El hombre del baobab (34 page)

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Tags: #Narrativa, novela

BOOK: El hombre del baobab
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Suicidarme...

Intenté imaginar cuánto te dolería, pero no fui capaz. Perdóname.

Antes de acabar quise hacer ese loco viaje con el abuelo. Darnos la oportunidad que tú y yo ya no tendremos. A la vuelta lo haría, me mataría, lo tenía todo planeado, aunque no hubiera pensado demasiado en ello. Aunque no tuviera aún decidida la manera de hacerlo, de poner fin a mi vida. Pero guardaba varias ampollas de morfina... Tal vez así habría sido...

Pero la vida supo burlarse de mí... Mató al abuelo y casi me mata...

Luego, mientras me sucedían las cosas que te he contado y otras que no menciono, fui comprendiendo lo valioso que es tener la oportunidad de estar vivo. Vivir y aprender, ése es el único objetivo. Ni las penas ni las alegrías tienen trascendencia. Vivir, nada más. Saber luego morir en paz...

Creo que sabré hacerlo... y que, tal vez, mi próxima existencia será mucho más placentera... porque sabré afrontarla y vivirla mucho mejor. Con más sencillez, con menos arrogancia, con infinita humildad. Eso espero... y espero poder averiguarlo pronto...

Estoy tan cansado de esta vida..., de toda mi vida... Vivirla es como intentar vaciar el mar sacando el agua con una palangana...

... Vuelvo a escribirte desde esta tierra de nadie, metido en este tiempo de nadie, entre la oscuridad y la luz, enfrentando recuerdos olvidados que cortan como afiladísimos cuchillos, que dejan la piel del alma a tiras sólo con rozarlos. Ha debido pasar tanto tiempo desde que dejé de contar el tiempo... Las sinuosas interrogaciones ¿? se han ido enderezando hasta convertirse en tiesas exclamaciones ¡!.

A fuerza de preguntarme y no hallar respuestas, aquellas hoces negras segaron los delgados tallos de mis pocas certidumbres.

No estuve a tu lado para ayudarte a comprender que no existen respuestas... y explicarte que es mejor no preguntarse demasiado. Seguramente me culparás de ello. Nada hubiera cambiado el veredicto, para pocas cosas hay respuestas. Al menos yo nunca las tuve, ni las tengo después de tanto, después de todo. Por muy arduo que busques no podrás encontrarlas. Quizá tras la muerte... Aunque ahora también lo dudo...

La mente olvida en seguida las facciones que fueron Cotidianas, queridas... entre los restos del pasado. No me acuerdo de tu cara. Es terrible, recuerdo cómo eras pero tu rostro está difuminado. Elegí vivir el presente para que el mañana pudiera ser mejor, para que en el ayer se atenuara la añoranza de lo que ya no llegaría a vivir, de todo lo malvivido...

Intento imaginarte... con todas mis fuerzas. A veces creo que estás ahí, en la oscuridad respirando suave a mi lado. Me giro para tocarte, acariciarte, besarte... pero ¡qué tristeza!... no estás... no estás... no estás..., ¡maldito sea!... Qué dolor no recordar tus facciones, ni siquiera las mías de entonces... Se me seca el cerebro, todo yo me he ido secando, endureciendo, corrompiendo. Mi espíritu vive sin mí en este cuerpo escuálido que ya no le incomoda. Y se prepara ya para vagar de nuevo a su antojo. El polvo de esta tierra me ha cubierto por entero, hijo, se me ha infiltrado y ha teñido la sangre de gris. El color rojo ya no cabe en mis venas. Tendrás algunas fotografías y podrás recordarme tal como era. Cuánto daría por tener aún la tuya que siempre llevaba en la cartera, pero se perdió en el accidente... Qué paradoja... ¿Qué son los recuerdos cuando ya no tienen forma? ¿Tinieblas? Nubes bajas que se difuminan lentamente mientras creemos que podremos tocarlas. Nada más. ¿Quién sabe en qué andarás ahora? Si serás el proyecto de una buena persona... o de un miserable... Un futuro hombre de provecho o un futuro infame. Quisiera poder encontrarme contigo en ese utópico lugar en el que las cosas son siempre como debieron ser. Poder olvidar que te he olvidado, aunque estés siempre dentro, mellándome la paz y la memoria...

¿Tendrán tus ojos mi mirada?...

Si ahora me dieran a elegir, preferiría pasar a tu lado cien vidas... Sin importarme nada de todo lo demás. Sólo eso, estar a tu lado. Vivir juntos los dos... Solos tú y yo... Sin enturbiar nuestro camino con metas que no existen, sin aspirar a inalcanzables destinos, sin ansiar ni ambicionar nada más que eso, poder cuidarte, verte crecer día tras día, poder amarte cada milésima de segundo de cada día. Sin nostalgias ni engaños, entretenidos en el precioso juego de vivir para vivir. Sin mirar siquiera de reojo dónde conducirá nuestro camino, sin preguntarnos jamás de dónde partió o cuándo acabará...

Pero... ¡maldito de mí!... ¡Soy el prisionero de todas las distancias! Me he convertido en esto que lees... En un fantasma desatinado, en el alma hueca de un baobab. Y como él, estoy condenado a clavar las raíces en el vacío... En un cielo tan desconsolado como mi pobre corazón... Condenado a seguir vivo... ¡¿Hasta cuándo?! No lo sé...

... ¡Qué largo, doloroso e impreciso es el olvido! Aúllo a las estrellas. Es un grito profundamente subterráneo, gritos que claman a quien nunca escuchará. Bajo este firmamento magnífico sigo esperando que en el sueño me alcance la muerte, sin más... Pero somos tan propensos a la vida... Qué raro castigo...

... Hoy me acompaña una tristeza amarga, seca y silenciosa. El cielo parece comprimirse a mi alrededor formando una enorme burbuja de nubes negras, cargadas de electricidad. Una pátina gris ha cubierto todo delicadamente y la escasa luz de esta mañana parece la de un tubo fluorescente. Siento melancolía. La melancolía es amable, húmeda, un sentimiento cubierto de rocío. Está aquí, girando despacito a mi alrededor. Me sonríe de soslayo, dulcemente, como queriendo disimular su ternura. Me mira con sus ojos de cometa sin perder detalle. En mis indefinidas horas, siempre es mejor su compañía que el vacío que normalmente pone sordina a mis sentidos. No, no estoy sediento de melancolía, de dolor... Pero me alivia llorar regocijado en el llanto. Sucede tan rara vez. Suspirar sin aflicción, sin anhelo. Evocar sueños serenamente. Reconquistar algo de lo que fui, reconocerme un instante en quien era. Pero dura poco. La muerte de las flores es inevitable. En esta esquiva nostalgia de ti, te busco más seguro y confiado...

... Anochece una vez más... Y yo sigo tan lejos de todo, de todos, perdido en el rotundo vacío de esta inmensidad desierta. Siento que la muerte va cobrando presencia... Tengo la impresión de ir a deshacerme sobre el lecho de hojas dentro del árbol. O puede que me pille afuera y termine fundiéndome con el polvo amarillento de esta tierra yerma. Es una dama silenciosa, respetuosa, negra y serena. Camina junto a mí sin decir palabra, severa y empecinada. Poco a poco va succionando el escaso aliento que me queda. Mi alma cada vez más esquelética y!a suya cada vez más oronda, más rolliza. Anochece... y una vez más ella se acuesta a mi lado, paciente, segura de no estar esperando en vano...

... Caminé un millón de noches y días hasta llegar aquí... Llegué demasiado lejos buscando el olvido y en él me detuve. Ya apenas tengo recuerdos... Vaciar la memoria hace que los sueños dejen de tener sentido... que poco a poco dejes de soñar...

... Llegará tu tiempo para marchar... pero vigila hacia dónde te encaminas... Camina olvidando y detente sólo para soñar un rato de tanto en tanto... No mires atrás... Eso me decía siempre mi padre, tu abuelo. No hay que mirar atrás, ni debajo, como cuando aprendías a montar en bicicleta. ¡Siempre adelante! Pobre papá, cuánto le echo de menos si pienso en él... Eso hago ahora, soñar despierto entre renglones... en el sigilo de esta gruta de madera...

... Algunas noches, dentro del baobab, miro arriba, a través de la embocadura de este inmenso tronco hueco. Arriba, entre las ramas aferradas al cielo, se adivinan millones de estrellas. Parece la silueta de un extraño árbol de Navidad. Aunque cierre los párpados sigo viendo nítida la cúpula del firmamento... y me siento más cerca de las estrellas. Han llegado una vez más. Acaban de detenerse. Cada cierto tiempo, sucede algo inexplicable, un buitre y una cigüeña, rompiendo el silencio, vienen a posarse juntos allí arriba, en una de las ramas más altas. Y allí pasan la noche, aleteando de vez en cuando, manteniendo el equilibrio. Graznando a ratos. Desde muy lejos llega el eco machacón de algún tamtan. Ella, la cigüeña, parece crotorar al ritmo. Él parece seguir el compás moviendo el cuello. Los dos componen con sus murmullos una monótona e hipnótica melodía. Oyéndoles recorro el tiempo transcurrido, veo escenas del mundo del que provengo, donde quedaste, allí donde me era imposible discernir entre lo equívoco y lo justo. Aquel hueco negro en que me iba consumiendo. Esas dos bestias, con sus arrítmicos cantos, me cuentan que la vida no se equivoca, que somos nosotros los que acabamos siempre confundiéndola...

Sin pretenderlo, conseguí sobrevivir y vivir una nueva existencia en estas coordenadas perdidas. No bastarían mil años para explicarte la sencillez y complejidad de este lugar, para aprender todo cuanto puede enseñarme...

Hay noches en las que puedo escuchar los latidos del árbol... el rumor de su vigorosa savia ascendiendo y descendiendo al cielo y a la tierra... Es todo lo que tengo... Debe llevar aquí más de mil años. Parece muerto pero está lleno de vida. Habrás oído hablar alguna vez de la leyenda de los baobabs. Cuenta que no es bueno despertar la envidia de los poderosos. Al parecer, la majestuosidad y la fuerza de estos seres irritaron a algún celoso dios, y éste, en castigo, los puso del revés, patas arriba. Las raíces al aire y su frondosidad bajo la tierra. Tal vez la envidia esté en el centro de todos los males. Los condenaron a vivir sin sol, eternamente. En ocasiones puedo sentir el leve y angustiado crujir de sus ramas atrapadas bajo el suelo. En las noches plenas de luz, dicen, el árbol se nutre del agua de la luna. Ésta corre poderosa por sus venas. Lo cierto es que sólo un trago de esa savia luminosa puede saciar la sed de todo un día...

Su madera es muy blanda. La punta del cuchillo entra en ella sin mucho esfuerzo. Y de sus heridas mana pronto ese líquido blanco, agridulce. Cuando lo bebo siento que alcanzo a vivir y comprender un poco más. Durante unos minutos siento la certeza de ser parte del árbol, del aire que respiro, de la tierra en la que reposo, del fuego o del sol que abrasa la vida, del universo que envuelve el tronco que me refugia. Siento vahídos que me serenan en la sensación de no existir, de formar parte también de la nada...

Él es mi aliado, mi castillo. Me amamanta. Me alimenta con su blanca sangre y sus pulpas. Soy hijo de este árbol y nada me falta a su lado. ¿Te he contado ya cómo llegué hasta aquí?...

Después de dejar atrás la pobre y polvorienta Bandiágara, deambulé durante semanas por la desolada planicie de la meseta... Obsesionado, me empeñé en seguir la dirección que marcaba la punta de mi lanza. Ahora suena insensato, pero aquel hierro fue durante muchos días mi brújula. La sed fue mi perdición. El agua se acabó. Empezaba a ahogarme. En mi interior quedaba apenas un filo de vida. En mi peregrinar, las proteínas que me proporcionaban insectos y reptiles me daban fuerzas, pero éstas se agotaban cada vez más rápidamente. Cuando creí no tener fuerzas para dar un solo paso más, ya absolutamente desfallecido, me topé con él. Caí de bruces contra el suelo. Al intentar incorporarme, como un espejismo, como una alucinación, vi a lo lejos el colosal gigante. Se levantaba entre nubes de polvo desafiando cualquier perspectiva. Había encontrado en mi camino otros baobabs, pero ninguno era similar a aquél. Achaqué aquella visión a mi agonía, a mi quebrada conciencia. Conseguí arrastrarme hasta la penumbra de su alargada sombra. Así alivié la insolación. Al acercarme, mi mirada, cegada por el sol y el cansancio, fue incapaz de abarcar su contorno, de ver más allá de sus límites, créeme. Hice un profundo corte en su piel y lamí la herida con avidez. Bebí cuanto pude, hasta saciarme. Luego, al rodearlo, me sentí como si me hubiera topado con la pata de un elefante grandioso, descomunal. Me pareció una caminata interminable. Al otro lado, a la altura de mi cintura, se abría en su corteza una entrada, un agujero de poco más de un metro de diámetro. Parecía la guarida de algún animal, y sin duda sería un buen refugio para pasar la noche. Lancé algunas piedras dentro por ver qué sucedía. Una pequeña bandada de murciélagos escapó revoloteando sobre mi cabeza, en su enloquecido aleteo me parecieron enormes mariposas negras. Después me asomé dentro con cautela. La oscuridad del interior estaba tenuemente iluminada, la luz del sol poniente entraba aún como por una gran claraboya. Me recordó la que cae desde la cúpula del Panteón de Roma. No había nada allí dentro...

Subí como pude hasta entrar por el hueco y me dejé caer al interior. Al hacerlo me acordé de la bodega del
Poltsjerna,
cuando me lancé dentro sin pensar, de aquella mala idea, aquel batacazo. Pero esa vez sería distinto. Caí sobre blando. El interior estaba cubierto de hojas secas y ramitas, alfombrado por las hebras y la suave pelusa que recubren la cáscara del pan de mono. El tiempo, la oscuridad y la humedad habían convertido toda esa materia vegetal en un oscuro y mullido compost orgánico. Por las paredes de la gruta crecían extraños líquenes, musgos, raras setas. Entre el serrín vegetaban infinidad de larvas de insectos, todo tipo de gusanos y algún reptil que pronto escapó de mi presencia. Allí quedé tumbado, medio inconsciente, allí pensé que iba a morir. Debí dormir durante dos o tres días. Quedé al cuidado del dios de todos los baobabs...

El ruido de lo que me pareció un animal arrastrándose me despertó. Temí encontrarme cara a cara con alguna alimaña, fuera lo que fuese. Pero mi agotamiento era tal que no pude moverme. Creí estar inválido. Tal vez en las fauces de una bestia, pensé, encontraría de una vez alivio mi desesperación. Mis huesos no saciarían mucho su apetito... Después del inmóvil sobresalto, muy poco a poco, conseguí moverme, desentumecerme, hasta lograr incorporarme con torpeza. Dentro del árbol la temperatura era muy agradable. Tenía algo de la humedad y el delicioso frescor de las florestas. A pesar de los escorpiones y las arañas que se refugiaban en ella, la cueva me pareció acogedora, un lugar amable. La luz del sol entraba por la embocadura de la puerta y desde arriba rompiendo la oscuridad... como entra por la cúpula del Panteón de Roma..., creo que eso te lo he dicho ya, ¿verdad?...

Aquél, posiblemente, era el lugar que tanto había buscado. Sentí que lo era, casi de inmediato. No tardé mucho en recuperarme. En un par de semanas, gracias al jugo del árbol y a sus frutos fui ganando parte de vitalidad, forma y lucidez. Una vez «conquistado» ese territorio vertical, como un parsimonioso robinsón, fui logrando pequeños triunfos. En pocos meses había amoldado aquel espacio a mi seguridad y a mi comodidad de forma razonable. Cuando conseguí encender un buen fuego sentí que aquél sería mi hogar durante mucho tiempo. El hueco del tronco resultaba un tiro perfecto. Los rescoldos siempre permanecían encendidos, día y noche. La madera no escaseaba y el humo no era un problema, la blanca humareda ascendía hacia el cielo por el interior del baobab. La copa del árbol humeaba levemente, como una enorme e insólita chimenea en mitad de la nada del desierto. Muy lentamente fui apropiándome de aquellos preciosos metros cuadrados, fui haciéndolos más míos, más placenteros, más humanos. Desbrocé y limpié el suelo. Horadé y encaucé varios manantiales que siempre que quería brotaban generosos. Quemé con una tea centenares de metros de telas de araña que taponaban el tubo, velos de seda tan tupidos que no permitían que ascendiera todo el humo de la hoguera, ni que entrara toda la luz del sol. Con fibras y ramas fabriqué un rudimentario y eficaz enrejado a modo de puerta, que en seguida me hizo sentir más seguro, más en casa. Con las mismas hebras y mi vieja manta mullí un lecho aceptable en el que reposar. Gracias a las lianas que colgaban desde la cima por el interior del árbol, con el tiempo, conseguí escalar hasta la embocadura, en la parte más alta del tronco. Era un magnífico mirador entre las ramas desde el que se podía ver a varios kilómetros a la redonda. En mitad de la nada había encontrado una cómoda morada. No me faltaba el pan, aunque fuera «de mono», ni tampoco el agua, aunque fuera tan rara y espesa...

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