ayudarnos? —preguntó Frieda.

—Sí.

—¿Porque quieres conservar tu empleo?

—No tiene sentido… ¡Es imposible vencerlos!

Carla estaba furiosa con él por su cobardía y su derrotismo.

—¡No podemos permitir que esto ocurra!

—Es una locura enfrentarse directamente a ellos. Hay otras formas de combatirlos.

—¿Cómo? ¿Trabajando despacio, como defienden esos panfletos? ¡Eso no hará que dejen de matar a niños discapacitados!

—¡Desafiar al gobierno es suicida!

—¡Y todo lo demás, cobardía!

—¡Me niego a que me juzguen dos chicas! —Dicho lo cual, Werner se marchó a grandes zancadas.

Carla contuvo las lágrimas. No podía llorar en presencia de las doscientas personas congregadas al sol frente a la iglesia.

—Creía que él era diferente —dijo.

Frieda estaba disgustada, pero también desconcertada.

—Es diferente —repuso—. Lo conozco de toda la vida. Le pasa algo más, algo que no nos dice.

La madre de Carla se acercó a ellas. No percibió la aflicción de su hija, algo insólito en ella.

—¡Nadie sabe nada! —dijo, desconsolada—. No consigo saber dónde puede estar tu padre.

—Seguiremos intentándolo —contestó Carla—. ¿No tenía amigos en la embajada estadounidense?

—Conocidos. Ya les he preguntado, pero no han averiguado nada.

—Volveremos a preguntarles mañana.

—Oh, Dios, supongo que hay millones de mujeres alemanas en mi situación.

Carla asintió.

—Vamos a casa, mamá.

Volvieron caminando despacio, sin hablar, sumidas en sus pensamientos. Carla estaba furiosa con Werner, más aún por haber creído que era tan diferente. ¿Cómo podía haberse prendado de alguien tan débil?

Llegaron a su calle.

—Mañana iré a la embajada estadounidense —dijo Maud mientras se acercaban a casa—. Esperaré en la recepción todo el día si hace falta. Les suplicaré que hagan algo. Si de verdad quisieran, podrían llevar a cabo una investigación semioficial sobre el cuñado de un ministro británico. ¡Oh! ¿Por qué está abierta la puerta?

Lo primero que pensó Carla era que la Gestapo había vuelto a visitarles, pero no había ningún coche negro aparcado en la acera. Y de la cerradura colgaba una llave.

Maud entró en el recibidor y gritó.

Carla corrió tras ella.

Un hombre yacía en el suelo bañado en sangre.

Carla consiguió reprimir un grito.

—¿Quién es? —preguntó.

Maud se arrodilló junto al hombre.

—Walter —dijo—. Oh, Walter, ¿qué te han hecho?

Carla vio entonces que era su padre. Estaba tan malherido que apenas resultaba reconocible. Tenía un ojo cerrado; la boca, hinchada y convertida en una gran magulladura; el pelo, cubierto de sangre coagulada, y un brazo retorcido. La pechera de su chaqueta estaba manchada de vómito.

—¡Walter, háblame, háblame! —le urgió Maud.

Él abrió su destrozada boca y gruñó.

Carla contuvo el dolor histérico que bullía en su interior recurriendo a su profesionalidad. Cogió un cojín y se lo colocó bajo la cabeza. Fue a la cocina a por un vaso de agua y le vertió un poco sobre los labios. Walter tragó y abrió la boca pidiendo más. Cuando pareció saciado, Carla fue a su estudio, cogió una botella de aguardiente y le dio unas gotas. Su padre las tragó y tosió.

—Voy a avisar al doctor Rothmann —dijo Carla—. Lávale la cara y dale más agua. No intentes moverlo.

—Sí, sí. ¡Date prisa! —dijo Maud.

Carla salió de casa con la bici y se puso en camino a toda prisa. Al doctor Rothmann ya no se le permitía ejercer —los judíos no podían ser médicos—, pero, extraoficialmente, seguía atendiendo a la gente.

Carla pedaleó con furia. ¿Cómo había llegado a casa su padre? Suponía que lo habían llevado en coche y que él se las había arreglado para llegar renqueante desde la acera, y que una vez dentro se había desplomado.

Llegó a casa del doctor. Al igual que la suya, estaba en pésimas condiciones. Los antisemitas habían roto la mayoría de los vidrios de las ventanas. Frau Rothmann abrió la puerta.

—Han dado una paliza a mi padre —dijo Carla jadeante—. La Gestapo.

—Mi marido irá enseguida —respondió frau Rothmann. Se volvió y gritó en dirección a las escaleras—: ¡Isaac! —El médico bajó—. Es herr Von Ulrich —le informó su esposa.

El médico cogió un cesto de la compra que había junto a la puerta. Dado que tenía prohibido practicar la medicina, Carla supuso que nunca llevaba nada que pareciese un maletín con instrumental.

Salieron de la casa.

—Iré delante con la bicicleta —dijo Carla.

Cuando llegó, encontró a su madre sentada en el portal, llorando.

—¡El médico está de camino! —exclamó.

—Llega tarde —contestó Maud—. Tu padre ha muerto.

VIII

Volodia se encontraba a las puertas de los almacenes Wertheim, justo enfrente de Alexanderplatz, a las dos y media de la tarde. Había inspeccionado la zona varias veces, en busca de hombres que pudiesen ser policías vestidos de civil. Estaba seguro de que no lo habían seguido hasta allí, pero cabía la posibilidad de que algún agente de la Gestapo de paso lo reconociese y dedujese lo que se traía entre manos. Un lugar concurrido era el mejor camuflaje, pero no infalible.

¿Eran ciertos los planes de invasión? De serlo, Volodia no permanecería en Berlín mucho tiempo más. Se despediría con un beso de Gerda y Sabine. Y probablemente volvería a la sede de los servicios secretos del Ejército Rojo en Moscú. Anhelaba pasar algún tiempo con su familia. Su hermana, Ania, tenía gemelos a los que él aún no había visto. Y creía que le sentaría bien descansar un poco. El trabajo clandestino conllevaba una tensión permanente: dar esquinazo a los agentes de la Gestapo que lo seguían, organizar encuentros secretos, reclutar espías y preocuparse por las posibles traiciones. Agradecería pasar uno o dos años en los cuarteles generales, si es que la Unión Soviética sobrevivía tanto tiempo. Otra posibilidad era que lo enviasen a otro destino en el extranjero. Le apetecía Washington. Siempre había deseado conocer Estados Unidos.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de papel arrebujado y lo tiró en una papelera. Un minuto antes de las tres, encendió un cigarrillo, aunque no fumaba. Dejó caer cuidadosamente la cerilla entre los pliegues del pañuelo y se alejó.

Segundos después, alguien gritó: «¡Fuego!».

Justo cuando todo el vecindario miraba hacia la papelera en llamas, un taxi se detuvo a la puerta de los almacenes, un Mercedes 260D negro. Un apuesto joven con uniforme de teniente de las Fuerzas Aéreas se apeó de él. Mientras el teniente pagaba al taxista, Volodia subió al coche y cerró de un portazo.

En el suelo del taxi, donde el conductor no podía verlo, había un ejemplar de
Neues Volk
, la revista nazi de propaganda racista. Volodia lo cogió, pero no lo leyó.

—Algún idiota ha prendido fuego a una papelera —dijo el taxista.

—Al hotel Adlon —le indicó Volodia.

Por el camino hojeó la revista y verificó que entre sus hojas había escondido un sobre de color beige.

Ansiaba abrirlo, pero esperó.

Al llegar al hotel bajó del coche, aunque no entró, sino que franqueó la Puerta de Brandenburgo y se internó en el parque. Los árboles lucían vívidos brotes. Era un día cálido de primavera y mucha gente paseaba.

La revista parecía quemarle las manos. Volodia encontró un banco discreto y se sentó.

Volvió a hojear la revista y, protegiéndolo de la vista con ella, abrió el sobre de color beige.

Sacó de él un documento. Era una copia de carbón, mecanografiada y algo borrosa, pero legible. Llevaba un encabezamiento.

DIRECTIVA N.º 21: OPERACIÓN BARBARROJA

Federico Barbarroja era el nombre del emperador alemán que había encabezado la tercera cruzada en el año 1189.

El texto comenzaba así: «La Wehrmacht alemana debe estar preparada, antes incluso del fin de la guerra contra Gran Bretaña, para derrotar a la Unión Soviética en una rápida campaña».

Volodia se sorprendió resollando. Aquello era dinamita. El espía de Tokio había acertado, y Stalin se había equivocado. Y la Unión Soviética corría un peligro mortal.

Con el corazón desbocado, Volodia miró el final del documento, donde vio una rúbrica: «Adolf Hitler».

Leyó las páginas en diagonal, buscando una fecha, y la encontró. La invasión estaba programada para el 15 de mayo de 1941.

Junto a ella había una nota a lápiz, con la letra de Werner Franck: «La fecha ha cambiado al 22 de junio».

—Oh, Dios mío, lo ha hecho —dijo Volodia en voz alta—. Ha confirmado la invasión.

Devolvió el documento al sobre y lo escondió entre las hojas de la revista.

Eso lo cambiaba todo.

Se levantó y se encaminó de vuelta a la embajada soviética para comunicar la noticia.

IX

En Akelberg no había estación de tren, por lo que Carla y Frieda se apearon en la más próxima, situada a unos quince kilómetros, y recorrieron esa distancia en bicicleta.

Llevaban pantalones cortos, sudaderas y sandalias cómodas, y se habían recogido el pelo en trenzas. Parecían miembros de la Liga de Muchachas Alemanas, la Bund Deutscher Mädel o BDM, muy aficionadas a las salidas en bicicleta. Se especulaba mucho sobre si, aparte de eso, hacían o no algo más, especialmente por la noche en los austeros albergues en los que se alojaban. Los chicos decían que las siglas BDM correspondían a
Bubi Drück Mir
, algo así como «Muchacho, arrímate a mí».

Carla y Frieda consultaron el mapa que llevaban y salieron de la ciudad en dirección a Akelberg.

Carla pensaba en su padre a todas horas. Sabía que nunca se recuperaría de la terrible experiencia de haberlo encontrado salvajemente golpeado y moribundo. Había llorado durante días. Pero otra emoción convivía con su dolor: la rabia. No se iba a conformar con sentirse triste. Iba a hacer algo con ella.

Maud, también deshecha de dolor, había intentado convencer a Carla de que no fuese a Akelberg.

—Mi marido está muerto, mi hijo está en el ejército, ¡no quiero que mi hija también ponga su vida en peligro! —había sollozado.

Después del funeral, cuando el horror y la histeria dieron paso a un duelo más sereno y profundo, Carla le preguntó qué era lo qu e habría querido Walter. Maud lo meditó mucho. No le contestó hasta el día siguiente.

—Habría querido que siguieses con la lucha.

Para Maud fue duro decir aquello, pero las dos sabían que era verdad.

Frieda no mantuvo esa discusión con sus padres. Su madre, Monika, había estado enamorada de Walter en el pasado y su muerte la dejó desolada; sin embargo, le habría horrorizado saber lo que Frieda estaba haciendo. Su padre, Ludi, la habría encerrado en el sótano. Sin embargo, creían que solo había salido de excursión en bicicleta. En todo caso, habrían podido sospechar que iba a encontrarse con algún novio no especialmente idóneo.

El terreno era montañoso y encontraron fuertes pendientes, pero las dos estaban en forma, y una hora después descendían ya hacia la pequeña ciudad de Akelberg. Carla sintió aprensión; estaban penetrando en territorio enemigo.

Fueron a una cafetería. No había Coca-Cola. «¡Esto no es Berlín!», les espetó muy indignada la mujer que había al otro lado del mostrador, como si hubiesen pedido que una orquesta les tocase una serenata. Carla no entendía por qué alguien con tanta aversión hacia los foráneos regentaba una cafetería.

Tomaron sendos vasos de Fanta, un producto alemán, y aprovecharon la ocasión para llenar de agua sus botellines.

No sabían dónde estaba exactamente el hospital. Tendrían que preguntar, pero a Carla le preocupaba despertar sospechas. Los nazis del lugar podrían interesarse por dos extrañas que fueran por ahí haciendo preguntas.

—Tenemos que encontrarnos con el resto del grupo en un cruce de caminos que hay al lado del hospital —dijo Carla mientras pagaban—. ¿Por dónde se va?

La mujer no la miró a los ojos.

—Aquí no hay ningún hospital.

—La Institución Médica Akelberg —insistió Carla, citando el encabezamiento de la carta.

—Debe de estar en otro Akelberg.

A Carla le pareció que mentía.

—Qué extraño —dijo, sin dejar de fingir—. Espero que no nos hayamos equivocado de sitio.

Enfilaron con las bicicletas por la calle principal. No había alternativa, pensó Carla: tendrían que preguntar por la dirección.

En un banco situado frente a la puerta de un bar había un anciano de aspecto inofensivo, disfrutando del sol vespertino.

—¿Dónde está el hospital? —le preguntó Carla, tratando de ocultar su nerviosismo con una actitud jovial.

—Tenéis que cruzar la ciudad y subir la colina que os quedará a la izquierda —contestó—. Pero no entréis… ¡No son muchos los que salen! —Se rió a carcajadas como si acabara de hacer un chiste.

Las señas eran poco precisas, pero Carla pensó que bastarían. Decidió no llamar más la atención volviendo a preguntar.

Una mujer con un pañuelo en la cabeza tomó del brazo al anciano.

—No le hagáis caso, no sabe lo que dice —se disculpó, con aire consternado. Lo puso en pie con brusquedad y lo apremió por la acera—. A ver si aprendes a estar callado, viejo idiota —masculló.

Daba la impresión de que aquella gente sospechaba lo que estaba ocurriendo en su comunidad. Por suerte, casi todos reaccionaban igual: mostrándose hoscos y desentendiéndose de aquello. Era poco probable que tuviesen mucho interés en informar a la policía o al Partido Nazi.

Carla y Frieda siguieron avanzando por aquella calle y encontraron el albergue juvenil. Había miles como aquel en Alemania, al servicio de personas idénticas a las que ellas fingían ser: jóvenes atléticas haciendo deporte unos días al aire libre. Se registraron. Las instalaciones eran muy rudimentarias, con literas de tres camas, pero era barato.

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