Durante aquella primera visita a la pensión de Skagen, escribió tres cartas. La primera, para su hermana Kristina, que lo había llamado con frecuencia, a lo largo del año anterior, para preguntarle cómo se encontraba. A pesar de que lo habían conmovido su constancia y su interés, casi nunca fue capaz de escribirle o de llamarla por teléfono. La situación se veía agravada por el hecho de que, según uno de los vagos recuerdos que conservaba de aquel periodo, un día que estaba muy borracho, le había enviado una postal desde el Caribe en la que se expresaba de forma bastante impenetrable. Ella nunca le hizo ningún comentario al respecto; él, por su parte, nunca le preguntó, con la esperanza de haber estado tan bebido que la dirección no hubiese sido la correcta o que hubiese olvidado poner el sello. Pero durante los días que pasó en Skagen, le escribió una carta, tumbado en la cama y apoyado en su maletín, en la que intentaba describirle la sensación de vacío, de vergüenza y de culpabilidad que lo habían perseguido desde que mató a aquel hombre el año anterior
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. Aunque no cabía la menor duda de que había actuado en defensa propia; aunque ni siquiera la prensa más hostil a la policía ni la más codiciosa de noticias se hubiesen ensañado con él; aun así, era consciente de que el peso de aquella culpa se había instalado en su alma. Nunca sería capaz de deshacerse de ese sentimiento, aunque no descartaba la posibilidad de poder aprender a convivir con él.
«Yo me lo imagino como si una parte de mi espíritu hubiese sido sustituida por una prótesis», escribía. «Aún no me obedece. En ocasiones, en momentos aciagos, me da por pensar que nunca llegará a hacerlo. Sin embargo, por ahora no me he rendido del todo.»
La segunda carta tenía por destinatarios a sus colegas de la comisaría de Ystad. Cuando finalmente la echó al buzón rojo que había a la puerta de la estafeta de Correos de Skagen, tomó conciencia de que mucho de lo que en ella escribía no era cierto. Pese a todo, era su deber enviarla. En ella les expresaba su agradecimiento por el equipo de música que le habían comprado entre todos y que le habían regalado el verano anterior. Asimismo, les pedía disculpas por haber tardado tanto en darles las gracias. Por supuesto que, hasta aquel punto, hablaba con el corazón en la mano. Sin embargo, al final de la misiva, les comunicaba que estaba mejorando visiblemente y que confiaba en poder volver a su puesto muy pronto, lo cual era más bien la formulación de un deseo, pues la realidad indicaba todo lo contrario.
La tercera de las cartas que firmó durante este primer viaje a la pensión de Skagen, y que envió a Riga, iba dirigida a Baiba. El año anterior le había escrito un promedio de una carta cada dos meses. Y ella había contestado a todas. Él había empezado a verla como su ángel custodio personal y el temor a que ella se inquietase o incluso dejase de responder lo habían movido a ocultar los sentimientos que albergaba, o que creía albergar, hacia ella. Aquel prolongado proceso en el que su personalidad estaba deformándose a causa de la inactividad llevaba aparejada una inseguridad absoluta acerca de casi todo. En momentos de completa lucidez, que a menudo se producían mientras paseaba por la playa o cuando, sentado entre las dunas, se resguardaba del viento acerado; podía llegar a pensar que todo era un absurdo despropósito. Había conocido a Baiba durante los pocos días que pasó en Riga. Y ella amaba a su marido, el capitán de policía Karlis, que había resultado asesinado. Así pues, ¿por qué razón iba ella a abrigar ningún sentimiento de afecto por un policía sueco que no había hecho más que cumplir con las obligaciones que le imponía su profesión, si bien de un modo poco ortodoxo?
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En cualquier caso, él no tenía ningún tipo de inconveniente en negar los frutos de la reflexión durante aquellos instantes de clarividencia, como si no quisiese aceptar la pérdida de algo que, en el fondo, sabía que no poseía. Baiba, el sueño de Baiba, era su última esperanza, el último reducto que se sentía en la obligación de defender, aunque no fuese más que una ilusión.
Permaneció en la pensión durante diez días. Cuando regresó a Ystad, había tomado la decisión de volver a su retiro costero en cuanto tuviese ocasión. Y así, ya a mediados de julio, ocupaba de nuevo su vieja habitación en la pensión. Al igual que en su anterior visita, tomaba prestada la bicicleta y pasaba los días junto al mar. No obstante, a diferencia de entonces, la playa estaba ahora plagada de veraneantes que le hacían sentirse como una sombra invisible deambulando entre risas, juegos y chapoteos. No parecía sino que hubiese dispuesto en Grenen, justo donde se encontraban los dos mares, un distrito de vigilancia personal, desconocido por todos. Allí se entregaba él a su solitario patrullar sobre sí mismo, al tiempo que intentaba hallar una salida a su desgracia. Tras el primer viaje a Skagen, su médico creyó percibir una ligera mejoría, aunque los indicios eran aún demasiado débiles como para considerar que se hubiese producido un cambio definitivo. Wallander le había preguntado si no podía dejar de tomar las medicinas que había estado ingiriendo durante más de un año, pues le provocaban somnolencia y pesadez. Pero el médico le desaconsejó que las abandonase y le pidió que tuviese paciencia durante un poco más de tiempo.
Por las mañanas, al despertar en la cama, se preguntaba si tendría fuerzas para levantarse un día más. Sin embargo, notaba que le resultaba más fácil cuando se encontraba en la pensión de Skagen. Los instantes de ingravidez, de auténtico alivio al verse libre del peso de los sucesos pasados, hacían que, pese a todo, adivinase fugazmente un futuro por el que luchar.
En la playa, durante los largos paseos, empezó a rastrear el origen de su sufrimiento y a buscar un medio de controlar su dolor, con la esperanza de hallar la fuerza que lo convirtiese de nuevo en el policía y el ser humano que era.
Aconteció también durante este viaje que perdió su afición por escuchar ópera. Casi siempre llevaba su pequeño reproductor cuando iba a la playa. Pero, un buen día, sintió que estaba harto. Cuando volvió a la pensión aquella noche, guardó todas las cintas de ópera en la maleta y ésta en el armario. Al día siguiente, fue en bicicleta hasta el centro de Skagen y compró algunas cintas de música pop de grupos a los que conocía de oídas. Comprobar que no añoraba lo más mínimo aquella música que lo había acompañado durante tantos años lo dejó perplejo.
«No hay ya espacio en mi interior para nada más», concluyó. «Estoy colmado. Los muros que alojan mi alma están a punto de ceder.»
A mediados de octubre volvió a visitar Skagen, con el firme propósito de aclarar sus ideas con respecto a lo que debía hacer con su vida. Su médico, que ya empezaba a detectar claras muestras de una recuperación lenta y un torpe esfuerzo por regresar de la prolongada depresión, lo animaba a frecuentar la pensión de Dinamarca, que tanto bien le estaba haciendo. Asimismo, aunque sin llegar a romper el juramento hipocrático, le dio a entender al comisario jefe Björk, a lo largo de una conversación de carácter amistoso, que tal vez cupiese abrigar esperanzas sobre el regreso profesional de Wallander..
Así, volvió a Skagen y a su peregrinar por las orillas. Esta vez de nuevo en otoño, por lo que la playa aparecía tan desierta como en su primera visita. No eran muchas las personas con las que se encontraba: principalmente ancianos, algún que otro corredor sudoroso o alguna mujer que paseaba por allí con su perro. Retornó a su angustiado patrullar, de vuelta en aquel distrito desconocido, caminando con paso cada vez más seguro, junto a la línea imperceptible en la que el mar y la playa se encontraban.
Pensó en su edad. En efecto, se hallaba en la mitad de su madurez, pues le faltaban pocos años para cumplir los cincuenta. Durante el año anterior, había perdido bastante peso y, de hecho, había empezado a ponerse ropa que no podía usar desde hacía siete u ocho años. Era consciente de que hacía mucho tiempo que no se hallaba en tan buena forma, ahora que había dejado por completo la bebida. También esto constituía una base para creer en el futuro. De no producirse ningún imprevisto, le quedaban al menos otros veinte años de vida. En el fondo, lo que más lo angustiaba era la duda de si sería capaz de volver a su puesto en la policía, o si debía intentar dedicarse a algo totalmente distinto, pues no quería ni plantearse la posibilidad de jubilarse por enfermedad. En efecto, aquello entrañaba un tipo de existencia que no creía poder soportar. Así, pasaba los días en la playa, a menudo envuelto en el curso de la bruma que, tan sólo en un par de ocasiones vino a ser sustituida por la claridad de los días, los destellos del mar y las gaviotas suspendidas en las alturas. Cierto que, en ocasiones, se sentía como un muñeco mecánico que hubiese perdido la llave y al que nada ni nadie podía dar cuerda ni poner a funcionar con renovada energía. Consideró las alternativas que se le presentaban si se decidía por abandonar el cuerpo de Policía. Con un poco de suerte, podría conseguir un puesto de vigilante o tal vez de jefe de seguridad en alguna parte. Le costaba comprender qué aplicación, que no fuese buscar delincuentes, podrían tener los conocimientos de un policía. A menos que decidiese cambiar de actividad de forma radical, y dedicarse a otra bien distinta de la carrera policial no eran muchas las posibilidades. Pero ¿quién querría contratar a un antiguo policía, casi cincuentón, que no sabía hacer otra cosa que interpretar los posibles escenarios, más o menos claros, de un crimen?
Cuando se sintió hambriento, dejó la playa y fue a buscar el abrigo de las dunas. Sacó el paquete con los bocadillos y el termo y se sentó sobre la bolsa de plástico a fin de evitar el contacto directo con la fría arena. Mientras comía, intentaba pensar en algo totalmente distinto de su futuro, aunque rara vez lo lograba. Tras la lucha por pensar con sensatez, se hacían presentes una serie de sueños imposibles que aguardaban al acecho de la menor posibilidad de hacerse oír.
Al igual que otros policías, se entregaba en ocasiones a contemplar la idea de dedicarse a todo lo contrario, es decir, a la delincuencia. A menudo lo sorprendía comprobar que aquellos policías que habían optado por el camino del crimen no solían hacer uso de sus conocimientos sobre búsqueda e investigación más elementales, con el objeto de evitar que los acabasen capturando. Así, jugueteaba mentalmente con diversas variantes de delitos que lo convertirían, de la noche a la mañana, en un hombre rico e independiente. Sin embargo, no tardaba en rechazar dichos sueños pues, lo que menos deseaba en el mundo era acabar como su colega Hanson que, con lo que a él se le antojaba pura obcecación, se pasaba la vida apostando dinero por caballos que casi nunca ganaban. Él nunca podría aceptar aquella forma de despilfarro.
Reanudó, pues, su vagabundear por la playa, con la impresión de que el curso de su meditar describía un triángulo, cuyo último ángulo estaba constituido por la cuestión de si, a fin de cuentas, no tendría más remedio que volver a su trabajo de policía. Y volver significaba oponer resistencia a los recuerdos del año anterior y confiar en que aprendería a reconciliarse con ellos algún día. La única alternativa realista que se le presentaba era la de seguir como antes, ya que había sido precisamente aquella actividad, la de procurar que la gente viviese con el mayor grado de seguridad posible, la de retirar de las calles a los peores delincuentes, la que había dado mayor sentido a su vida. Abandonarla implicaría no sólo perder un trabajo en el que se sabía experto y tal vez mejor que muchos de sus colegas, sino además, poner tierra de por medio con respecto a una certeza sepultada en lo más hondo de su fuero interno, aquella sensación de formar parte de algo grande, algo que otorgaba cierto sentido a su existencia.
Al fin, tras otra semana en Skagen y ya a las puertas del invierno, comprendió que no sería capaz; que sus días como policía habían llegado a su fin; que las heridas provocadas por los sucesos del año anterior le habían afectado irremediablemente.
Una tarde en que la niebla se posaba densa sobre Grenen, tomó conciencia de que había articulado y agotado todos los argumentos, a favor y en contra. Y tomó una decisión: hablaría con su médico y con Björk. No volvería a su puesto.
Dicha determinación alivió, si bien levemente, su conciencia; de eso estaba seguro pues, de este modo, quedaba vengada la muerte del hombre con cuya vida él había acabado en aquel campo de tiro, entre las ovejas confundidas con la niebla, hacía ya un año.
Aquella noche fue en bicicleta hasta Skagen y se emborrachó en un pequeño restaurante lleno de humo, con pocos clientes y una música estridente. Tenía la certeza de que no seguiría bebiendo al día siguiente, que lo hacía para afirmar y confirmar el desolador descubrimiento que acababa de hacer: que su vida como policía pertenecía ya al pasado. Por la noche, cuando regresaba a la pensión dando tumbos sobre la bicicleta, se le fue el manillar, de modo que cayó y se hirió la mejilla. La dueña de la pensión, que había estado preocupada por su tardanza, lo esperaba despierta. Pese a sus débiles protestas, ella le limpió la herida y le prometió que le lavaría la ropa, antes de ayudarle a subir a su habitación y abrir la puerta.
—Esta tarde vino un hombre que preguntó por usted —le dijo al tiempo que le tendía la llave.
Wallander la miró inquisitivo:
—Nadie pregunta nunca por mí —sentenció—. Además, nadie sabe que estoy aquí.
—Pues este señor lo hizo —repuso ella—. Y tenía mucho interés en verlo.
—¿Le dijo su nombre?
—No, pero era sueco.
Wallander meneó la cabeza rechazando la idea. Estaba seguro de no querer ver a nadie, tanto como de que nadie quería verlo a él.
Al día siguiente, cuando, lleno de remordimientos, se dirigía de nuevo a la playa, no guardaba el menor recuerdo del recado que la dueña le había dado la noche anterior. La bruma era compacta y él se sentía agotado. Se preguntó entonces, por primera vez, qué estaba haciendo en aquella playa, en realidad. Tras haber recorrido escasos kilómetros, empezó a dudar de sus fuerzas para seguir adelante, hasta el punto de que decidió sentarse sobre el casco de un gran bote de remos que aparecía medio enterrado en la arena.
Y fue en ese momento cuando descubrió que un hombre se abría paso hacia él entre la niebla.
Como si llegase una visita inesperada a aquel despacho suyo de la playa.
Al principio, el hombre no era más que un extraño sin contorno, que vestía chubasquero y avanzaba tocado con una gorra de visera que parecía venirle pequeña. Pero después le sobrevino la sensación de que reconocía al individuo. Cuando se puso en pie y el hombre había ganado el bote, pudo ver de quién se trataba. Lleno de asombro, Wallander le tendió la mano. «¿Cómo habría sabido de su paradero?», se preguntaba al tiempo que hacía un esfuerzo por recordar cuándo fue la última vez que había visto a Sten Torstensson. Concluyó que tuvo que ser en relación con alguna detención, durante la funesta primavera del año anterior.