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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (124 page)

BOOK: El invierno del mundo
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«No me avergonzaré de esto —pensó—. Lo soportaré. Volveré a ser yo después.»

Los llevó a la sala de electrocardiogramas. Sintió frío, como si se le estuviese helando el corazón, presa del aturdimiento. Junto a la cama había una lata de grasa que los médicos utilizaban para mejorar la conductividad de los terminales. Se quitó la ropa interior, cogió un puñado de grasa y se la introdujo en la vagina. Eso podría evitar que sangrara.

Tenía que seguir fingiendo. Se volvió hacia los dos soldados. Para su horror, otros tres los habían seguido hasta la sala. Intentó sonreír, pero no pudo.

El alto se arrodilló entre las piernas de Carla. Le rasgó la blusa del uniforme para dejar sus pechos a la vista. Carla vio que se tocaba para provocarse una erección. El soldado se tumbó sobre ella y la penetró. Carla se dijo que aquello no tenía ninguna relación con lo que Werner y ella habían hecho juntos.

Ladeó la cabeza, pero el soldado la agarró por la barbilla y le giró la cara, obligándola a mirarle mientras la penetraba. Carla cerró los ojos. Notó cómo él la besaba, intentando introducirle la lengua en la boca. El aliento le olía a carne podrida. Al ver que ella se negaba a abrir la boca, el soldado le asestó un puñetazo. Carla gritó y separó los labios para él. Intentó pensar que aquello habría sido mucho peor para una virgen de trece años.

El soldado gimió y eyaculó dentro de ella. Carla se esforzó por que su cara no reflejase el asco que sentía.

El soldado se apartó y el rubio ocupó su lugar.

Carla intentó bloquear sus pensamientos, desligarse de su cuerpo, convertirlo en una máquina, en un objeto totalmente ajeno a ella. El segundo soldado no quiso besarla, pero le succionó los pechos y le mordió los pezones, y cuando ella gritó de dolor, él pareció complacido y volvió a hacerlo con más fuerza.

Pasó el tiempo, y el hombre eyaculó.

Otro soldado se tumbó sobre ella.

Carla cayó en la cuenta de que cuando aquello acabara no podría bañarse ni ducharse, pues en la ciudad no había agua corriente. Ese pensamiento la hizo desmoronarse. Los fluidos de aquellos hombres quedarían dentro de ella, su olor permanecería en su piel, su saliva en su boca, y ella no tendría modo de lavarse. En cierto modo, eso era peor que todo lo demás. Le flaqueó el coraje y rompió a llorar.

El tercer soldado acabó, y después el cuarto se tumbó sobre ella.

20

1945 (II)

I

Adolf Hitler se suicidó el lunes 30 de abril de 1945 en su búnker de Berlín. Exactamente una semana después, en Londres, a las ocho menos veinte de la tarde, el Ministerio de Información anunció que Alemania se había rendido. El día siguiente, el martes 8 de mayo, se declaró festivo.

Daisy se sentó junto a la ventana de su apartamento de Piccadilly a contemplar las celebraciones. La calle estaba tan abarrotada de gente que los coches y los autobuses prácticamente no podían circular. Las chicas besaban a cualquier hombre que llevara un uniforme, y miles de afortunados soldados aprovechaban al máximo la oportunidad. A primera hora de la tarde había ya muchísima gente borracha. Por la ventana abierta, Daisy oyó unos cánticos a lo lejos y supuso que la muchedumbre que se había reunido frente al palacio de Buckingham estaba entonando el «Land of Hope and Glory». Ella compartía su alegría, pero Lloyd se encontraba en algún rincón de Francia, o Alemania, y era el único soldado al que Daisy quería besar. Rezó por que no lo hubieran matado en las últimas horas de la guerra.

La hermana de Lloyd, Millie, se presentó con sus dos niños. El marido de Millie, Abe Avery, también seguía destinado en el ejército. Los niños y ella habían ido al West End para unirse a las celebraciones y subieron a casa de Daisy a descansar un rato de tanta aglomeración. Hacía tiempo que la casa de los Leckwith en Aldgate constituía un refugio para ella, así que Daisy siempre se alegraba de tener ocasión de corresponderles. Le preparó un té a Millie —el servicio había salido a la calle— y sacó también zumo de naranja para los niños. Lennie tenía ya cinco años y Pammie, tres.

Desde que habían llamado a Abe a filas, era Millie la que se encargaba del negocio de venta de cuero al por mayor. Su cuñada, Naomi Avery, era la contable, pero ella cerraba las ventas.

—Ahora todo cambiará —dijo Millie—. Los últimos cinco años hemos tenido demanda de cueros duros para botas y calzado. Ahora necesitaremos pieles más suaves, de becerro y cerdo, para hacer bolsos y carteras. Cuando se reactive el mercado del lujo, por fin habrá un buen dinero que ganar.

Daisy recordó que su padre tenía la misma forma de ver las cosas que Millie. También Lev se adelantaba siempre a los acontecimientos en busca de oportunidades.

Eva Murray apareció entonces con sus cuatro niños pegados a las faldas. Jamie, que tenía ocho años, los hizo jugar a todos al escondite y el apartamento quedó convertido en una guardería. El marido de Eva, Jimmy, había llegado a coronel y también estaba en algún lugar de Francia o Alemania. Eva padecía la misma angustia de la incertidumbre que Daisy y Millie.

—Sabremos de ellos cualquier día de estos —dijo Millie—, y entonces por fin se habrá acabado de verdad.

Eva también estaba impaciente por recibir noticias de su familia, en Berlín, pero creía que, con el caos de la posguerra, pasarían semanas o incluso meses antes de que nadie pudiera saber qué había sido de unos alemanes en particular.

—Me pregunto si mis hijos conocerán algún día a mis padres —comentó con tristeza.

A las cinco, Daisy preparó una jarra de martini. Millie fue a la cocina y, con la rapidez y la eficiencia que la caracterizaban, sacó una bandeja de tostadas con sardinas para acompañar el cóctel. Eth y Bernie llegaron justo cuando Daisy estaba preparando una segunda ronda.

Bernie le dijo a Daisy que Lennie ya sabía leer, y que Pammie cantaba el himno nacional.

—Es como todos los abuelos —soltó Ethel—. Cree que nunca ha habido niños inteligentes antes que los nuestros. —Pero Daisy vio que en el fondo se sentía tan orgullosa como él.

Con la alegría y la relajación que la embargó a mitad del segundo martini, contempló al dispar grupo que se había reunido en su hogar. Le habían hecho el cumplido de acercarse a su puerta sin invitación, sabedores de que serían bienvenidos. Formaban parte de su vida, y ella de la de ellos. Se dio cuenta de que eran su familia.

Se sintió colmada de bendiciones.

II

Woody Dewar estaba sentado frente al despacho de Leo Shapiro, repasando un fajo de fotografías. Eran instantáneas tomadas en Pearl Harbor, la hora anterior a la muerte de Joanne. El carrete llevaba meses dentro de su cámara, pero al final lo había llevado a revelar y había imprimido las fotos. Mirarlas le producía tanta tristeza que las había guardado en un cajón de su dormitorio, en el apartamento de Washington, y allí las había dejado.

Sin embargo, ya era hora de cambiar.

Jamás olvidaría a Joanne, pero al fin volvía a estar enamorado. Adoraba a Bella y ella sentía lo mismo por él. Cuando se habían despedido en la estación de tren de Oakland, en las afueras de San Francisco, él le había dicho que la quería y ella había contestado: «Yo también te quiero». Pensaba pedirle que se casara con él. Lo habría hecho ya, pero le parecía demasiado pronto —no habían pasado aún tres meses— y no quería darles a los padres de ella, tan hostiles, ningún pretexto para que pusieran objeciones.

Además, tenía que tomar una decisión sobre su futuro.

No quería meterse en política.

Sabía que la noticia sorprendería a sus padres. Ellos siempre habían supuesto que seguiría los pasos de Gus y acabaría convirtiéndose en el tercer senador Dewar. Él mismo había aceptado esa suposición sin pensarlo demasiado. Durante la guerra, no obstante, sobre todo mientras estaba en el hospital, se había preguntado qué era lo que quería hacer de verdad, si es que sobrevivía; y la respuesta no había sido la política.

Era un buen momento para dejarlo. Su padre había logrado la ambición de su vida. El Senado había debatido la formación de la Organización de las Naciones Unidas. Era un momento de la historia similar a los días en que se fundó la antigua Sociedad de las Naciones: un recuerdo doloroso para Gus Dewar. Pero el senador Vandenberg se había pronunciado apasionadamente a favor, refiriéndose a la organización como «el sueño más anhelado de la humanidad», y la Carta de la ONU había sido ratificada por 89 votos frente a dos. El trabajo estaba hecho. Woody ya no decepcionaría a su padre con su decisión de abandonar.

Esperaba que Gus lo viera igual que él.

Shapiro abrió la puerta de su despacho y lo llamó con un gesto. Woody se levantó y entró.

El jefe de la delegación de Washington de la Agencia Nacional de Prensa era más joven de lo que Woody esperaba, de unos treinta y tantos años. Se sentó a su escritorio y dijo:

—¿En qué puedo ayudar al hijo del senador Dewar?

—Me gustaría enseñarle unas fotografías, si me lo permite.

—De acuerdo.

Woody extendió sus instantáneas sobre la mesa.

—¿Esto es Pearl Harbor? —preguntó Shapiro.

—Sí. El 7 de diciembre de 1941.

—Dios mío.

Woody las estaba mirando del revés, pero aun así se le saltaban las lágrimas. En ellas se veía a Joanne, guapísima; y a Chuck, sonriendo con alegría porque estaba con su familia y con Eddie. Después, los aviones que se acercaban, las bombas y los torpedos cayendo desde sus vientres metálicos, el humo negro de las explosiones sobre los barcos, y los marinos corriendo como podían hacia los costados, lanzándose al mar, nadando para intentar salvarse.

—Este es su padre —dijo Shapiro—. Y esa, su madre. Los reconozco.

—Y mi prometida, que murió unos minutos después. Mi hermano, al que mataron en Bougainville. Y su mejor amigo.

—¡Son unas fotografías estupendas! ¿Cuánto quiere por ellas?

—No quiero dinero —contestó Woody.

Shapiro levantó la mirada, sorprendido.

—Quiero un trabajo.

III

Quince días después del Día de la Victoria en Europa, Winston Churchill convocó elecciones generales.

A la familia Leckwith le pilló por sorpresa. Igual que casi todo el mundo, Ethel y Bernie pensaban que Churchill esperaría hasta la rendición de los japoneses. El líder laborista, Clement Attlee, había propuesto unas elecciones para octubre. Churchill los había cogido desprevenidos a todos.

El comandante Lloyd Williams fue licenciado del ejército para que pudiera presentarse como candidato del Partido Laborista por Hoxton, en el East End de Londres. Se sentía imbuido de un entusiasmo apasionado por el futuro que proponía su partido. El fascismo había sido derrotado y el pueblo británico podría crear una sociedad que aunara libertad y prestaciones sociales. Los laboristas tenían un plan que gozaba de una enorme aceptación para evitar las catástrofes de los últimos veinte años: un seguro de desempleo universal y completo para ayudar a las familias a capear los malos tiempos, planificación económica para prevenir otra depresión y una Organización de las Naciones Unidas que ayudara a mantener la paz.

—No tenéis la menor posibilidad —comentó su padrastro, Bernie, en la cocina de la casa de Aldgate el lunes 4 de junio. El pesimismo de Bernie era tanto más convincente por ser muy poco propio de él—. La gente votará a los
tories
porque Churchill ha ganado la guerra —siguió parloteando con ánimo agorero—. Pasó lo mismo con Lloyd George en 1918.

Lloyd iba a rebatir su argumento, pero Daisy se le adelantó.

—La guerra no la han ganado el libre mercado ni la empresa capitalista —espetó, indignada—. Ha sido la gente, que ha colaborado y se ha repartido las cargas, todo el mundo ha puesto de su parte. ¡Eso es socialismo!

Lloyd la quería más todavía cuando se dejaba llevar por la pasión, pero él era más reflexivo.

—Ya tenemos medidas que los antiguos
tories
habrían tildado de bolchevismo: control gubernamental del ferrocarril, las minas y el transporte marítimo, por ejemplo, todas ellas implantadas por Churchill. Y Ernie Bevin ha estado al cargo de la planificación económica durante toda la guerra.

Bernie sacudió la cabeza como con conocimiento de causa: un gesto de anciano que sacaba a Lloyd de sus casillas.

—La gente vota con el corazón, no con el cerebro —insistió su padrastro—. Querrán mostrar gratitud.

—Bueno, de nada sirve estar aquí sentado discutiendo contigo —repuso Lloyd—, así que mejor me voy fuera, a discutir con los votantes.

Daisy y él cogieron un autobús en dirección norte y bajaron varias paradas más allá, frente al pub Black Lion, en Shoreditch, donde se encontraron con un grupo de campaña del Partido Laborista de la circunscripción de Hoxton. En realidad, hacer campaña no tenía nada que ver con discutir con los votantes y Lloyd lo sabía. Su principal objetivo era el de identificar a partidarios, de modo que el día de las elecciones la maquinaria del partido pudiera asegurarse de que todos fueran al centro electoral. Los firmes partidarios de los laboristas quedaban anotados; los firmes partidarios de otras formaciones se tachaban. Solo la gente que todavía no se había decidido merecía más de unos segundos de atención: a ellos se les ofrecía la posibilidad de hablar con el candidato.

Lloyd recibió algunas reacciones negativas.

—Conque es usted comandante, ¿eh? —dijo una mujer—. Mi Alf es cabo y dice que los oficiales casi nos hacen perder la guerra.

También hubo acusaciones de nepotismo.

—¿No eres tú el hijo de la parlamentaria por Aldgate? ¿Esto qué es, una monarquía hereditaria?

Lloyd recordó el consejo de su madre: «Nunca se gana un voto dejando en evidencia al elector. Utiliza tu encanto, sé modesto y no pierdas los nervios. Si un votante se pone agresivo y maleducado, dale las gracias por su tiempo y márchate. Lo dejarás pensando que a lo mejor te ha juzgado mal».

Los votantes de la clase trabajadora eran mayoritariamente laboristas. Mucha gente le comentaba a Lloyd que Attlee y Bevin habían hecho un buen trabajo durante la contienda. Los indecisos eran sobre todo de clase media. Cuando la gente decía que Churchill había ganado la guerra, Lloyd citaba el elegante desprecio que le había dedicado Attlee: «No ha sido un gobierno de un solo hombre, como no ha sido una guerra de un solo hombre».

Churchill había descrito a Attlee como un personaje modesto con motivos sobrados para sentir modestia. El ingenio de Attlee era menos cruel, y precisamente por ello resultaba más efectivo; al menos eso era lo que pensaba Lloyd.

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