El invierno de la corona (25 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El invierno de la corona
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—Dentro de poco avistaremos las costas del sur de Italia; hemos navegado en zigzag y no hay rastro de los genoveses, tal vez no estén esperándonos —dijo el capitán de la Santa Coloma, que desde el puente, junto a Rocabertí y Santa Pau, trazaba el rumbo a seguir con la ayuda de un astrolabio árabe una vez terminó el segundo ejercicio del día.

—La maniobra de reagrupación debe ser más rápida. Si nos sorprenden los genoveses cuando estemos totalmente desplegados, nos derrotarán con facilidad —indicó Rocabertí.

Aquel amanecer parecía presagiar algo importante. Los primeros rayos de sol teñían el cielo de tonos rojos y malvas. Rocabertí estaba sobre el puente, apoyado en la barandilla de popa.

—Parece un atardecer —comentó Santa Pau, que acababa de salir a cubierta.

Rocabertí, sin volverse a mirarlo, lo corrigió:

—No, señor notario, es como si el cielo estuviera sangrando.

La frase del vizconde parecía un presagio. A media mañana, justo al terminar la primera de las maniobras del día, dos mástiles fueron avistados a babor.

—¿Qué opináis? —preguntó Rocabertí al capitán de la Santa Coloma.

—No estoy seguro, señor vizconde; es probable que sean genovesas, o tal vez venecianas. No tardaremos en averiguarlo.

Poco más tarde el vigía, mirando a través de un tubo con cristales ópticos de aumento, pudo distinguir una bandera ondeando en lo más alto de los mástiles.

—¡Es la cruz de San Andrés, la cruz de San Andrés! —gritó.

—Bien, ahí están los genoveses —ratificó el capitán.

—¿Es alguna de esas dos la Bechignana? —inquirió Rocabertí.

—Desde luego, por el tamaño no. Se trata de dos galeras de un solo puente; apenas ciento cincuenta hombres de tripulación en cada una de ellas —contestó el capitán.

—Unas presas fáciles para nosotros —sonrió Rocabertí.

—Sí, tal vez, pero hay algo que no me gusta —intervino Santa Pau.

—Explicaos.

—Los genoveses conocen nuestra ruta de regreso, y sin duda ellos también nos han visto y se habrán percatado de que en nuestros mástiles ondea la bandera del rey de Aragón. Pero si tan sólo son dos pequeñas galeras, ¿cómo es que mantienen la distancia y no han huido?

—Buena pregunta, señor notario —observó el capitán—. Tal vez la solución esté unas cuantas millas más allá.

—De modo que suponéis que detrás de esas galeras puede estar la Bechignana con el resto de la flota genovesa —supuso el vizconde.

—Creo que esas dos galeras son un cebo.

—En ese caso sigamos vuestra táctica.

—Si lo hiciéramos y detrás estuviera el resto de la escuadra, la ventaja estratégica estaría de su parte. No podemos atacar su centro si en él no está la Bechignana.

—Bien, en este caso, ¿qué aconsejáis? —demandó Rocabertí.

—Esperar. En no pocas ocasiones la paciencia es un arma para la victoria.

Durante varias horas las cuatro galeras del rey de Aragón se mantuvieron a barlovento, navegando de bolina para no perder la formación en cuadro. Las horas pasaban lentas y calmosas; los ballesteros estaban apostados con sus armas en la borda, las bombardas y trabucos se habían cargado con pólvora y bolaños de hierro de treinta y seis libras y los artilleros aguardaban en sus puestos. De vez en cuando los aguadores acudían a sofocar la sed de los hombres cuyas gargantas resecas y labios agrietados reflejaban la tensión previa a cualquier batalla. A medio día se repartió una ración doble de comida, un buen puñado de galletas y un cuartillo de vino por persona. La refriega podía estallar en cualquier momento y sería mucho mejor afrontarla con el estómago lleno y la cabeza alegre. Sobre el puente de la Santa Coloma, Rocabertí, Santa Pau y los oficiales mantenían un silencio denso y opaco, como de bronce.

—Ellos ya sabrán que nosotros suponemos que la Bechignana está allí, en cualquier parte —susurró Rocabertí.

—Pero también saben que desconocemos cuántos son ni dónde se encuentran, aunque en Genova me aseguraron que la Bechignana siempre viaja con cuatro galeras de escolta —musitó Santa Pau.

—¿Y ahora qué hacemos? —se dirigió Rocabertí al capitán.

—Seguir esperando con paciencia, con mucha paciencia —respondió lacónicamente.

Durante la tarde las posiciones no variaron: al oeste las dos galeras genovesas y al este las cuatro del rey de Aragón. En todas ellas gentes tensas, marineros asidos a sus puestos como las rocas al suelo, rostros endurecidos por el sol, el aire y la sal fijos en el enemigo. Pasó la tarde, cayó la noche y amaneció un nuevo día. Las posiciones apenas habían variado. La calma chicha se había tornado en un ligero oleaje movido por una suave brisa del oeste que hacía cabecear las naves de proa a popa. Rocabertí, que apenas había podido dormir, se movía por el puente de la Santa Coloma como un león enjaulado.

—Esta espera es peor que combatir. Si mañana antes de mediodía no atacan esos genoveses, lo haremos nosotros —dijo Rocabertí.

—Sería un error —comentó el capitán de la Santa Coloma—. Eso es lo que desean que hagamos; su estrategia se basa en que seamos los primeros en atacar.

Rocabertí aceptó de mala gana las opiniones del capitán y arengó a la tropa para que se dispusiera a una larga espera.

Al tercer día arreció el viento del oeste. Rocabertí ordenó que todos permanecieran alerta en sus puestos.

—Si no me equivoco, los genoveses nos atacarán hoy mismo. Este viento los empujará hacia nosotros, y no les queda otro remedio que atacar antes de que se deshaga su formación. Es el momento de poner en práctica los movimientos que hemos ensayado. Creo que cargarán de frente. Como ha supuesto Santa Pau, deben de ser cinco, a lo sumo seis galeras, pues si fueran más nos hubieran atacado antes. Lo más lógico es que estén formadas esas dos que tenemos delante y tras ellas otras tres, dos en los flancos y la Bechignana en medio. Lanzarán la Bechignana al centro de nuestra formación y con sus galeras de retaguardia tratarán de envolver nuestro cuadro.

El capitán de la Santa Coloma explicaba a Rocabertí, a Santa Pau y a los oficiales el planteamiento de la batalla sobre una mesa con las pequeñas maquetas de galeras; las del rey de Aragón estaban pintadas en rojo y las genovesas en azul.

—Si el ataque genovés se produce como suponéis, nuestras galeras deberán abrirse en un frente único —intervino Rocabertí.

—En efecto, señor vizconde. Pero este viento y la disposición de los genoveses nos obliga a hacerlo de modo distinto a como hemos practicado. La Santa Coloma y la San Antonio se abrirán a los lados para dejar el centro a las galeras catalana y mallorquina. Estas dos deberán aguantar cuanto puedan el empuje de la Bechignana, que sin duda irá a por ellas. En el último momento virarán una a babor y otra a estribor para dejar entre ambas a la galera gigante. Así, mientras la Bechignana está ocupada con nuestras dos galeras menores, la Santa Coloma y la San Antonio tendrán tiempo para destruir a las galeras genovesas de apoyo. Hemos de aguantar el flanco débil protegido por las otras dos naves. Se trata de aislar a la Bechignana en el centro de nuestra formación. Si conseguimos mantener la serenidad hasta el último momento y las galeras catalana y mallorquina pueden aguantar a la Bechignana mientras la Santa Coloma y la San Antonio se deshacen de la escolta, la victoria será nuestra.

A mediodía las dos galeras genovesas que podían avistarse desde la Santa Coloma se lanzaron hacia delante aprovechando el viento de popa. Estaban a una distancia de seis millas cuando entre ambas apareció la Bechignana y a sus flancos otras dos galeras de apoyo.

—Como suponíais, Santa Pau, son cinco —gritó Rocabertí.

—Hemos tenido suerte, de ser una o dos más nos veríamos en un mayor aprieto.

Rocabertí ordenó trasmitir mediante banderas de señales a las otras tres galeras que estuvieran prestas a iniciar la maniobra diseñada por el capitán de la Santa Coloma en cuanto se diera la orden.

—Ojalá que ningún piloto se ponga nervioso; si se rompe la formación antes de tiempo no tendremos ninguna posibilidad —comentó el capitán de la Santa Coloma.

—¿Habrá combate cuerpo a cuerpo?

—Sin duda, señor notario, por eso sería conveniente que os procurarais una buena espada. En esta situación, vuestra pluma es un objeto inútil.

Santa Pau acudió a uno de los oficiales, que le entregó una espada de doble filo, un cuchillo largo y un yelmo de hierro.

—Sobre todo no cerréis nunca los ojos en la pelea —le recomendó el oficial—. Y tened siempre presente que vuestros enemigos tienen tanto miedo como vos.

Los genoveses se acercaban con toda la fuerza de los remos y del viento.

—¡Que nadie se mueva!, ¡todo el mundo quieto hasta que ordene el despliegue! —gritaba Rocabertí desde el puente de mando.

Las galeras genovesas se encontraban apenas a una milla de distancia cuando el capitán de la Santa Coloma indicó a Rocabertí que ése era el momento apropiado. El vizconde ordenó a su ayudante que ondeara la bandera roja y las dos galeras reales clavaron sus timones del lado hacia el que iban a girar y se abrieron en abanico a fuerza de remos, la Santa Coloma a babor y la San Antonio a estribor. En unos instantes las cuatro naves del rey de Aragón mostraron un único frente compacto a las genovesas, que bogaban en formación de cuadro, con la Bechignana en el centro. Los genoveses no esperaban una maniobra tan audaz y apenas pudieron esquivar las proas de sus adversarios. La Bechignana, demasiado grande para virar en tan poco espacio, quedó aislada en medio de la formación aragonesa.

La siguiente orden de Rocabertí tuvo el eco de las bombardas de las cuatro naves del rey de Aragón disparando andanadas a discreción. Los proyectiles de hierro de treinta y seis libras barrieron las cubiertas de las galeras genovesas y desarbolaron los mástiles de dos de ellas. La Bechignana estaba siendo acosada por los dos flancos. La galera de los diputados catalanes bombardeaba por su lado de estribor mientras la mallorquina lo hacía por el de babor. Con uno de sus dos flancos protegidos por una galera amiga, emparejadas la Santa Coloma con la galera de los diputados catalanes y la San Antonio con la mallorquina, las naves del rey de Aragón podían concentrar todo su fuego en un solo costado. Tras las primeras descargas de bolaños, Rocabertí ordenó lanzar desde las catapultas los frascos de cerámica rellenos con nafta, azufre y aceite de linaza. Una lluvia de fuego cayó de improviso sobre las naves genovesas cuando aún no se habían repuesto de las andanadas de proyectiles. En cada una de las galeras del rey de Aragón se habían dispuesto decenas de jarras de cerámica que en Atenas se habían llenado de nafta, un líquido espeso y muy inflamable que los griegos venían usando desde hacía siglos en sus combates en el mar. En el momento de lanzar los jarros se envolvían en un trapo impregnado de resina al que se prendía fuego; cuando el jarro chocaba con algo sólido, en este caso sobre las cubiertas de las galeras genovesas, se rompían en mil pedazos y el líquido que contenía estallaba al contacto con el fuego y el aire provocando un incendio.

Santa Pau, asido a su espada como un niño asustado a la mano de su madre, contemplaba la formidable batalla como sumido en un pesado sueño. En ocasiones no sentía otra cosa que un profundo silencio, y creía que sus oídos se habían quedado sordos de repente. Por el contrario, en otros momentos escuchaba en el interior de su cabeza un sonido atronador, como si mil caballos golpearan con sus cascos al unísono sobre los huesos de su cráneo.

Tras media hora de fuego de artillería, dos de las cinco naves genovesas habían sufrido graves daños y la Bechignana parecía no poder librarse del acoso de las dos galeras, la catalana y la mallorquina, que la habían encajonado entre sus flancos y que, pese a recibir muchos impactos, mantenían firmes sus posiciones.

—¡Ahora, que actúen los ballesteros ahora! —gritó Rocabertí a su ayudante, el cual movió las banderas de órdenes según las claves acordadas.

En un instante las bordas de las cuatro galeras del rey de Aragón se poblaron de los precisos ballesteros catalanes, valencianos y aragoneses que lanzaron una certera tanda de virotes y de dardos incendiarios embreados con copos de cáñamo hacia las naves enemigas. Decenas de soldados genoveses cayeron ensartados por las saetas de los expertos ballesteros, quienes siguieron lanzando flechas con una cadencia y una precisión como sólo ellos eran capaces de hacer.

—¡Mantened la posición!, ¡sobre todo mantened la posición! —gritaba Rocabertí.

El almirante genovés, consciente de que su situación era delicadísima, ordenó al piloto de la Bechignana que intentara retroceder usando los remos para salir de la trampa en la que había caído, pero el capitán de la San Antonio se dio cuenta de lo que pretendía y le cerró el paso. Una de las galeras genovesas de escolta trató de socorrer a la Bechignana, pero una andanada de proyectiles de hierro procedente de la Santa Coloma le partió el artimón, que cayó sobre cubierta, y la dejó sin posibilidad de maniobra.

Una hora después de iniciado el combate tres galeras genovesas ardían, una cuarta estaba inutilizada y sólo la Bechignana aguantaba las descargas de bolaños de hierro, cántaros de nafta y saetas que le lanzaban desde las maltrechas galeras catalana y mallorquina.

—Es demasiado grande para esas dos galeras. Comunicad al capitán de la San Antonio que se coloque a babor de la Bechignana y substituya a la galera mallorquina; nosotros con la Santa Coloma haremos lo mismo con la galera de los diputados catalanes en el lado de estribor. ¡Nos lanzaremos al abordaje! —clamó Rocabertí.

La Santa Coloma y la San Antonio no eran tan grandes como la Bechignana, pero desde sus cubiertas podía alcanzarse la borda de la galera gigante genovesa.

—¡Listos para el abordaje! —gritó Rocabertí encaramado en el puente de mando de la Santa Coloma.

Santa Pau contempló al vizconde y por el brillo de sus ojos, que atisbo entre la abertura del yelmo de combate, pudo adivinar que Rocabertí había logrado al fin su sueño de convertirse en un segundo Roger de Lauria.

Los soldados aragoneses y catalanes abordaron la cubierta de la Bechignana como si estuvieran poseídos por el dios de la guerra. Gritaban «¡Aragón, Aragón!» y «¡Desperta ferro!», y cada uno de ellos estaba convencido de emular las glorias de los legendarios almogávares; se emplearon con tal furia en la refriega que los genoveses se vieron desbordados y perdidos. El mismo Santa Pau, embriagado por el olor a humo, a salitre y a sangre, peleó con toda la contundencia de que era capaz y no dudó en trepar a la cubierta de la galera gigante genovesa repartiendo mandobles con su espada.

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