Read El hombre del baobab Online
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Se enteró por la televisión. Pocas horas después, la lúgubre noticia ya había dado varias vueltas al mundo saltando fulminante de emisora en emisora. Nadia se despertó muy temprano, demasiado, casi al alba, tras un sueño incómodo, muy intranquilo. Esa mañana tenía pensado acercarse a ver a Amanda, desayunar y charlar con ella. Sacarle algo. Se enfundó en un albornoz que aún olía a Luis, encendió la tele de la cocina para sentirse acompañada y se puso a preparar un té. Hablaban de ello en el telediario matinal. La presentadora, con gesto contrito, daba paso a la crónica de lo sucedido en Bamako, le pareció escuchar. En las imágenes, de pésima calidad, apenas se distinguía en la oscuridad la gigantesca cola de un avión envuelta en llamas, algunas sombras corriendo de acá para allá entre fogonazos y humaredas. Pobre gente, pensó. Que la terrible noticia del accidente aéreo llegara desde África la inquietó y quiso prestar más atención a lo que decía la periodista. Subió el volumen. Se tranquilizó al comprobar que hablaba de otro país, de Malí. Ellos estarían lejos de la masacre. Entonces sucedió algo que sólo suele suceder en las pesadillas. Después de la breve noticia enlatada, apareció de nuevo la presentadora y, titubeante, leyó a cámara de un papel que sostenía con cierto nerviosismo, probablemente el penúltimo teletipo. Acababan de saber, aseguró, según un comunicado del Ministerio de Asuntos Exteriores, que entre los pasajeros del vuelo siniestrado podía haber dos ciudadanos españoles. Luego, prometiendo más información en cuanto la tuvieran, la locutora pasó a otro asunto con naturalidad. Nadia quedó paralizada por el pánico, incapacitada para pensar o actuar con coherencia. Pasaron unos minutos hasta que consiguió reaccionar, e intentar hacer algo. Lo primero sería llamar al Ministerio, pensó, allí sabrían decirle. O quizá a Televisión Española. Tal vez a la policía. Un feroz nerviosismo le entrecortaba el tiempo, confundiéndolo todo. En ese instante, justo a las 7.13 horas de la mañana, sonó el teléfono. Era Daniel, el hermano de Luis. El corazón de Nadia dejó de latir unos latidos. Dani, que era piloto y como tal poseía información privilegiada, le confesó temer lo peor, aunque todavía, intentó tranquilizarla, no hubiera podido confirmar nada. No me preguntes por qué, cómo es posible, le dijo dando muchos rodeos, queriendo prepararla, pero era muy probable que viajaran a bordo de ese avión. En la tele ya daban por seguro lo de los dos españoles, también explicaban que el fatal vuelo había despegado de Kinshasa, que volaba con destino a París con escala en Dakar, y que se había estrellado en las inmediaciones del aeropuerto de Bamako por causas que aún se desconocían, posiblemente por una emergencia. Ya no escuchaba a Dani. Oyó y olió el fétido aliento de la muerte, las dos respiraban a un tiempo. Daniel le preguntó si aún seguía ahí. En el noticiario ya apuntaban la posibilidad de que no hubiera supervivientes, aunque la confusión era absoluta y los equipos de emergencia seguían buscando entre los restos. En ese instante, Nadia supo que Luis había dejado de existir y se desgarró por dentro y por fuera. Se arrodilló llorando desolada, completamente desconsolada. El auricular quedó colgando del cable espiral, la voz de su cuñado giró, subió y bajó, se balanceó un rato golpeándose, llamándola expectante: «¿Nadia? ¿Nadia? ¡Responde, por favor...!»
Dos días después, Daniel viajó en compañía de un buen amigo hasta Bamako para traer de regreso lo poco que había quedado de sus familiares, de su padre y de su hermano, los que se suponía eran sus cadáveres. Luis y Alfonso no se contaron entre los escasos supervivientes, sino en las larguísimas listas de los muertos o los desaparecidos, lo que venía a ser lo mismo. El fuego había reducido a cenizas hasta los huesos de muchos cuerpos. Las penosas tareas de identificación se hicieron de forma chapucera y muy precipitada, con escaso o nulo rigor. En un viejo hangar del aeropuerto se improvisó una impresionante morgue. En dos filas, alineados sobre el cemento, reposaban más de dos centenares de ataúdes. Algunos, muy pocos, pomposas cajas de buena madera, al estilo fúnebre europeo. También había muchos cajones mal rematados hechos de retales. Otros, la mayor parte, resultaban inverosímiles a los ojos de un occidental, insólitos sarcófagos pintados en colores chillones y alegres, representaciones de estilo naif, incluso cómicas. Había uno con forma de cocodrilo, otro de mazorca de maíz. De ésos dos colgaban las etiquetas con los nombres de Luis y Alfonso. La escena resultaba absolutamente espeluznante y surrealista. Había costado encontrar tantos féretros de la noche a la mañana, intentaban justificarse los funcionarios. Éstos retiraron las tapas un instante para que los allegados pudieran mirar dentro, si encontraban el valor para hacerlo. Echaron un rápido vistazo horrorizados. En uno de los cajones, sólo un cráneo partido y ennegrecido, algunos huesos dispersos, unas paletadas de arena y escorias. En el otro, aún menos, apenas nada, porciones de una masa negra e informe, carne y tierra mezclada, calcinada, retorcida. Los pocos forenses estaban desbordados y deseando acabar con todo aquello cuanto antes. Daniel no encontró fuerzas para ir más allá, para reclamar indagaciones más rigurosas, más partes. Aceptó que aquéllos eran sus restos y consiguió, al menos, que trasladaran las migajas de su hermano y de su padre a otros ataúdes, más aptos para viajar a Europa, más apropiados para ser incinerados o enterrados en España. Aunque habría que dar tiempo al tiempo, claro. Los trámites para la repatriación se hicieron rápido, sin demasiadas trabas. Pero ellos debieron esperar aún un par de días a que llegaran desde Madrid dos cajas fúnebres, dos ataúdes normales, forrados de caoba por fuera y de cinc y gasa por dentro. Con ellos en las bodegas de un avión, regresaron a casa una noche triste, muy triste. Agotados. A la mañana siguiente, nada más desembarcar, los llevaron directamente de Barajas hasta el tanatorio de La Almudena. Allí el velatorio se prolongó sólo durante un par de horas. Asistieron pocas personas, muy pocas. Buscaron la máxima intimidad, aunque no pudieron evitar que algunos reporteros, fotógrafos y cámaras de televisión anduvieran rondando a las puertas del cementerio. Aquello, por desgracia, era noticia. A las tres de la tarde, las dos cajas entraron en la incineradora. Poco después de salir del horno, un operario les entregó las urnas funerarias, dos grotescos recipientes de un metal negro, siniestro y relumbrante. Luego pasearon casi en silencio hasta los nichos contratados, dos huecos oscuros pegados a la valla exterior del inmenso camposanto. Estaban uno al lado del otro, en una hilera baja. Daniel llevó hasta allí la de su padre. Nadia la de Luis. El pequeño Adrián caminó a su lado con la mano puesta sobre la macabra vasija durante todo el trayecto. Poco antes de las cuatro, las introdujeron en las húmedas tinieblas junto a algunos viejos libros, un peluche, un reloj. Luego, los albañiles enladrillaron y sellaron con habilidad los sepulcros. Dieron de llana, y encajaron las lápidas fijándolas con cemento, calzándolas con unas cuñas de madera. La mezcla no tardaría en fraguar, aseguraron. Nadia colocó en los jarroncillos unas margaritas, algunas lilas, dos o tres amapolas y otras florecillas silvestres que cortó Adrián en los jardines. Los presentes, como se suele hacer y era de esperar, pensaron o rezaron un rato sin perder de vista las sepulturas, o frente a ellas mirando al suelo. Poco a poco, cada uno a su manera y en silencio, todos fueron abandonando el lúgubre escenario. Carolina no asistió al sepelio. Daniel tenía que llevar a Adrián de regreso con su madre. Los dos, tío y sobrino, se despidieron de Nadia muy afligidos y se alejaron despacio, callados y cogidos de la mano. Ella quedó allí plantada, perdida en el rumor de la autopista cercana, en mitad de una de las calles de aquella infausta barriada de difuntos, en aquel lugar inadmisible, leyendo una y otra vez la inscripción sobre la losa:
Luis Vaissé Torres (1960-1996)
Te recordaremos, y en nosotros, tus certezas y tus incógnitas resistirán a la muerte...
Ella había mandado grabar esa frase en la piedra. Nadia parecía pequeña a pesar de ser tan alta. Desvió su mirada del mármol y la alzó al cielo. Pasó un avión volando bajo, atronando la paz en que descansaban los muertos. La cegó la amarga luz de aquel día radiante. Cerró los ojos, puso una mano en su vientre y lo acarició con ternura. El pequeño ser que crecía allá adentro, pensó, en el centro de sí misma, en su fondo, flotando en sus aguas, jamás llegaría a conocer a su padre. Besó por última vez el nombre tallado. Lo besó con gran delicadeza y se alejó de allí buscando una salida, la gran verja por la que tinas horas antes había entrado. Rompió a llorar varias veces mientras desandaba un camino que le pareció largo y hostil desde el primer paso. Pero no podía seguir allí el resto del día, el resto de su vida... No podía perder el vuelo que, esa misma tarde, la llevaría de regreso a París. La vida, con o sin Luis, dentro y fuera de ella, debía seguir su curso...
LA SINRAZÓN DE LA SENSATEZ
Cuando murió su verdadero padre, Paula ya crecía en el vientre de Nadia. No pudo o no supo decírselo a Luis, o tal vez no se atreviera, ya no lo recordaba. El caso es que se fue de este mundo sin saber que una nueva vida, completamente suya, estaba por nacer, quizá la savia que él necesitaba para enmendar de una vez por todas su maltrecho espíritu. Tras la muerte de Luis, absolutamente desolada, Nadia dejó todo atrás, todo inanimado, atascado, sin aparente sentido. Llenó un par de maletas con algunas de sus cosas y voló con ellas hasta Clermont-Ferrand dejando Madrid tal vez para siempre, pensó entonces. Poco de lo que quedaba allí importaba ya. Cerró su morada madrileña, tan llena de recuerdos, y corrió a cobijarse en la de sus padres; la niña nacería allí. Desde aquel día, el del entierro, no había vuelto a ver a Adrián. Apenas volvió a saber de él por Daniel, algo que de tanto en tanto le hacía sentirse terriblemente culpable. El chaval tenía dieciséis años cuando sucedió todo, una mala edad. Ella realmente no sabía cómo tratarlo. Nunca supo cómo hacerlo. Su relación con el niño Adrián no fue fácil. El pequeño, de algún modo, siempre hizo a Nadia responsable de todo lo malo que le había sucedido en su corta vida, de no poder vivir con su padre, de no tenerle cada día a su lado. Además, su madre se empeñó hábilmente, de forma sutil, casi enfermiza, en hacérselo creer. Carolina odiaba profundamente a Nadia, odiaba que hubiera sabido hacer feliz (si eso se podía decir) a Luis, que le hubiera enamorado de aquel modo, que ya no cupiera otra posibilidad que ella. Ya que no podía recuperarlo, pasó muchos años intentando joderles, jodiéndoles. Aquella situación impuso un mundo de silencio y distancia entre Nadia y Adrián. Pero era el hijo de Luis, el futuro hermano de Paula, aunque aún no lo supiera...
Un buen día, diez años después, Nadia decidió poner fin a toda esa lejanía, a todo ese silencio, acallar de una vez tanto y tan prolongado desencuentro entre ella y Adrián. El llevaba años viviendo y estudiando en Estados Unidos. También, tras la muerte de su padre, a su manera, dejó todo atrás y voló hasta allí. Se marchó con apenas veinte años y un montón de billetes en el bolsillo y en la cuenta corriente, parte de lo que abonaron los seguros de vida por la muerte de Luis. En Norteamérica pasó unos cuantos años sin rumbo fijo, derrochando, entregado a la mala o la buena vida, según se mire, a la diversión y el descontrol, mientras intentaba sin ningún éxito acabar la carrera de filosofía. Una noche, soñó con su padre y éste le habló en el sueño. Le reprendió duramente y le pidió que de una maldita vez acabara con el desorden de su cerebro y de su alma. Una pregunta permaneció en la mente de Adrián mucho más allá del despertar: ¿qué quieres hacer realmente con tu vida? Quiero ser pilotó, se respondió, quiero volar. Y se puso a ello en cuerpo y alma, sumido en una férrea, espartana y reconfortante disciplina. Alistado en la soledad y la eficiencia, ya estaba a punto de acabar su formación.
Nadia sintió que ya no podía esperar más y decidió escribirle una carta. Una carta sencilla, sincera, concisa, cariñosa. En ella le pedía que le perdonara lo que tuviera que perdonarle. Le decía que deseaba verle, sin ninguna duda, que necesitaba hacerlo. Hablar con él. Ya sería un hombre, un buen hombre, sabría entenderlo y concederle ese deseo... También le revelaba que tenía una preciosa hermana. Le mandó una foto de Paula, para que supiera cómo era, y un dibujito que había hecho la pequeña para su hermano. Lo que Nadia no podía imaginar era que Adrián también albergara ese anhelo. Sobre todo desde que sentó la cabeza, levantó el culo y echó a volar. Los dos se sentían de un modo similar, se recordaban de un modo similar. Y los dos, casi a un tiempo, habían pensado en ese posible reencuentro, en cruzar sus miradas, sus nuevas miradas.
Nadia y Paula echaron la carta al buzón como si se tratara de una misiva a los Reyes Magos, como se lanzan flores o monedas al agua de las fuentes o los pozos pidiendo deseos. Temerosas y esperanzadas. Ella había explicado muchas veces a su hija que tenía un hermano mayor, que vivía en América, muy muy lejos, tanto que resultaba muy complicado llegar hasta allí. Por eso no le conocía aún. Paula fue imaginando, posiblemente mitificando, la fraternal figura de Adrián. Cuando Nadia le mostraba las pocas fotos que guardaba de él, la niña siempre afirmaba que aquél era su padre «pero en pequeñito». Adrián y Luis se parecían, era algo innegable, evidente.
La misma mañana que envió la carta, llevada por un irresistible arrebato, fue con su hija a comprar los billetes de avión. ¿Sabes qué?, le dijo, tú y yo nos vamos a ir de viaje, por fin vas a conocer en persona a Mickey Mouse... y es posible que también a tu hermano mayor. La emoción de Paula fue indescriptible. Haría un larguísimo viaje con su madre, volaría muchísimas horas en un gigantesco avión, eso era lo mejor. Bueno, eso y poder faltar al colegio al menos dos semanas. Sólo de pensarlo ya se sintió infinitamente libre y dichosa. El pretexto era pasar unos días en el Disney World de Orlando, en Florida. Luego, si todo iba bien, si conseguía hablar con Adrián, avisarle, desde allí viajarían hasta la escuela en la que su hermano aprendía a volar... tan bien como los pájaros. El Spartan College of Aeronautics, en el 8820 de East Pine Street. En la calle del «quinto pino del este», en Oklahoma, «iuesei», bromeó Nadia con la niña. Pasarían unos días en el quinto pino, en el oeste americano, fantaseó su madre. La pequeña imaginó el retumbar de los disparos en los duelos entre pistoleros, aventuras huyendo a caballo, con las botas de espuelas, el sombrero y el lazo. Pasarían un calor de mil demonios, mascarían tabaco y la arena que trajera el viento del desierto. En la agencia les informaron que podrían visitar una reserva india, un lugar, le explicó mamá, donde malvivían algunos de los pocos comanches que quedaban. ¡Comanches!, ¿qué más podía pedir?...