El inventor de historias (38 page)

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Authors: Marta Rivera de la Cruz

Tags: #Drama

BOOK: El inventor de historias
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—Eso no es posible.

—Vaya si lo es. —Juan Sebastián Arroyo parecía decidido a intervenir—. Yo mismo vi el saldo de su cuenta bancaria. En este momento, don Fernando Castro de Lema posee una fortuna que importa la cantidad de seiscientos diecisiete dólares con veintiocho centavos.

—Pero no puede ser… Hace dos meses, el patrimonio en metálico de Fernando Castro rozaba los cuatro millones de dólares. Es posible que en las últimas semanas tuviese algunos gastos extra… me dijo que había sacado dos mil dólares en pesos cubanos para la liquidación de los criados, y luego los siete mil dólares que me entregó para los gastos del viaje… sé también que compró ropa nueva y que le pagó a usted —Pedro Almeiras se esforzaba por entender dónde y cómo podía haber dilapidado una fortuna su difunto amigo—, pero esa cantidad de la que me hablan…

—Pedro…, escuche, el asunto es más complicado. Se trata de un timo. ¿Recuerda usted a Oskar Schmitd?

—¿El socio de Fernando? Muy vagamente. No llegué a conocerle, pero es cierto que Castro de Lema me habló mucho de él… le tenía en gran estima.

—Pues el amigo de su amigo nos la ha jugado a base de bien. Juan Sebastián Arroyo parecía absolutamente indignado—. El muy sinvergüenza se las apañó para transferir a una cuenta en Suiza todo el capital acumulado por Fernando Castro.

—Pero ¿cómo pudo…?

—En el fondo, la culpa fue del propio Castro de Lema. Al abrir la cuenta en Nueva York, autorizó a su socio a firmar en su nombre determinadas operaciones. Ya sabe que, dada la especificidad de los negocios que ambos mantenían—Pedro Almeiras y Linus Daff intercambiaron una mirada cómplice—, en ocasiones les era necesario disponer de, dinero líquido, y al mismo tiempo resultaba más cómodo para Castro de Lema que su socio ingresase sin dificultad las comisiones correspondientes a los trabajos realizados en colaboración.

—Así que puso en la condenada cuenta el nombre de ese Schmitd de todos los demonios. —Juan Sebastián Arroyo hubiese estrangulado con sus propias manos al estafador alemán—. Cuando se produjo el último movimiento ordenado por Castro de Lema, el desgraciado ya había transferido prácticamente todo el montante: cuatro millones de dólares. Los seiscientos que quedan son una especie de pitorreo. La calderilla, vamos, la calderilla. Deberían haber enviado a la cárcel a ese miserable cuando quiso llevarse la muralla de Ribanova. Pero lo dejaron ir, y ahora ha vuelto para hacernos la Pascua. Qué pequeño es el mundo…

Quedaron en silencio. Por unos momentos sólo se escuchó el tableteo de las gotas de lluvia en los cristales y el gemido del viento del norte que anunciaba temporal.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —Linus Daff parecía sinceramente afligido—, ¿qué vamos a decir a toda esa pobre gente? Están convencidos de que hemos llegado aquí para dar una oportunidad a este pueblo que hasta ahora no había tenido ninguna. Y además ¿qué pasa con los encargos que hemos hecho? Desde París van a enviar doscientos artículos carísimos para el laboratorio de física… y Aguilar llega dentro de unos días con los planos debajo del brazo. Iba a venir un constructor de La Coruña, y un fundidor de Lugo para cerrar la finca… Por no hablar de Silverio Martín, que ya ha encargado las plantas a unos viveros de Barcelona.

—Podríamos… podríamos seguir adelante a pesar de todo. —Pedro Almeiras fruncía el ceño—. Miren, yo tengo algunos ahorros… y también acciones en minas de wolframio… puedo vender los títulos, acaban de subir.

—Yo soy propietario de la casa habanera de Castro de Lema. —Linus Daff recordó la casa inmensa y el jardín de la araucaria—. Si la pusiésemos a la venta podríamos obtener unos cuantos miles…

—Caballeros… —Juan Sebastián Arroyo se vio en la obligación de intervenir—, perdónenme, pero estamos hablando de suplir una fortuna de cuatro millones de dólares. Vender una casa o unos títulos de propiedad no va a ayudarnos a salir del problema. Los gastos proyectados para la construcción de la escuela, la dotación de material y la contratación del profesorado se llevarían de golpe una cantidad diez veces mayor que la que ustedes estarían en condiciones de aportar. Lo siento, pero a no ser que ocurra un milagro debemos dar por finalizada esta historia. Y poner pies en polvorosa para salir del pueblo cuanto antes, porque me temo que dadas las circunstancias no vamos a ser muy bien vistos por estos lares.

—Daff —Pedro Almeiras miraba desconsolado a su amigo inglés—, tiene que haber una solución. Piense, por favor.

El inventor de historias sonrió con cierta tristeza. No podía negarse que la fe de Pedro Almeiras en su habilidad era del todo ilimitada. Pero ya no se trataba de fabricar una mentira, sino de conseguir una cantidad millonaria de un solo plumazo. Nunca, en su larga vida de inventor de historias, se había sentido tan impotente y tan cerca de declararse vencido. Pedro Almeiras leyó la derrota en sus ojos, y lo mismo le ocurrió a Juan Sebastián Arroyo. Y entonces, cuando ya todos estaban a punto de reconocer la imposibilidad de un remedio, las pupilas de Linus Daff brillaron con la luz del triunfo.

—Señores… no todo está perdido.

—Daff —Juan Sebastián Arroyo temió por un momento que su buen amigo se hubiese vuelto loco—, ¿sabe usted lo que está diciendo? El dinero no flota en el limbo…

—¿Está seguro, Arroyo? Pues yo diría que, en este caso, eso es precisamente lo que ocurre. Que una fortuna mayor incluso que la de Castro de Lema está suspendida en el aire esperando que alguien se haga cargo de ella.

—Explíquese.

—Hace seis meses que en un banco de Nueva York está depositada una cantidad por valor de un millón de libras esterlinas a nombre de un caballero llamado Irwin Howard. Al cambio español, más de veintisiete millones de pesetas que van a servir para hacer realidad el sueño de Castro de Lema.

—¿De verdad cree usted que ese Howard va a prestarnos su dinero para construir un instituto aquí, en Vilabranca? —Juan Sebastián Arroyo abrió mucho los ojos. Linus Daff negó con la cabeza.

—No, por supuesto que no. Irwin Howard no va a prestarnos ni un céntimo. Fundamentalmente porque Irwin Howard no existe.

Los dos hombres miraron al inventor de historias en demanda de más detalles.

—Es una invención mía. Un nombre creado para la nueva historia de otro hombre, beneficiario de una herencia fabulosa, que murió en el naufragio del
Titanic
. Irwin Howard se llamaba en realidad Patrick O’Brien, era irlandés de nacimiento y había decidido empezar una nueva vida con un nuevo nombre. Salió de Inglaterra con la intención de instalarse en América del Norte, pero supongo que tomó el barco equivocado. Nadie reclamará nunca su dinero, que está ingresado en una sucursal neoyorquina del Banco de Londres. Hay que cablegrafiar inmediatamente a la sucursal americana pidiendo que ingresen el dinero en un banco de La Coruña. Y luego uno de nosotros tendrá que hacerse pasar por Irwin Howard para transferir el millón de libras a la cuenta personal de Castro de Lema.

Se hizo el silencio. Juan Sebastián Arroyo y Linus Daff miraron sin disimulo a Pedro Almeiras.

—¿Qué… qué es lo que están pensando?

—Mi querido amigo —Linus Daff apoyó sus manos sobre los hombros del gallego—, me temo que ha llegado su turno.

—Ni hablar. Yo no sé mentir. Que se encargue Arroyo.

—¿Yo? Oiga, Daff, no creo que sea buena idea…

—Por supuesto que no. —El inventor de historias se sentó y unió las puntas de los dedos—. Debe ser Pedro quien suplante a Irwin Howard. En primer lugar, porque habrá que hacer una operación bancaria a cara descubierta, y a usted —señaló a Juan Sebastián Arroyo— ya le conocen en la sucursal. Y en segundo, porque con el acento gallego del señor Arroyo nadie se tragaría la historia de su origen americano.

—Usted tiene acento inglés y todo el mundo está convencido de que es de Vilabranca.

—Porque vino al pueblo a hacer un regalo —intervino Arroyo—. El tal Irwin Howard va a reclamar un millón de libras esterlinas. Y además, a mí en La Coruña me conoce mucha gente. Imagine que estamos en el banco y aparece alguien diciendo que soy de Ribanova y me llamo Juan Sebastián Arroyo. Acabaríamos todos en el cuartelillo, y yo el primero por ladrón.

—Señores —Linus Daff no quería enredarse en más discusiones—, la suerte está echada. Ni Arroyo ni yo podemos hacernos pasar por Irwin Howard. Pedro, esto depende de usted. Estamos muy cerca del final.

Pedro Almeiras se sentó en la butaca, metió la cabeza entre las manos y se alborotó el pelo.

—Díganme qué tendría que hacer.

—Intentaremos que todo sea lo más sencillo posible. Escuchen con atención: mañana, a primera hora, pondré un cable al Banco de Londres solicitando la transferencia de todos los fondos de Irwin Howard a la correspondiente sucursal en La Coruña. La operación de traspaso demorará dos o tres días. Después, usted y yo iremos juntos al banco. Allí, Irwin Howard en persona ordenará el traslado de sus fondos a la cuenta bancaria de Fernando Castro de Lema. Usted no dirá una sola palabra en castellano: hablará siempre en inglés y yo le serviré de intérprete ante los empleados de la oficina. Así evitaremos cualquier pregunta y reduciremos las posibilidades de que usted se ponga nervioso y diga algo inconveniente. Salude en inglés al entrar y al salir. Le prometo que será cosa de unos minutos. Después, todo habrá terminado y nadie volverá a hablarle nunca de Irwin Howard.

Pedro Almeiras asentía son los ojos vidriosos y el entusiasmo de un condenado a muerte.

—Vamos, vamos, no es para tanto. —Juan Sebastián Arroyo trataba de quitar importancia al asunto, pero en su fuero interno se alegraba de que fuese otro el encargado de suplantar a Irwin Howard—. Lo hará usted muy bien.

—Es que no estoy seguro de poder resistirlo. Si no soy capaz de contar una mentira miserable ¿cómo quieren que me haga pasar por alguien a quien ni siquiera conozco?

—Le aconsejo que no piense en ello. Lo que sí quiero que entienda es que no nos queda otra opción. Es nuestra última oportunidad. El dinero de Fernando Castro se ha evaporado. Y si usted no recupera el de Irwin Howard, podemos ir diciendo adiós a los planes de nuestro amigo. No hay mucho donde escoger.

Pedro Almeiras seguía mirando al suelo. En aquel momento entró la patrona.

—Perdonen la molestia, pero abajo les espera José Luis Otero. Dice que viene de Lugo a tomar las medidas para cerrar la finca.

—¡El de la fundición! —Juan Sebastián Arroyo se dio una palmada en la frente—. ¡Se me había olvidado que venía hoy!

—Y ha llegado un telegrama para usted —la patrona tendió a Arroyo un sobre algo arrugado y luego salió cerrando la puerta. El otro abrió el cable:

—«Adelantado viaje. Llego mañana a La Coruña en el tren de las nueve. Firmado, José María Aguilar.» —El vecino de Ribanova dirigió una mirada desolada a Pedro Almeiras—. Amigo mío, esto ya no hay quien lo pare.

Pedro Almeiras forzó una sonrisa.

—¿Puede preparar un pasaporte a nombre de Irwin Howard?

—Eso está hecho.

—¿Y enseñarme a imitar su firma?

—No hay problema —Linus Daff tendió la mano a Pedro Almeiras—, entonces ¿trato hecho?

—¡Qué remedio me queda! Dentro de unos días, y por el menor tiempo posible, renunciaré a mi nombre y a mi sinceridad proverbial. Pedro Almeiras se convertirá en Irwin Howard… y yo, en un mentiroso.

El arquitecto andaluz llegó a la aldea al día siguiente. El falso Castro de Lema pidió al alcalde que se le tributase un recibimiento especial, y Serafín Cortés accedió encantado y organizó una recepción oficial en el ayuntamiento y una comida en la cofradía de pescadores en la que participó toda la corporación municipal junto a Pedro Almeiras, Fernando Castro y Juan Sebastián Arroyo, y todo el mundo se extrañó de que en esta ocasión el señor Almeiras apenas probase bocado, cuando sabían de sobra su afición desmedida por el arroz con mariscos.

Al día siguiente, los bocetos de la escuela se expusieron bajo los soportales del ayuntamiento, y todos los vecinos de Vilabranca se dejaron admirar por el proyecto del edificio y el jardín circundante donde iban a crecer plantas nunca vistas. Como era de esperar, la imaginación popular no tardó en desatarse, y había quien aseguraba que el colegio iba a tener un tejado hecho de espejos, y en el jardín se construiría un lago profundísimo, que iban a venir profesores de la China y máquinas de América y que los suelos iban a ser de mármol y de seda las cortinas de las ventanas gigantes. Los niños escuchaban absortos aquellos relatos desproporcionados que poco tenían que envidiar al relato de los sueños de Esteban Segade, y empezaban a sentir una excitación creciente cuando pensaban que, en efecto, algún día podrían entrar por derecho propio en el palacio de cristal donde, según sus padres, iban a enseñarles a leer, y a dibujar mejor incluso que Benito Menán, y las partes del mundo y del cuerpo humano, y media docena de idiomas, y las diferencias entre las piedras y los huesos del brazo, que no eran, ni mucho menos, todos iguales.

Mientras todos los vecinos de Vilabranca esperaban el inicio de las obras, Linus Daff instruía a Pedro Almeiras en el arte de falsificación de una sola firma. Le enseñó también a unir las puntas de los dedos con una firmeza especial por si acaso se veía en la necesidad de disimular el temblor de las manos, a respirar acompasadamente para no perder el ritmo del pulso, a colocar la lengua pegada al paladar para evitar así la sequedad de la boca. La víspera del viaje a La Coruña para firmar la orden de transferencia del millón de libras a la cuenta de Castro de Lema, el inventor de historias tranquilizó una vez más a Pedro Almeiras.

—Sobre todo, recuerde una cosa: usted no tendrá que pronunciar una sola palabra. No conteste a ninguna pregunta hasta que yo las traduzca al inglés. Si alguien se dirige a usted, míreme a mí y responda exactamente lo que yo le diga.

—Nunca pensé que iba a verme en una situación como ésta.

—Yo tampoco, se lo aseguro —Linus Daff se abotonó bien la chaqueta—. Como comprenderá, cuando empecé mi carrera como inventor de historias no imaginaba que iba a acabar en un pueblo de Galicia suplantando a un indiano chiflado que se dejó estafar cuatro millones de dólares. La vida da muchas vueltas, Pedro.

—Ya. Pero yo creí que la mía ya había dado demasiadas.

Los dos quedaron en silencio.

—¿Quién es usted? —Linus Daff miró directamente a Pedro Almeiras—. ¿Se da cuenta de que conocerle ha cambiado por completo mi vida, y que yo en cambio no sé casi nada de la suya?

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