Read El invierno del mundo Online
Authors: Ken Follett
—Sé cómo consigues la comida que nos traes —contestó Carla—. No comercias en el mercado negro, ¿verdad?
—Pues claro que sí —repuso Frieda—. ¿De qué estás hablando?
—Hace un rato te he visto bajar de un jeep.
—El coronel Hicks se ha ofrecido a traerme.
—Te ha besado en la boca.
Frieda apartó la mirada.
—Sabía que tenía que haberme bajado antes. Tendría que haber venido a pie desde la zona estadounidense.
—Frieda, ¿y Heinrich?
—¡Nunca lo sabrá! Iré con más cuidado, te lo juro.
—¿Aún le amas?
—¡Por supuesto que sí! Vamos a casarnos.
—Entonces, ¿por qué…?
—¡Ya he pasado suficientes penurias! Quiero ponerme ropa bonita e ir a clubes nocturnos y bailar.
—No, no es eso lo que quieres —replicó Carla con firmeza—. No puedes mentirme, Frieda. Hace demasiado tiempo que somos amigas. Dime la verdad.
—¿La verdad?
—Sí, por favor.
—¿Estás segura?
—Completamente.
—Lo he hecho por Walli.
Aquella respuesta dejó a Carla sin respiración. No se le había ocurrido que ese fuera el motivo, pero tenía sentido. Carla creía capaz a Frieda de hacer semejante sacrificio por ella y su bebé.
Pero se sentía fatal. Eso la hacía responsable de que Frieda se estuviera prostituyendo.
—¡Es terrible! —dijo—. No tendrías que haberlo hecho… Habríamos salido adelante de algún modo.
Frieda saltó del taburete del piano con el bebé aún en brazos.
—¡No, no es verdad! —bramó.
Walli se asustó y empezó a llorar. Carla lo cogió y lo acunó, dándole palmaditas en la espalda.
—No habríais salido adelante —dijo Frieda, más calmada.
—¿Cómo lo sabes?
—Durante todo el invierno llegaron bebés al hospital, desnudos, envueltos en periódicos, muertos de hambre y frío. Casi no podía soportar mirarlos.
—Oh, Dios mío… —Carla estrechó a Walli contra su pecho.
—Adquieren un color azulado cuando mueren de frío.
—Basta.
—Tengo que decírtelo, si no, no entenderás por qué lo he hecho. Walli habría sido uno de esos niños congelados y azules.
—Lo sé —susurró Carla—. Lo sé.
—Percy Hicks es un hombre amable. Tiene una mujer en Boston que al parecer no se cuida mucho, y soy la joven más atractiva que ha visto. Es tierno y rápido en el sexo, y siempre utiliza preservativo.
—Deberías dejar de hacerlo —dijo Carla.
—En realidad no piensas eso.
—No —confesó Carla—. Y eso es lo peor. Me siento tan culpable… Soy culpable.
—No lo eres. Es una decisión que he tomado por mí misma. Las mujeres alemanas tenemos que tomar decisiones difíciles. Estamos pagando por las decisiones fáciles que los hombres alemanes tomaron hace quince años. Hombres como mi padre, que creía que Hitler sería beneficioso para los negocios, y como el padre de Heinrich, que votó a favor de la Ley de Habilitación. Los pecados de los padres los pagamos las hijas.
Oyeron un fuerte golpe en la puerta de la calle. Instantes después les llegó el correteo de unos pasos y Rebecca corrió a esconderse arriba, por si era el Ejército Rojo.
—¡Oh, señor! ¡Buenos días! —saludó la voz de Ada. Parecía sorprendida y algo preocupada, aunque no asustada. Carla se preguntó quién podría haber provocado esa mezcla de reacciones en la criada.
A continuación oyeron unos pasos pesados y masculinos, y Werner entró en la sala.
Iba sucio y andrajoso, y estaba delgado como un alfiler, pero su atractivo rostro lucía una amplia sonrisa.
—¡Soy yo! —dijo, exultante—. ¡He vuelto!
Entonces vio al bebé. Se quedó boquiabierto y su sonrisa desapareció.
—Oh… —balbució—. ¿Qué…? ¿Quién…? ¿De quién es el bebé?
—Mío, cariño —contestó Carla—. Deja que te explique.
—¿Explicar? —repuso él, airado—. ¿Qué explicación necesita esto? ¡Has tenido un hijo con otro! —Se dio la vuelta para marcharse.
—¡Werner! —gritó Frieda—. En esta sala hay dos mujeres que te quieren. No te vayas sin escucharnos. No lo entiendes.
—Creo que lo entiendo todo.
—A Carla la violaron.
Werner palideció.
—¿Que la violaron? ¿Quién?
—Nunca supe cómo se llamaban —contestó Carla.
—¿Llamaban? —Werner tragó saliva—. ¿Fue… fue más de uno?
—Cinco soldados del Ejército Rojo.
La voz de Werner se redujo a un susurro.
—¿Cinco?
Carla asintió.
—Pero… ¿no pudiste…? Quiero decir…
—A mí también me violaron, Werner —dijo Frieda—. Y a mamá.
—Cielo santo, ¿qué ha ocurrido aquí?
—Un infierno —respondió Frieda.
Werner se dejó caer en un ajado sillón de cuero.
—Creía que el infierno era lo que yo he vivido —dijo. Hundió la cara entre las manos.
Carla cruzó la sala con Walli en brazos y se quedó de pie frente a Werner.
—Mírame, Werner —le dijo—. Por favor.
Él alzó la mirada, con el rostro contraído por la emoción.
—El infierno ha terminado —añadió Carla.
—¿De verdad?
—Sí —contestó ella con firmeza—. La vida es dura, pero los nazis ya no están, la guerra ha acabado, Hitler está muerto, y los violadores del Ejército Rojo están más o menos bajo control. La pesadilla ha terminado. Y los dos estamos vivos, y juntos.
Él alargó el brazo y le tomó una mano.
—Tienes razón.
—Tenemos a Walli, y enseguida conocerás a una chica de quince años llamada Rebecca, que en cierto modo se ha convertido en mi hija. Tenemos que formar una nueva familia con lo que la guerra nos ha dejado, igual que tenemos que construir nuevas casas con los escombros que hay en las calles.
Werner asintió, aceptando la realidad.
—Necesito tu amor —le dijo Carla—. Y Rebecca y Walli también.
Werner se puso en pie lentamente. Carla lo miró expectante. Él no dijo nada, pero, tras un largo momento, los abrazó a ella y al bebé con ternura.
Con las normativas de guerra aún vigentes, el gobierno británico seguía teniendo capacidad para abrir una mina de carbón en cualquier parte, al margen de la voluntad del propietario de las tierras, a quien se pagaban compensaciones por las pérdidas de los ingresos que le hubiesen reportado su cultivo o su explotación comercial.
Billy Williams, ministro del Carbón, autorizó la excavación de una mina a cielo abierto en los terrenos de Ty Gwyn, la residencia palaciega del conde Fitzherbert, situada a las afueras de Aberowen.
En este caso no cabía pagar compensación, pues no se trataba de un terreno comercial.
La decisión levantó protestas entre los conservadores de la Cámara de los Comunes.
—¡La montaña de desechos estará justo debajo de las ventanas de la condesa! —dijo indignado uno de ellos.
Billy Williams sonrió.
—La montaña de desechos del conde ha estado debajo de la ventana de mi madre durante cincuenta años —replicó.
Lloyd Williams y Ethel fueron a Aberowen con Billy el día antes de que los operarios comenzasen a excavar. Lloyd tuvo reticencias al dejar sola a Daisy, que debía dar a luz dos semanas después, pero era un momento histórico y quería estar allí.
A sus abuelos no les faltaba ya mucho para cumplir los ochenta. El abuelo casi no veía, ni siquiera con las gafas de culo de botella, y la abuela estaba encorvada.
—Qué felicidad —dijo la abuela cuando todos se sentaron a la vieja mesa de la cocina—. Mis dos hijos aquí.
Les sirvió ternera estofada con puré de nabos y gruesas rebanadas de pan casero untado con el pringue de la carne, y grandes tazones de té dulce con leche como acompañamiento.
De niño, Lloyd había comido aquello muchas veces, pero en ese momento le pareció una comida vulgar. Sabía que, incluso en los tiempos difíciles, las mujeres francesas y españolas se las arreglaban para elaborar sabrosos platos delicadamente condimentados con ajo y guarnecidos con hierbas. Se avergonzó de sus remilgos y fingió comer y beber con fruición.
—Qué lástima que se pierdan los jardines de Ty Gwyn —dijo la abuela, con falta de tacto.
Billy se sintió herido.
—¿Qué quieres decir? Gran Bretaña necesita el carbón.
—Pero a la gente le encantan esos jardines. Son muy bonitos. He ido a verlos al menos una vez al año desde que era joven. Es una pena que desaparezcan.
—¡Hay una zona de recreo fantástica justo en el centro de Aberowen!
—No es lo mismo —repuso la abuela, imperturbable.
—Las mujeres nunca entenderán de política —dijo el abuelo.
—No —convino la abuela—. Supongo que no.
Lloyd miró a su madre, que sonrió sin decir nada.
Billy y Lloyd compartieron el segundo dormitorio, y Ethel preparó una cama en el suelo de la cocina.
—Dormí en esta habitación todas las noches de mi vida hasta que me alisté en el ejército —dijo Billy mientras se acostaban—. Y todas las mañanas veía por la ventana esa jodida montaña de desechos.
—Baja la voz, tío Billy —le dijo Lloyd—. No querrás que tu madre te oiga decir tacos.
—Sí, tienes razón —contestó Billy.
A la mañana siguiente, después de desayunar, todos subieron por la ladera de la colina en dirección a la mansión. Era una mañana templada y, para variar, no llovía. Las montañas se recortaban contra el cielo y parecían más suaves cubiertas por el manto de hierba estival. Cuando Ty Gwyn apareció a la vista, Lloyd no pudo evitar verla más como una edificación bonita que como un símbolo de opresión. Era las dos cosas, por descontado, pero en política nada era sencillo.
Las grandes cancelas de hierro estaban abiertas. La familia Williams entró en la propiedad, donde ya se había congregado una multitud: los hombres del contratista y su maquinaria, un centenar aproximado de mineros y sus familias, el conde Fitzherbert y su hijo Andrew, un puñado de periodistas con cuadernos de notas y un equipo de filmación.
Los jardines eran imponentes. La avenida de viejos castaños había verdecido ya, se veían cisnes en el lago y los bancales de flores rebosaban de color. Lloyd supuso que el conde se había asegurado de que el lugar luciese aquel día su mejor cara. Quería dejar al gobierno laborista como una sarta de destructores a los ojos del mundo.
Lloyd sintió compasión por él.
El alcalde de Aberowen estaba concediendo una entrevista.
—Los habitantes de esta ciudad son contrarios a la excavación de una mina a cielo abierto —decía.
Lloyd se sorprendió; el gobierno municipal era laborista, y oponerse al gobierno nacional habría equivalido a lanzar piedras sobre su propio tejado.
—Durante más de cien años, la belleza de estos jardines ha refrescado las almas de la gente que vive en este lóbrego paisaje industrial —prosiguió el alcalde. Pasando del discurso preparado a la memoria personal, añadió—: Yo me declaré a mi esposa a los pies de ese cedro.
Lo interrumpió un ruido metálico, como el de los pasos de un gigante de hierro. Al volverse hacia la entrada, Lloyd vio cómo se acercaba una máquina enorme. Parecía la grúa más grande del mundo. Tenía un brazo de casi treinta metros de largo y una cubeta en la que habría cabido perfectamente un camión. Lo más pasmoso de todo era que se desplazaba sobre una especie de zapatos giratorios de acero que hacían temblar el suelo cada vez que lo tocaban.
—Es una excavadora araña de arrastre Monighan. Puede cargar con seis toneladas de tierra por palada.
El cámara siguió atentamente a aquella máquina monstruosa mientras cruzaba la entrada.
Lloyd solo albergaba un recelo con respecto al Partido Laborista. Muchos socialistas tenían una veta de autoritarismo puritano. Era el caso de su abuelo, y también de Billy. No se sentían cómodos con los placeres sensoriales. El sacrificio y la abnegación iban más con ellos. Despreciaban la magnífica belleza de aquellos jardines por considerarla irrelevante. Se equivocaban.
Ethel no era así, y tampoco Lloyd. Quizá ellos no hubiesen heredado esa veta aguafiestas. Confiaba en que así fuera.
Fitz concedía también una entrevista en el sendero de gravilla rosa mientras el operario de la excavadora maniobraba con su máquina hasta dejarla en posición.
—El ministro del Carbón os ha dicho que cuando la mina se agote el jardín será sometido a lo que él denomina un «efectivo programa de restauración» —dijo—. Yo os digo que esa promesa no tiene ningún valor. Mi abuelo, mi padre y yo hemos tardado más de un siglo en conseguir que el jardín alcance este grado de belleza y armonía. Se tardarían otros cien años en recuperarlo.
El brazo de la excavadora descendió hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre los arbustos y los bancales de flores del jardín occidental. El cucharón quedó posicionado sobre el césped. Hubo un largo momento de espera. La multitud guardó silencio.
—¡Empezad de una vez, por el amor de Dios! —espetó Billy a gritos.
Un ingeniero con bombín hizo sonar un silbato.
El cucharón cayó al suelo con gran estruendo. Sus dientes de acero se clavaron en el llano y verde césped. El cable de arrastre se tensó, se oyó un estridente crujido metálico y el cucharón empezó a retroceder. En su arrastre se llevó consigo un bancal de grandes girasoles, unos rosales, unos arbustos dulces de verano y castaños de Indias, y un pequeño magnolio. Al final de su trayecto, el cucharón quedó lleno de tierra, flores y plantas.
A continuación se elevó unos seis metros, vertiendo por el camino tierra y flores.
El brazo giró lateralmente. Lloyd vio que era más alto que la casa. Creyó que el cucharón destrozaría las ventanas de la planta superior, pero el operario era hábil y lo detuvo justo a tiempo. El cable se aflojó, el cucharón se volcó y seis toneladas de jardín cayeron al suelo a pocos metros de la entrada.
El cucharón volvió a su posición inicial, y el proceso se repitió.
Lloyd miró a Fitz y vio que lloraba.
1947
A principios de 1947 parecía posible que toda Europa acabara siendo comunista.
Volodia Peshkov no sabía si era algo deseable o lo contrario.
El Ejército Rojo dominaba Europa oriental y los comunistas estaban ganando las elecciones en la parte occidental. Estos habían adquirido prestigio por su papel en la lucha contra los nazis. Cinco millones de personas habían votado a los comunistas en las primeras elecciones francesas posteriores a la guerra, convirtiendo al Partido Comunista en el más popular. En Italia, una alianza de comunistas y socialistas había conseguido el 40 por ciento de los votos. En Checoslovaquia, los comunistas en solitario se habían hecho con el 38 por ciento de los votos y dirigían el gobierno elegido de forma democrática.