El invierno de la corona (14 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El invierno de la corona
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Santa Pau se dirigió al puerto militar vestido con hábitos de franciscano. Los guardias que patrullaban el muelle lo detuvieron antes de que pudiera acercarse. Santa Pau, que portaba un hisopo y una jarrita con agua, los convenció de que era el sacerdote encargado de asperjar las galeras con agua bendita traída de la iglesia de San Andrés para proteger a las naves de los demonios del mar. Los dos guardias se encogieron de hombros y lo dejaron pasar.

Ante la indiferencia de cuantos se afanaban en aparejar las galeras, Santa Pau las fue recorriendo una a una hasta acercarse a la nave capitana. Nadie desconfió cuando el catalán subió por la rampa de acceso entre oraciones al Altísimo e hisopazos a diestro y siniestro. Algunos marineros esbozaban una sonrisa burlesca, otros, los más creyentes o los más supersticiosos, se persignaban al paso del falso franciscano. Avanzó por la cubierta hacia el puente de mando, bajo el que supuso que estaría el camarote del capitán. Se disponía a descender los escalones y entrar bajo el puente cuando una mano fuerte y rugosa lo agarró por el hombro. Se creyó perdido, volvió la cabeza lentamente y contempló a uno de los marineros.

—Tengo esposa y cinco hijos, ¿podríais darme vuestra bendición? —preguntó el marinero.

—Por supuesto, hijo mío —respondió Santa Pau aliviado.

Momentos después el catalán revisaba el camarote. Tuvo que recurrir a su cuchillito para abrir un armario, hojeó papeles y pergaminos y al fin encontró lo que buscaba: la expedición genovesa y milanesa, formada por dos galeras gruesas de veintiocho bancos, dos bastardas de veintiséis y tres sutiles de veinticuatro, partiría hacia Sicilia la segunda semana de julio y fondearía en la desembocadura del Arno durante seis días para embarcar refuerzos.

Salió a cubierta y desde lo alto del puente pronunció una bendición en latín dirigida a todos los marineros, que seguían enfrascados en sus tareas.

Tras reunirse con Crespiá, se dirigió al taller del maestro tejedor y le comunicó que había recibido un mensaje de Valladolid en el que se le comunicaba que su padre, el dueño de la compañía de lanas, había fallecido y que ahora era él el propietario del negocio. Santa Pau mostró al tejedor un documento que Crespiá había inventado gracias a su habilidad para copiar todo tipo de letras. El documento, escrito en castellano con letra notarial, estaba fechado en Valladolid a treinta de abril de 1379.

No había ningún barco que zarpara rumbo a Occidente en los siguientes diez o doce días. Santa Pau no podía esperar y compró dos caballos en Genova. Los dos catalanes galoparon hacia Marsella por el camino de la costa, bordeando la ribera del Lido de poniente. Doce caballos reventados y diez días de galope ininterrumpido fueron necesarios para que alcanzaran la ciudad de Perpiñán, señorío del rey de Aragón. Desde allí se dirigieron a la costa, donde el preboste de la ciudad ordenó fletar una chalupa que los llevara a toda prisa hasta Barcelona.

Barcelona, junio de 1379

La mañana del veintidós de junio de 1379 la embarcación que transportaba a Santa Pau y a Crespiá arribó a la playa de Barcelona. Sobre la arena, no muy lejos de donde habían desembarcado, se levantaba un catafalco adornado con las banderas del rey de Aragón; cientos de personas se arremolinaban a su alrededor.

—No me habíais dicho que nos aguardaba semejante recibimiento —dijo Crespiá.

—Creo que no es por nuestra llegada para lo que se ha reunido tanta gente.

Sobre la playa de Barcelona el rey don Pedro, acompañado por su esposa doña Sibila y muchos otros miembros de la corte, asistía a un duelo entre dos caballeros valencianos. Se trataba de Berenguer de Vilaragut y Eximen Pérez de Árenos, enfrentados por razón de una herencia en un litigio en el que don Pedro actuaba como arbitro. El rey dispuso que aquél de los dos que se alzara con la victoria en el duelo sería reconocido como justo ganador en el pleito. Al amanecer, los dos litigantes habían oído misa en la capilla del palacio Mayor, uno a la izquierda y otro a la derecha del rey y tras comulgar se habían dirigido entre una expectante multitud hasta el lugar del torneo, en la playa.

Don Pedro dio la orden para que los dos nobles, montados sobre sus respectivos corceles y armados con casco, calzas de hierro, lanza no emplomada, escudo, dos mazas y dos espadas cada uno, comenzaran el torneo; en ese momento Santa Pau y Crespiá llegaron a la altura del campo de pelea. Tras la primera embestida y rota una lanza, Vilaragut rodó por el suelo y optó por retirarse del combate. Ante el rey, que seguía el torneo desde lo alto del catafalco de madera, el noble derrotado se reconoció culpable y declaró que las acusaciones que había vertido hacia Pérez de Árenos eran falsas.

Para entonces Francia y Escocia se habían decantado por reconocer a Clemente VII como papa legítimo, mientras que Inglaterra y Alemania lo habían hecho por Urbano VI; entre tanto, en Castilla acababa de morir su rey Enrique II, y, aunque su hijo y sucesor Juan I se mantenía neutral, nadie dudaba de que Castilla se inclinaría finalmente por Clemente VIL Además, el cisma de la Iglesia contribuía a que por todas partes se extendiera la creencia de la inmediata venida del Emperador de los Últimos Días, y no eran pocos los que decían que en la profecía estaba escrito que ese monarca sería el rey de Francia.

Mar Tirreno, frente a la desembocadura del Arno, fines de julio de 1379

Don Pedro no podía consentir que la familia milanesa de los Visconti se adueñara de Sicilia casando a uno de sus miembros, el joven Giangaleazzo, con la reina María. Santa Pau había presentado un amplio informe con todos los detalles que había logrado averiguar en Aviñón y Genova. Lo más valioso era el conocimiento de la ruta que seguiría la escuadra mixta de galeras genovesas y milanesas desde Genova a Sicilia, así como las fechas del viaje. Don Pedro ordenó que se dispusieran de inmediato cinco galeras cuyo mando encomendó al capitán Gilabert de Cruilles. Santa Pau y Cruilles se reunieron varias veces para preparar el plan de ataque durante las dos semanas en las que se aparejaron las naves. Otra escuadra de seis galeras catalanas, a la que se habían unido otras seis venecianas en el Pireo, navegaba hacia Chipre, al encuentro de una flotilla de tres galeras de guerra, tres cocas y varias embarcaciones menores genovesas que se había concentrado frente al puerto de Famagusta. El plan trazado por el rey don Pedro consistía en que las cinco galeras de Gilabert de Cruilles interceptaran a las naves milanesas y genovesas antes de que éstas pudieran atracar en Sicilia, y evitar así la ocupación de la isla por los Visconti, y a la vez, con ayuda veneciana, acabar con la más importante flotilla de guerra de los genoveses en el Mediterráneo oriental y cortar cualquier intento de envío de refuerzos.

Las cinco galeras del capitán Cruilles se encontraron con la armada milanesa y genovesa en el Tirreno, a la altura de Pisa, frente a la desembocadura del río Arno, tal y como había averiguado Santa Pau. Los milaneses y sus aliados de Genova estaban fondeados junto a la costa, ajenos a las cinco naves catalanas que esperaban al acecho el paso de su presa y que ocuparan posiciones ventajosas dos días antes. En el combate naval nadie superaba a las galeras de Barcelona y, si además la sorpresa estaba de su lado, en igualdad de condiciones la victoria era segura.

Santa Pau fue quien dirigió las naves hasta el lugar donde según las cartas de navegación que había visto en Genova iban a fondear para recoger a las tropas de refuerzo. Se trataba de una ensenada bien protegida de los golpes de mar, al lado de la desembocadura del río Amo. Gilabert Cruilles dispuso sus cinco galeras alineadas a barlovento de las genovesas y milanesas, que sorprendidas por la repentina aparición de las naves catalanas rompieron su formación. Ganada la posición, Cruilles ordenó a sus pilotos que cargaran contra las naves enemigas con toda la furia del viento y de los remos. Genoveses y milaneses apenas tuvieron tiempo de reaccionar; antes de que pudieran ejecutar cualquier maniobra de defensa, las siete galeras italianas ardían por los dos costados. Aprovechando el viento favorable, los ballesteros catalanes habían arrojado sobre las velas enemigas cientos de flechas incendiarias y los trabucos de proa barrieron con una carga de artillería sus cubiertas.

Esa era la respuesta de don Pedro a los intentos del ducado de Milán, en alianza con Genova, para conseguir que Giangaleazzo Visconti, a instancias de don Artal de Aragón, el noble aragonés instalado en Sicilia, se casara con la reina María y se convirtiera así en soberano de la isla. Tras la derrota, los Visconti renunciaron de momento a Sicilia y don Pedro, reforzado por sus victorias en el mar, manifestó que la herencia de Sicilia le correspondía a él como esposo que había sido de Leonor, hija de don Federico, el último rey de Sicilia.

Barcelona, agosto de 1379

La información que hizo posible la derrota de las naves milanesas fue un gran éxito de Santa Pau. Por ello, si todavía quedaba alguna duda en el Canciller para que Francesca actuara como espía a su servicio ante el grupo de mercaderes que insistían en coronar a don Pedro como nuevo rey de Jerusalén, la eficacia de Santa Pau acabó disipándolas. No obstante, le pidió que le presentara a la muchacha. Jerónimo había recelado de esa intención del Canciller; por un lado suponía una cierta falta de confianza y por otro no creía que el más alto funcionario de la diplomacia de la Corona tuviera que verse involucrado directamente en una aventura como ésa, pero el Canciller era un hombre al que gustaba conocer los más mínimos detalles de cada uno de los planes que ponía en marcha.

—No es desconfianza hacia vos, Jerónimo, pero quiero examinar a esa muchacha porque estimo que vos podéis ser parcial, pues no en vano sois su amante —le había dicho el Canciller para justificar lo que aparentaba ser una pérdida de confianza hacia la propuesta de su subordinado.

Francesca fue citada por Santa Pau cerca de la catedral, poco antes de anochecer. Caían sobre Barcelona las últimas sombras del atardecer cuando en la esquina de la calleja donde el notario la esperaba semioculto en un portal apareció Francesca. La joven había salido del burdel poco antes; dos hombres del Canciller la habían seguido a corta distancia para protegerla ante cualquier agresión que pudiera sufrir. Una mujer sola era una presa fácil y muy apetecible para los jóvenes que, en pequeños grupos, recorrían algunas noches las calles de la ciudad en busca de diversión y camorra. Al verla acercarse, Santa Pau salió del portal y se dirigió hacia ella.

—Vamos, el Canciller nos espera.

Recorrieron un par de calles y salieron de las recrecidas murallas romanas por la puerta del castillo Viejo, donde estaba la curia del veguer, caminaron un trecho de la calle de la Boria y en la cuarta travesía giraron a la izquierda; subiendo por la calle de Mercaderes entraron en la segunda a la derecha. Santa Pau miró a todos los lados, la noche era oscura y pesada y apenas se atisbaban algunas sombras. El notario real hizo un movimiento con su brazo hacia los dos hombres del Canciller y llamó en una de las puertas de aquella pequeña calleja que comunicaba la larga calle de Mercaderes con la iglesia de Santa Catalina del convento de Dominicos. La hoja de madera claveteada con remaches de hierro en forma de cruz se abrió, y Santa Pau irrumpió en el interior del patio de la mano de Francesca.

—Su excelencia os está esperando —dijo el hombre que acababa de abrir, un gigante de rostro macizo y cabeza cuadrada, con los hombros tan anchos como la panza de una galera.

El Canciller estaba sentado en una amplia estancia revestida de madera sobredorada en la que destacaban varios cuadros con vírgenes portando niños en sus brazos. Uno de ellos estaba a medio hacer y fue en él en el que se fijó Francesca.

—Será muy hermoso. Es la tabla central de un retablo que voy a regalar a la catedral de Barcelona. El deán es un buen amigo y quiero que me entierren allí cuando muera. Me gustaría que este retablo ocupase el altar de una de las nuevas capillas —comentó el Canciller—. Así que tú eres Francesca.

El Canciller rodeó a la muchacha y la observó como si se tratara de una yegua a punto de ser adquirida.

—Sí, creo que podrías enamorar a cualquiera —continuó el Canciller—. Santa Pau me ha dicho que estás dispuesta a colaborar con el rey. Un grupo de malos subditos quiere traicionarlo y necesitamos saber cuáles son sus planes. Nosotros te infiltraremos en el palacio de la reina y tú deberás seducir a un caballero llamado Jaime de Cabrera; es el principal consejero de la reina y uno de los mayores enemigos de nuestro rey. Tendrás que arreglártelas para que te cuente sus planes y lo harás sin que recele de ti. Si en algún momento descubriera que estás trabajando para el rey, date por muerta.

—Si con esto ayudo a Jerónimo, haré lo que me digáis —manifestó Francesca.

—Ayudas a tu amante y sirves a tu rey. Si conseguimos acabar con esta conjuración, puedo asegurarte que serás una mujer rica —sentenció el Canciller.

El palacio Menor, residencia de la reina, había crecido en construcciones y en sirvientes. Lo que en los primeros meses de reinado de Sibila era una pequeña corte, se había incrementado en los últimos años de modo notable. La reina se había rodeado de numerosas damas, entre ellas distinguidas marquesas y condesas de la nobleza catalana, y para su servicio disponía de camareras, doncellas y esclavas; no faltaba tampoco personal masculino: mayordomos, caballeros, panaderos, reposteros, botelleros, plateros, coperos, escultores, ayudantes de cámara, limosneros, racioneros, capellanes, escribanos y escuderos. Para sostener a tanta gente, el rey había dotado a doña Sibila con las rentas de la baronía de Cocentaina, en el reino de Valencia, pues las rentas de la villa de Játiva y los peajes de Calatayud ya no eran suficientes para cubrir sus necesidades. La reina gastaba ciento cincuenta mil sueldos anuales, y la décima parte de esa cantidad correspondía a sus vestidos y joyas.

—Francesca entrará mañana al servicio de la reina —anunció el Canciller mientras despachaban unos documentos sobre Cerdeña.

—Sabía que lograríais encontrar la fórmula para introducirla en el palacio Menor. ¿Cómo lo habéis conseguido? —inquirió Santa Pau.

—No ha sido fácil; como vos dijisteis, «una cuestión de fe». Jaime de Cabrera está muy pendiente de cuantas personas rodean a la reina; teme que alguna sea confidente mía y las examina con sumo cuidado. He tenido que convencer al rey para que recomendara a Francesca. Le dije a don Pedro que Francesca era sobrina lejana de un amigo mío, a la que el destino había conducido a la prostitución, y que la única forma de sacarla del burdel era mediante su intercesión. Inventé una historia en la que la Virgen se aparecía a Francesca en sueños y le decía que purificara su cuerpo si quería salvar su alma. Al principio no quiso ni oír hablar del asunto, pero he seguido insistiendo y por fin he logrado que la recomiende a su esposa, que la ha aceptado como criada en su palacio. Por supuesto que el rey no ha dicho a Sibila que Francesca era mi recomendada, pues en tal caso la Forciana hubiera recelado de ella.

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