El hombre que se esfumó (8 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El hombre que se esfumó
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El albergue se ubicaba en lo alto de una colina, con una gran vista panorámica hacia Pest. Las casas de la ladera entre el albergue y el río parecían viejas y destartaladas. Desde el taxi, Martin Beck había visto impactos de metralla en la mayoría de las fachadas; en algunas casas, el enlucido había sido borrado a balazos casi por completo.

Volvió la mirada hacia el vestíbulo, que seguía desierto, y se sentó en uno de los sillones del salón. No esperaba mucho de su visita al Ifjuság. Alf Matsson había pasado allí una sola noche. Durante el verano, el alojamiento en Budapest escaseaba, y el hecho de que en este albergue hubiera una habitación libre se debía, probablemente, a una pura casualidad. Era difícil que alguien recordara a un huésped que llegó a última hora de la noche y se fue a la mañana siguiente, en plena temporada veraniega.

Apagó su último cigarrillo Florida y miró con desgana a los jóvenes bronceados tendidos en el césped. De repente le pareció ridículo esto de ir y venir por Budapest, buscando a una persona que le resultaba perfectamente indiferente. No podía recordar que le hubieran encargado nunca una misión tan desesperada, tan sin sentido.

Se oyeron pasos en el vestíbulo, y Martin Beck se levantó y se dirigió hacia allí. Tras el mostrador de recepción, había un joven con un teléfono en la mano, mirando al techo y mordiéndose la uña del pulgar mientras escuchaba. Luego empezó a hablar. Al principio, Martin Beck creyó que el hombre hablaba en finés pero luego recordó que el finés y el húngaro eran idiomas emparentados.

El joven colgó y miró inquisitivamente a Martin Beck, que vacilaba, intentando decidir en qué lengua hablar.

—¿En qué puedo servirle? —preguntó el joven en perfecto inglés, para alivio de Martin Beck.

—Querría hacerle unas preguntas sobre un huésped que se alojó en este albergue el 22 de julio. ¿Tiene usted idea de quién estaba de servicio aquella noche?

El joven consultó el almanaque de pared.

—No me acuerdo —dijo—. Ya hace más de dos semanas. Un momento, echaré un vistazo.

Buscó en un estante bajo el mostrador, sacó un librito negro y lo hojeó. Luego dijo:

—Fui yo. La noche del viernes, sí... ¿Qué clase de persona? ¿Se quedó sólo una noche?

—Que yo sepa, sí —contestó Martin Beck—. Pudo quedarse más, claro. Un periodista sueco llamado Alf Matsson.

El joven miraba fijamente al techo, mordiéndose la uña. Luego negó con la cabeza.

—No recuerdo a ningún sueco. Aquí vienen pocos suecos. ¿Qué aspecto tenía?

Martin Beck le enseñó la fotografía del pasaporte de Alf Matsson. El joven la examinó un momento y dijo vacilante:

—No sé. Quizá lo haya visto antes. No me acuerdo.

—¿No lleva usted un libro de registro? ¿El registro de huéspedes?

El joven sacó un cajón con un fichero y empezó a mirarlo. Martin Beck aguardó. Tenía ganas de fumar y buscó en sus bolsillos, pero se había quedado sin tabaco, irrevocablemente.

—Aquí está —exclamó el joven, sacando una tarjeta del cajón—. Alf Matsson. Sueco. Sí. Pasó aquí la noche del 22 de julio, como usted dice.

—¿Y no se quedó después de aquella noche?

—No, después no. Pero se alojó aquí unos días a finales de mayo. Antes de que yo viniera aquí, estaba de exámenes entonces.

Martin Beck tomó la tarjeta y la examinó. Alf Matsson se había alojado en el albergue desde el 25 al 28 de mayo.

—¿Quién estaba de turno entonces?

El joven trató de recordar. Luego contestó:

—Debió de ser Stefi. O quizás el que trabajaba aquí antes que yo. Realmente no puedo recordar cómo se llama.

—Stefi —repitió Martin Beck—. ¿Y él sigue trabajando aquí?

—Ella —corrigió el joven— es una chica. Stefania. Sí, ella y yo trabajamos por turnos.

—¿Cuándo viene?

—Debe de estar aquí. Quiero decir, en su habitación. Vive aquí en el albergue, ¿sabe? Pero esta semana tiene turno de noche, así que probablemente estará durmiendo.

—¿Podría averiguarlo? —preguntó Martin Beck—. Si está despierta, me gustaría hablar con ella.

Alzó la puerta del mostrador y salió.

—Veré si está por aquí —dijo—. Un momento.

Subió en uno de los ascensores y Martin Beck vio por el indicador luminoso que se detenía en el primer piso. Pasado un rato, bajó.

—Su compañera de cuarto dice que está fuera tomando el sol. Espere un momento, iré a buscarla.

Desapareció en el salón y regresó un momento después con una joven. Era bajita y rolliza, calzaba sandalias y llevaba un albornoz a cuadros sobre el bikini. Mientras se acercaba a Martin Beck, se iba atando el albornoz.

—Siento molestarla —dijo.

—No importa —contestó la chica llamada Stefi—. ¿En qué puedo servirle?

Martin Beck le preguntó si había estado de servicio durante aquellos días de mayo. La joven pasó al otro lado del mostrador, miró en el libro negro y asintió.

—Sí —dijo—, pero sólo de día.

Martin Beck le mostró el pasaporte de Alf Matsson.

—¿Sueco? —preguntó ella sin alzar la mirada.

—Sí —respondió Martin Beck—. Periodista.

Y aguardó sin dejar de mirarla. Ella echó un vistazo a la fotografía del pasaporte e inclinó la cabeza.

—Sí —dijo con vacilación—. Sí, creo recordarle. Al principio estaba solo en una habitación de tres camas; pero luego llegó un grupo ruso, así que necesité la habitación y tuve que trasladarle. Se enfadó muchísimo porque en la nueva habitación no había teléfono. No tenemos teléfono en todas. Armó tal escándalo que me vi obligada a cambiarle la habitación con alguien que no necesitaba teléfono.

Cerró el pasaporte y lo dejó sobre el mostrador.

—Sí es que es él —añadió ella—, porque la foto no es muy buena.

—¿Recuerda si recibió visitas? —preguntó Martin Beck.

—No. No creo. Al menos, que yo recuerde.

—¿Usó mucho el teléfono? ¿O recibió alguna llamada que usted pueda recordar?

—Me parece que una mujer le llamó varias veces pero no estoy segura — contestó Stefi.

Martin Beck se quedó pensativo un rato y luego le preguntó:

—¿Recuerda algo más sobre él?

La chica negó con la cabeza.

—Creo que llevaba una máquina de escribir. Y que iba muy bien vestido. Aparte de eso no me acuerdo de nada en particular.

Martin Beck se guardó el pasaporte en el bolsillo y recordó que se le había acabado el tabaco.

—¿Puedo comprar un paquete de cigarrillos? —le preguntó.

La chica se inclinó y miró en un cajón.

—Sí, claro —contestó—, pero sólo tengo Terv.

—Está bien —comentó Martin Beck, y cogió el paquete, de papel gris con el dibujo de una fábrica de altas chimeneas. Pagó con un billete y dijo a la joven que se guardara el cambio. Luego tomó un bolígrafo y un bloc de notas del mostrador, apuntó su nombre y el de su hotel, arrancó la hoja y se la entregó a Stefi.

—Si recuerda algo más, ¿tendría la amabilidad de telefonearme?

Stefi miró al trozo de papel y frunció el ceño.

—Se me acaba de ocurrir algo, ahora mismo mientras usted escribía esa nota —dijo—. Creo que fue ese sueco quien preguntó cómo se podía ir a una dirección en Ujpest. Puede que no fuera él, no estoy segura. Quizá fuera otro huésped. Le dibujé un pequeño plano.

Calló y Martin Beck aguardó.

—Recuerdo la calle por la que preguntaba pero no el número. Mi tía vive en esa calle, por eso la recuerdo.

Martin Beck empujó el bloc hacia ella.

—¿Sería tan amable de apuntarme el nombre de la calle?

Cuando Martin Beck salió del hotel, miró el papel. Venetianer út.

Se metió el papel en el bolsillo, encendió un Terv y echó a andar hacia el río.

8

El lunes 8 de agosto, a Martin Beck le despertó el teléfono. Adormilado, se incorporó apoyándose en el codo y buscó el receptor a tientas. Oyó decir a la telefonista algo que no entendía. Luego una voz familiar le dijo:

—¡Hola!

De puro asombro, Martin Beck olvidó contestar.

—¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

Se podía oír a Kollberg tan claramente como si estuviera en la habitación de al lado.

—¿Dónde estás?

—Pues en el despacho, ¡dónde voy a estar! Ya son las nueve y cuarto. No me digas que aún estás tirado en la cama, sobando.

—¿Qué tiempo tenéis...? —preguntó Martin Beck pero se interrumpió, paralizado por lo idiota que era su pregunta.

—Está lloviendo —contestó Kollberg con recelo— pero no te llamo por eso. ¿Estás enfermo o te pasa algo?

Martin Beck logró sentarse al borde de la cama y encendió uno de aquellos cigarrillos húngaros, tan poco familiares, del paquete con el dibujo de la fábrica.

—No. ¿Qué quieres?

—He estado husmeando un poco por aquí arriba. Alf Matsson no parece ser un tipo muy legal.

—¿Y eso?

—Bueno, es la impresión que me da. Debe de ser un cabrón de mucho cuidado.

—¿Y has llamado para decirme eso?

—Pues no. Pero hay una cosa que creo que deberías saber. El sábado, como no tenía nada que hacer, fui a sentarme un rato al bar ese, el Tennstopet.

—Escucha. No vayas por ahí metiendo la nariz demasiado. Oficialmente, no has oído hablar nunca de este asunto. Y tampoco sabes que yo estoy aquí.

Kollberg replicó, claramente ofendido:

—¿Crees que soy un idiota?

—Sólo a veces —le respondió Martin Beck con amabilidad.

—No he hablado con nadie. Lo único que hice fue sentarme junto a la mesa del grupito aquel, y escuchar la conversación. Eso, durante cinco horas. ¡Vaya cómo bebían aquellos tipos!

La telefonista interrumpió el diálogo para decir algo incomprensible.

—Vas a arruinar al Estado —dijo Martin Beck—. ¿De qué se trata? Desembucha.

—Estuvieron hablando todo el tiempo que si Affe esto, que si Affe aquello, que si Affe lo de más allá, como ellos le llaman. Son tíos de esos que te ponen a parir a tus espaldas. Se levanta uno a mear y los demás empiezan a ponerlo verde.

—Ve al grano.

—El tal Molin parece el peor. Fue él quien comentó lo que te voy a contar. Hablaba con maldad, pero algo de verdad habrá, digo yo.

—Anda, vamos, suelta, Lennart.

—¡Mira quién fue a hablar! En fin, resulta que Matsson está todo el tiempo yendo y viniendo de Hungría porque tiene allí una chica. Algo así como una deportista de segunda fila que conoció aquí en Estocolmo cuando era periodista deportivo, en una competición internacional o algo por el estilo. Mientras todavía vivía con su esposa.

—¿Ah, sí?

—También comentaron que organizaba sus viajes a otras ciudades, Praga, Berlín, etcétera, para poder verla cuando participaba en competiciones.

—Eso no me convence. Las deportistas suelen estar muy bien vigiladas.

—Bueno, por si te sirve de algo.

—Gracias —contestó Martin Beck, sin asomo de entusiasmo—. Hasta luego.

—Espera un momento. Aún no he terminado. No llegaron a mencionar el nombre de ella, ni siquiera creo que lo sepan, pero me dieron los suficientes detalles como para... Ayer también llovió.

—Lennart —dijo Martin Beck, resignado.

—Ayer me obligué a entrar en la Biblioteca Real y estuve todo el día sentado mirando números atrasados de la revista. Por lo que pude averiguar, sólo puede ser una chica llamada... Te lo voy a deletrear.

Martin Beck encendió la lámpara de la mesita de noche y escribió las letras al margen del plano de Budapest: A-R-I-B-Ö-K-K.

—¿Lo has apuntado? —preguntó Kollberg.

—Pues claro.

—Parece ser que, en realidad, es alemana; pero ciudadana húngara. No sé dónde vive, ni si las letras que te he deletreado son totalmente exactas. Tampoco es muy famosa. No pude encontrar ningún nombre que me recordara al suyo, en relación con nada ocurrido desde mayo del pasado año. Por lo visto no era más que una especie de suplente. En el segundo equipo.

—¿Ya has terminado?

—Una cosa más. El coche de él está donde debería. En el aparcamiento del aeropuerto de Arlanda, aquí en Estocolmo. Un Opel Rekord. No hay nada de especial en él.

—¿Has terminado ya, de veras?

—Sí.

—Hasta luego.

—Adiós.

Martin Beck se quedó mirando, abatido, las letras que había apuntado. Ari Bökk. Ni siquiera parecía el nombre de una persona. Sin duda, el dato no era correcto y la información completamente inútil.

Se levantó, abrió los postigos y dejó entrar el verano. La vista sobre el río y la ribera de Buda seguía siendo tan fascinante como veinticuatro horas antes. El vapor checoslovaco de ruedas ya se había marchado, dejando sitio a un buque de hélice con dos chimeneas bajas, también checoslovaco, que se llamaba Druzba. En las terrazas situadas delante del hotel, estaba sentada gente vestida de verano desayunando. Eran ya las nueve y media. Se sentía inútil, pensó que estaba descuidando sus deberes, así que se aseó rápidamente, guardó el plano en el bolsillo y bajó apresuradamente al vestíbulo. Una vez abajo, se quedó parado. Apresurarse no tiene mucho sentido, cuando uno no sabe qué hacer al llegar. Meditó sobre esto un momento, luego entró en el comedor, se sentó junto a una de las ventanas abiertas e hizo que le sirvieran el desayuno. Barcos de todos los tamaños pasaban ante él. Un gran remolcador soviético, que tiraba de tres grandes barcazas petroleras, pasó corriente arriba. Vendría, probablemente, de Batum. Eso quedaba muy lejos. El capitán llevaba una gorra blanca. Los camareros pululaban alrededor de la mesa de Martin Beck, como si fuera Rockefeller. En la calle unos críos daban patadas a un balón. Un perro grande quiso unirse al juego y a punto estuvo de echar por tierra a la señora bien vestida que sujetaba la correa, y que tuvo que agarrarse a uno de los pilares de piedra de la balaustrada para eludir la caída. Pasado un rato soltó el pilar, pero no la correa, y echó a correr tras el perro con el cuerpo muy inclinado hacia atrás. Hacía ya mucho calor. El río refulgía.

Era obvio que carecía de ideas constructivas. Martin Beck volvió la cabeza y vio a una persona que le estaba mirando fijamente: un hombre bronceado, de su misma edad, pelo canoso, nariz recta, ojos castaños, traje gris, zapatos negros, camisa blanca y corbata gris. Llevaba un gran sello en el dedo meñique de la mano izquierda y tenía al lado, sobre la mesa, un sombrero verde moteado con ala muy estrecha y una plumita con pelusa en la cinta. El hombre regresó a su café doble expreso.

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