Durante el período de quince años en el cual Tiberio estuvo alejado de Germania, la región había quedado en manos inferiores con espantosos resultados para Roma y el mundo. En verdad, el matrimonio forzado de Tiberio fue costoso para todo el mundo, entonces y ahora.
En el año 7, Augusto había decidido que veinte años de ocupación romana habían convertido a la región situada entre el Rin y el Elba en una sólida propiedad romana. Decidió organizaría como provincia romana y, para tal fin, envió a Publio Quintilio Varo a Germania. Varo había sido cónsul en 13 a. C. y luego había gobernado Siria, con más corrupción de la que cabría esperar de un empleado de Augusto.
Varo emprendió la tarea de romanizar a los germanos con gran arrogancia y sin ningún tacto. Inmediatamente despertó pensamientos de revuelta en los germanos. Hallaron un líder en el joven de veinticinco años Arminio (forma latina del nombre germánico Hermann). Arminio había servido en los ejércitos romanos. Había aprendido latín, se había romanizado y hasta conquistado la ciudadanía romana. Pero todo esto no significaba que estuviese dispuesto a someterse a la arrogancia romana del tipo que Varo representaba.
Arminio inició una campaña de astuto engaño. Se ganó la confianza de Varo y lo persuadió, en el 9, a que abandonase la seguridad de la fortificación del Rin y estableciese su campamento en lo profundo de Germania. Arminio luego organizó una pequeña revuelta para atraer a Varo aún más lejos en los bosques germánicos, mientras Arminio y su contingente germano seguían el mismo camino como retaguardia. Una vez que Varo estuvo suficientemente despistado en la parte de los bosques llamada el
Teutoburger Wald,
a unos 130 kilómetros al este del Rin, Arminio se alejó. A una señal convenida, levantó al país y lanzó un repentino y arrollador ataque desde todas partes que cayó como un rayo sobre Varo, quien no sospechaba nada pero estaba totalmente rodeado.
Varo y sus hombres lucharon valientemente, pero era una causa sin esperanza. En tres días, tres legiones romanas fueron totalmente destruidas.
La noticia cayó en Roma como el tañido de la muerte. Durante más de dos siglos, ninguna derrota similar había abatido a un ejército romano. Augusto quedó postrado de dolor. No podía en modo alguno reemplazar las tres legiones sin imponer una inaceptable carga fiscal al Imperio, por lo que el ejército romano quedó reducido de veintiocho a veinticinco legiones por largo tiempo. Se cuenta que Augusto golpeaba su cabeza contra las paredes de su palacio gritando: « ¡Varo, Varo, devuélveme mis legiones! ».
Pero Varo no se las devolvió. Había muerto junto con sus hombres.
Tiberio se abalanzó al frente y rápidamente condujo expediciones al otro lado del Rin para demostrar a los germanos que Roma aún era poderosa y desanimar a los germanos de todo intento de coronar su victoria invadiendo la Galia.
Pero las marchas de Tiberio contra los germanos no tuvieron mayor importancia. No hubo ningún intento de conquistar la Germania, ni entonces ni nunca más. La frontera romana, que había estado tan corto tiempo ubicada en el Elba, fue retirada al Rin (aunque fuerzas romanas continuaron ocupando la línea costera de lo que es hoy Holanda y Frisia, al este del Rin) y allí quedó.
La batalla del Teutoburger Wald fue verdaderamente una de las batallas decisivas de la historia del mundo. Los germanos conservaron su independencia y nunca sintieron el cálido roce de la romanización, excepto desde lejos. Y cuatro siglos más tarde, las tribus germánicas, aun libres y aún bárbaras, iban a volverse contra Roma y a hacerla pedazos.
En el reinado de Augusto, pacífico en Italia y en las provincias asentadas, hubo un florecimiento de la cultura. La «época de Augusto» de la literatura latina, junto con el período anterior en el que se destacó el orador Cicerón, fue la Edad de Oro cultural de Roma.
El mismo Augusto se interesaba mucho por la literatura y estimulaba y apoyaba a los escritores. Aún más notable en este aspecto era un íntimo amigo y ministro de Augusto, Cayo Cilnio Mecenas. Este había estado siempre junto a Augusto, desde su edad escolar. Durante los últimos años de las guerras civiles había permanecido en Roma, al cuidado de los asuntos internos, mientras Augusto libraba las batallas finales. Con el advenimiento de la paz, fue Mecenas quien urgió a Augusto a no restablecer la república, arguyendo que todos los viejos desórdenes surgirían nuevamente.
Por el 16 a. C., Mecenas, que para entonces era inmensamente rico, se retiró de la vida pública y usó sus riquezas para continuar y ampliar su afición favorita, que era la de apoyar y estimular a los artistas, escritores y sabios de Roma. Tan famoso se hizo a este respecto que la expresión «Mecenas» ha sido aplicada a todo hombre rico dedicado al patrocinio de las artes.
El autor más prominente que se benefició del patronazgo de Mecenas fue Publius Vergilius Maro, comúnmente conocido en castellano como Virgilio.
Virgilio nació en el 70 a. C. en una granja cercana a Mantua. Después de la batalla de Filipos, en la que Augusto obtuvo el triunfo final contra los asesinos de César, los soldados victoriosos fueron recompensados con lotes de tierra en Italia. (Esta era una práctica común durante las guerras civiles.) El padre de Virgilio fue expropiado de su granja en 42 a. C. para darla a uno de esos soldados.
Pero Virgilio ya había ganado alguna reputación como poeta y era conocido de uno de los generales de Augusto, Cayo Asinio Polión (que era él mismo poeta y orador), quien tenía bajo su mando esa región de Italia. Asinio Polión hizo que se devolvieran sus tierras a Virgilio y lo presentó a Mecenas.
Las obras de Virgilio consisten, primero, en una serie de poesías cortas llamadas las
Églogas.
De ellas, la Cuarta Égloga, escrita en 40 a. C., habla del inminente nacimiento de un niño que crearía un nuevo reino de paz en el mundo. Nadie sabe exactamente a quién se refería. Quizá pretendía sencillamente halagar a uno de sus protectores cuya esposa estuviese en cinta. Pero los cristianos posteriores juzgaron posible que fuese una predicción (tal vez inconsciente) del nacimiento de Jesús, y por esta razón adquirió gran importancia en la leyenda cristiana. En la
Divina Comedia
de Dante, escrita trece siglos más tarde, es Virgilio quien guía a Dante por el Infierno.
A sugerencia de Mecenas, Virgilio compuso las
Geórgicas,
en elogio de la agricultura y la vida campesina. (El nombre proviene de una palabra griega que significa «granjero».) El propósito puede haber sido estimular un resurgimiento de la agricultura en Italia, pues éste era uno de los fines de Augusto.
(Augusto, en verdad, trató de restaurar entre los romanos todas las supuestas virtudes de días más sencillos, en los que se pintaba a sus venerados antecesores como labradores veraces, honestos, responsables, valientes y muy trabajadores, y eran también leales maridos, nobles padres y patriotas devotos. Desgraciadamente, Augusto no lo consiguió, pues en muchos aspectos la Italia de su tiempo era un complejo ejemplo de «sociedad opulenta», como la nuestra de hoy. Los artículos de lujo afluían en cantidad de todas las partes del Imperio, y las clases superiores no tenían nada que hacer como no fuese divertirse. Se casaban muchas veces, se divorciaban fácilmente, comían, bebían y gozaban del ocio. En cuanto a las clases más pobres, tenían alimento gratuito y cantidad de espectáculos y juegos para divertirlas. Los moralistas desaprobaban esto y comparaban a Roma desfavorablemente con otras naciones y con sus propios antepasados, pero pese a todas sus palabras duras la situación no cambió. Y aunque las
Geórgicas
de Virgilio son consideradas como el latín perfecto, eran leídas principalmente por las clases ociosas y no provocaron una masiva vuelta de los aristócratas al campo.)
Virgilio dedicó sus años posteriores a un gran poema épico en doce libros llamados
La Eneida,
comenzado, se supone, a pedido del mismo Augusto. En cuanto a la trama,
La Eneida
en realidad es una pálida imitación de Homero. El héroe (bastante anémico) es el guerrero troyano Eneas, y el poema relata su huida de Troya incendiada y su largo viaje lleno de aventuras que lo llevan finalmente a Italia, donde pone los cimientos para la futura fundación de Roma por sus descendientes. También se le atribuye un hijo llamado Julio, del cual habría descendido la familia Julia (Julio César y Augusto, inclusive).
El poeta trabajó en el poema épico muchos años y aún lo estaba puliendo cuando murió, en 19 a. C. Insatisfecho con todo lo que no fuese perfecto, dejó orden de que se quemase el manuscrito. Pero Augusto lo impidió y, después de algunos toques finales dados por otros,
La Eneida
fue publicada. Virgilio es considerado generalmente como el más grande de los poetas romanos.
El segundo era Horacio (Quintus Horatius Flaccus), hijo de un liberto, nacido en 65 a. C. en el sur de Italia y educado en Roma y Atenas. Estaba claramente destinado para la vida literaria, pues su intento de ser un soldado fue desastroso. Mientras estaba en Atenas, Julio César fue asesinado y Horacio se unió al ejército levado en Grecia por los asesinos. En la batalla de Filipos, donde Horacio prestó servicio como oficial, se dio a la fuga para alcanzar una poco gloriosa seguridad.
Horacio no perdió la vida por el crimen de haber estado en el bando perdedor, pero sí perdió la propiedad de su familia en Italia. Se marchó a Roma para tratar de ganarse la vida, y allí atrajo la atención de Virgilio, quien lo presentó a Mecenas, el cual, a su vez, hizo que se le proporcionase una granja para permitirle lograr la necesaria independencia financiera. Su obra pronto le ganó la atención de Augusto, y sus breves poemas, odas y sátiras conservan su popularidad hasta hoy. Murió en 8 a. C., poco después de la muerte de Mecenas.
El último de los grandes poetas de la época de Augusto fue Ovidio (Publius Ovidius Naso), quien nació en 43 antes de Cristo a unos ciento diez kilómetros al este de Roma. Tenía medios independientes de vida y gozó de la vida, sobre todo porque sus poemas fueron suficientemente populares durante su vida como para conseguir ricos protectores y, de este modo, mantener su independencia de medios.
Pero sus poemas trataban del amor tan descaradamente que escandalizaron al mojigato Augusto y a los hombres del gobierno que ansiaban reformar las costumbres romanas. El libro más famoso de Ovidio es
Las Metamorfosis,
que es una nueva narración de mitos griegos en versos latinos. Los mitos por lo general eran bastante obscenos también, y es obvio que Ovidio gozaba con ello.
Posteriormente, se vio envuelto en un escándalo que concernía a la frívola hija de Augusto, Julia. El emperador, con el corazón destrozado, exilió a su hija y nunca la perdonó, y ciertamente no estaba dispuesto a perdonar a ninguno de sus cómplices. Ovidio, a quien Augusto desaprobaba de todos modos, fue enviado al exilio en el año 8. Pasó los últimos ocho años de su vida en una villa bárbara de la desembocadura del Danubio, y aunque escribió gran cantidad de poemas melancólicos para que Augusto lo perdonase y le permitiese volver a Roma, fracasó en todos sus intentos. Murió en el exilio el año 17.
El más grande prosista de la época de Augusto fue Livio (Titus Livius), nacido en Padua en
59
a. C. Aunque durante toda su vida expresó abiertamente simpatías republicanas, Augusto lo toleró con buen humor, ya que Livio no intervenía en política y estaba totalmente dedicado a la vida literaria.
A pedido de Augusto, escribió una enorme historia de Roma desde el tiempo de su fundación hasta la muerte de Druso. Eran en total 142 libros, y habría agregado varios más para continuar la historia hasta la muerte de Augusto, pero su propia muerte en 17 le impidió hacerlo.
Livio fue el más popular de todos los historiadores romanos, tanto en su propia época como posteriormente, aunque, lamentablemente, sólo sobreviven 35 de los 142 libros. Conocemos los otros por resúmenes, pero claro que no es lo mismo. Livio escribió con la intención de hacerse popular, y éste es su punto débil. En su ansiedad de contar historias interesantes y seducir la imaginación del lector, reprodujo todo género de mitos y leyendas, sin preocuparse en lo más mínimo por su verosimilitud.
La mayor parte de nuestro conocimiento de la historia romana proviene de los escritos que han llegado hasta nosotros de los mismos historiadores romanos. En la mayoría de los casos, como en el de Livio, sólo parte de esos escritos han sobrevivido. Fueron los accidentes de la supervivencia los que nos permiten conocer algunas partes de la historia romana con gran detalle, mientras que de otras sólo tenemos un somero conocimiento.
Sin embargo, el suceso más destacado del reinado de Augusto y, muy probablemente, el más importante de la historia civilizada, no fue una conquista o una derrota, una reorganización o una reforma, una obra de arte o de la literatura. Fue sencillamente el nacimiento de un oscuro individuo en un oscuro rincón del Imperio, hecho que pasó inadvertido en la época.
Al sur de Siria estaba Judea. Sus habitantes (los judíos) tenían una religión férreamente monoteísta que hacían remontar a casi dos mil años atrás, al patriarca Abraham. Durante cuatro siglos, del 1000 a. C. al 600 a. C., se enorgullecieron de tener un reino independiente, que había tenido cierto poder al principio, bajo el conquistador rey David, pero luego decayó gradualmente.
En 586 a. C. (166 A. U. C.), el reino fue destruido por los babilonios. Menos de un siglo más tarde, los babilonios, a su vez, fueron conquistados por los persas, quienes permitieron a los judíos reconstruir su templo en su antigua capital, Jerusalén.
Los judíos permanecieron en Judea, bajo la dominación persa, sin rey y sin poder político o militar, pero aferrados a su religión y sus recuerdos de la pasada independencia. Los persas fueron sucedidos por el imperio de Alejandro Magno, y éste por el Imperio Seléucida. En 168 a. C., el monarca seléucida Antíoco IV declaró ilegal el judaísmo y trató de convertir a los judíos, de una vez por todas, a la cultura y el modo de vida griegos. La alternativa era la extinción.
Los judíos se rebelaron y, bajo el liderazgo de Judas Macabeo y sus hermanos, conquistaron su independencia de los seléucidas. Durante casi un siglo, la mantuvieron bajo la dinastía de los macabeos, y Judea pudo gozar de un corto período de libertad, aunque bajo reyes que no eran de la reverenciada «casa de David».