El hombre del baobab (18 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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Adormecido, miraba su sonrisa detenida, sus ojos fijos en los míos para siempre, su gesto entre alegre y triste, conformado. Sus manitas ocultas en los bolsillos manoseando algún mórbido peluche, sus hombros encogidos, su mirada cargada de amor y preguntas.

¿Por qué no estás siempre conmigo, papá? ¿Qué fue mal? ¿Qué me privó de tu adorable compañía?

Y yo sin respuestas, como siempre. ¿Cómo decirle la verdad?

En esa fotografía tenía los mofletes y la punta de la nariz encarnados de frío en un paisaje nevado. Cada noche la besaba como si fuera su rostro el que besaba. A veces intentaba sentir su respiración en mis labios, pero el cristal se empañaba por mi aliento, no por el suyo. Jamás volví a descansar en paz, nunca. Pudo parecerlo, tal vez eso pensaron los que me vieron dormir. Pero allí dentro, muy adentro, las noches quedaron rotas para siempre. El día y sus ocupaciones me permitían a veces dejar de pensar, dejar de sentir la amargura, la confusión, la injusta culpa que sentía. Sólo cuando estaba conmigo, durante esas breves noches, el soñar a su lado llegaba a repararme. Sólo tenerlo cerca me serenaba, sólo a su lado conseguía, en cierto modo, que el arrepentimiento abriera las fauces y aflojara su bocado. ¿El resto del tiempo? Era un infierno aterrador. Para siempre, para siempre, ya sin remedio, sin ningún remedio. Vivía abrasado por llamaradas que no amainarían, que tarde o temprano me harían claudicar y sucumbir, deshecho. ¿Quién puede vivir así?, me pregunto aún. Yo lo conseguí, durante muchos años. Incluso hice compatible los martirios con una vida relativamente
normal.
Pero dentro, muy adentro, era ya un difunto desde que Adrián quedó atrás, cuando lo dejé atrás, sin mí, tan lejos de mí.

Su madre decidió llevárselo a veinte mil kilómetros de distancia. Fui consciente entonces de hasta qué punto le había perdido. Mi hijo Adrián era todo lo bueno que tenía. Una vez más, la única expectativa de liberación era inmolarse. Sin mi hijo no merecía la pena vivir. Sin él sería mucho más fácil poner fin a todo, al dolor que me acompañaba desde tanto atrás y a las décadas de tortura que podían quedar por delante. Estaba aburrido de sufrir hasta el aburrimiento, hasta no poder más, hasta caer rendido. Amanecer tras amanecer fui encontrando el ánimo necesario para levantarme y seguir vivo. Pero éste era siempre frágil, esquivo, muy inestable. Las lágrimas, infinitas, no me salvaron de la locura. Vi partir a Adrián. «Allí donde estés yo estaré —pensé—, no te preocupes mi pequeño.»Pero eso era imposible.

Tendría que conformarme con verlo muy de vez en cuando, sólo un mes al año, cada verano, si había suerte. Sentí cómo se difuminaba, cómo se perdía en la bruma. En la despedida, sus brazos se aferraron a mi cuello, sus dedillos a mi camisa. Después, mientras se alejaba, miré sus ojos desconcertados, llenos de dolor y reproches. No sé describirlo, tampoco sé describir lo que sentí yo. ¿Quién puede romper los lazos entre un padre y un hijo?, ¿quién podía separarme de él? Quién sino yo, ¡maldita sea!

Ojalá hubiera sido un verdadero desalmado como tantos, ojalá hubiera sabido serlo. Pero me fue imposible. Apartarme de su cínica madre me apartaba también de él, de forma inevitable. Pretender su custodia era imposible. La pérfida aprovechó la jugada, la mala mano, a su favor. Cuando se lo sugerí me contestó babeando odio, ¿acaso estás seguro de que eres su padre? Nada me estaba permitido, no tenía ningún poder sobre esa criatura. El chico era sólo de ella.

Al poco de su partida, mi corazón se infló de su ausencia como un globo oprimiendo el pecho, haciendo estallar sus barrotes de hueso. Después llegó la verdadera distancia, el vacío absoluto. La realidad inabordable nos arañó las almas, desgarrándolas. Su despechada e infame mamá hubiera conseguido la bendición de cualquier juez. Cualquier veredicto le habría otorgado su tutela. Nada le impedía volar con él hasta el fin del mundo. Yo no pintaba nada. A cambio obtuve el «compromiso», siempre que a ella le diera la gana, de tenerlo a mi lado unos días de estío cada año. La farsa urdida por esa mujer incomprensible era total. Lo haré por el niño, me decía con compungido cinismo. Pero añadió que sólo sería así, que sólo podría tenerlo, siempre que no dejara de pasarle la pensión cada mes. No aprecié en ella ningún escrúpulo al decirlo. Aquél sería el peaje, el impuesto que tendría que pagar por liberar unos días al niño cautivo de una auténtica demente. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? Podían ser meses, años. Dependía de ella, de sus deseos, de sus caprichos, de su estado de ánimo, de su rencor. Claro, yo era un auténtico gilipollas. Me dejaba chantajear por ella. Qué absurdo. Pero lo amaba.

En su despecho, después de nuestra separación, había decidido vivir una temporada al otro lado del planeta, en Nueva Zelanda. No había un lugar más lejano. El padre de su amiga Sara era cónsul de España en ese país y, gracias a ello, consiguió todo lo necesario para largarse e instalarse allí. Tenía la tutela. Nada se lo impedía. Consiguió un permiso de trabajo, un empleo, una vivienda, un colegio para Adrián, hasta ella se matriculó en la Universidad de Auckland. Todo se conjuró para que pudieran pasar una larguísima temporada muy lejos de mí. El niño aprenderá inglés, me decía con cinismo. Deseé su muerte, no lo niego. Ésa era la única solución, me repetía, la única forma de evitar que me arrebatara a mi hijo. Pero yo era del todo incapaz de llevar a cabo semejantes chifladuras.

Durante un tiempo creí ciegamente amar a Carolina. La conocí una calurosa noche de 1979. El verano planeaba bajo, pesado y sofocante. Yo tenía diecinueve años y era la primera vez que me interesaba de verdad por una chica, que me enamoraba. Coincidimos en una de esas fiestas delirantes, aún adolescentes, en las que casi nadie se conoce pero todos charlan, beben y bailan como viejos amigos. Eran ya las cinco de una madrugada ebria y sensual. Todos habíamos bebido y fumado de más, y la cosa empezaba a desmadrarse. Algunos intentaban despejar la tajada bañándose en el agua templada de la piscina. Se lanzaban de forma aparatosa o se empujaban unos a otros, entre risas, gritos y alborozo. Antes o después todos terminaríamos igual. No me apetecía. Yo charlaba con una peluquera pelirroja y algo rolliza, simpática, que acababa de conocer y que intentaba seducirme a toda costa. A punto estaba de conseguirlo cuando alguien cayó a la alberca cerca de nosotros, salpicándonos. La víctima del chapuzón era una muchachita rubia que nadó con gran estilo hasta el bordillo. Serena y sonriente, sin dejar de mirarme, me hizo un gesto rogándome que la ayudara a salir del agua iluminada. Puse mi copa entre los dedos rechonchos de mi acompañante y me arrodillé en la orilla, inclinándome para tomar su mano. Al hacerlo, me pareció acariciar un ser húmedo y delicioso. Acababa de pescar una bellísima sirena, pensé. Llevaba un vestido azulón mínimo, muy corto, calado de agua y agujeritos, cuadraditos, tantos que me pareció casi transparente. El agua lo ajustaba a la piel, casi no hacía falta adivinar. Emergió agarrada a mi mano y mi antebrazo descubriéndome un cuerpo sencillamente perfecto. Mientras la alzaba, como a cámara lenta, me vi reflejado en el claroscuro de sus ojos serios, en la enlutada y lentísima mirada que ascendía mirándome. Quedé fascinado y confundido en sus labios entreabiertos, detenidos en una sonrisa crujiente, extraña, casi perfecta. Por un instante sentí que su pulso y el mío latían a un tiempo. Azorado, agaché un instante la cabeza y busqué para ella palabras en los bolsillos, pero no encontré ninguna. Permanecí mudo y atolondrado, mirando sus preciosas piernas. Nunca me había sucedido algo similar. Deseé acariciarlas de inmediato. La chica había perdido una de sus sandalias, posiblemente estaría en el fondo de la piscina. Caminó tambaleándose sobre el tacón que le quedaba hasta una mesa cercana, allí se lo quitó lanzándolo mientras se sacudía el pelo como lo hacen los perros. Yo cogí un par de toallas de las muchas que había tiradas por el césped y la arropé con una cubriéndole los hombros. Luego me arrodillé frente a ella, solícito, para secar con la otra sus muslos, sus pantorrillas, sus tobillos, sus pies que me parecieron delicados y deliciosos. Ella no se resistió. Desde abajo intenté de nuevo ver su rostro, pero aún se secaba enérgicamente el pelo con la cabeza envuelta en la toalla. En la penumbra, con fascinación infantil, adiviné entre sus piernas unas braguitas también diminutas y azules. Me incorporé sin dejar de mirarla mientras ella, imperturbable, se las quitaba con tal habilidad y rapidez que apenas pude ver nada. Esperé aún un instante recreándome en la enloquecedora idea de cubrir su cuerpo de besos levísimos, fugitivos, inesperados. Tuve miedo de perderla, un pensamiento estúpido, pero eso pensé, eso sentí. «Me llamo Luis», dije en un alarde de originalidad, mientras ella miraba a mi alrededor buscando el zapato extraviado. Luego, ya con cierta pereza ante mi torpe asedio, respondió escueta que se llamaba Carolina. Carolina, qué hermoso nombre, en seguida lo idealicé. Sin darme apenas tiempo a despertar, con un par de atropellados y Cándidos besos me dio las gracias, muchas gracias y se disculpó, tenía que regresar con sus amigos. Como la Cenicienta, en la hierba dejó abandonado su zapatito, el único que le quedaba. Indiferente, se alejó con las braguitas aún goteando ocultas en el puño cerrado. Miró atrás mientras sus lindos pies descalzos aceleraban el paso. Luego, alzando la mano, hizo un gesto de adiós desde la otra orilla. Me sonrió un instante y desapareció entre el bullicio, entre los que bailaban en la pista de cemento.

No era nada ordinario lo que sentí en ese instante. De repente, con el alma inflamada en llamas y preguntas, me pareció invierno, inesperadamente invierno. El destino pasaba su dedo por mi espalda, haciéndome estremecer. Fue un escalofrío palpable, demasiado magnánimo y ardiente para un encuentro tan pequeño. Cuando volví en mí, me di cuenta de que la recia peluquera había desaparecido llevándose mi copa y una imagen de mí, seguramente, bochornosa. Recogí del suelo la sandalia y acaricié la plantilla con la intención, tal vez, de convencerme de que lo sucedido había sido cierto.

Carolina era delgada, esbelta y voluptuosa, una belleza absolutamente pura. Tocada por una rarísima e imperfecta hermosura, como una yegua o un pez inverosímiles. Me pareció extremadamente joven, demasiado, aunque la oscuridad y el alcohol emborronaban los detalles. Me pareció fascinante, un preciosísimo animal. Quise llamarla, hacerla regresar; pero quedé mudo, imposibilitado, taciturno. Deseé perseguirla, abrazarla, olería una vez más, jugar a levantarle el vestido, a mordisquear la carne, los pezones y el corazón. Verla y oírla gemir, aprender desde cero a volar con ella. Pero quedé petrificado. Invadido por un enorme deseo y un pequeño aunque certero dolor. Carolina tendría a alguien, me dije, un posible amor, o dos, los que quisiera, y ahora alguno estaría junto a ella, rodeándola, adorándola. Yo no existía, sólo había sido un extra, el hombre sin nombre de un cortometraje que definitivamente había terminado. Ni siquiera aparecería en los títulos de crédito. Tal vez le parecí un cretino babeante, un necio meritorio. No era capaz de discernir. Como un ser invisible, escapé de la fiesta sin decir adiós. Arranqué el coche y tomé el camino más largo posible hasta casa. No pude dejar de pensar en ella. Aquella noche, fantaseando con la escena, con un millar de posibles continuaciones a esa escena, con su imagen, sacié mi deseo otorgándome un solitario y generoso placer.

A la mañana siguiente desperté inquieto, abrasado por una avidez incómoda, insostenible. Me masturbé de nuevo con furia y me corrí copiosamente. Eso me hizo sentir mucho mejor. En la ducha ya había conseguido apartarla casi por completo de mi pensamiento, eso creía. Lo cierto es que en lo más recóndito, siguió persiguiéndome, atormentándome, durante varios días, semanas. Pregunté a mi amigo si la conocía, si sabía quién era, pero no tenía ni la más remota idea. Esa noche estaba demasiado borracho y había invitado a demasiada gente, sobre todo tías, cuanto «más buenas» mejor. ¿Cómo discernir entre tanta belleza? Desistí como se desiste ante lo imposible, con desgana, pero lo hice al fin y al cabo. Era la primera vez que un sentimiento similar me cohibía, me torturaba. ¿Me había enamorado? Qué maldita estupidez.

La sorpresa llegó pasado algo más de un mes. En la siempre mugrienta luna trasera de mi coche, alguien había apuntado con el dedo un número de teléfono, debajo había escrito «¡llámame!». A punto estuve de pasar un paño y borrarlo. Pensé en limpiar un poco el cristal, por ver algo, pero por fortuna no tenía un trapo a mano. Al principio no le di mucha importancia. Seguí viéndolo por el retrovisor, leyéndolo al revés. Comencé a fantasear hasta que la curiosidad me venció. Detuve el auto junto a una cabina y marqué el número anotado en el polvo. Mi sorpresa no pudo ser mayor. Después de varios tonos saltó un contestador automático: «Hola, soy Carolina, en este momento no puedo atenderte...» Carolina, Carolina, Carolina. Aquel nombre sonó maravilloso y extraño, casi tanto como aquella voz metálica. Colgué asustado antes de que la misiva grabada concluyera, antes de escuchar el pitido que seguro seguiría a las dulces palabras. Aturdido, brotó de mi garganta una carcajada ahogada, un extraño gemido. Por supuesto no dejé ningún mensaje. Aquella mañana no conseguí hacer nada útil, salvo poner a salvo el número en un papel y contenerme. Preguntarme una y otra vez cómo había adivinado ella que aquél era mi coche, tal vez me vio alejarme de la fiesta. También me preguntaba con insistencia cómo iba a afrontar esa conversación que ya me parecía inevitable. Serené mi impaciencia. Inventé una absurda excusa para no ir a trabajar y me tomé el día libre. Pasé largas horas en silencio, intentando ordenar la emoción y las ideas, sonriendo como un idiota enamoradizo. Era ella, eso me pareció. Aunque dudaba. Desconocía por completo qué mágica, oculta y absoluta casualidad se había producido para que aquella bellísima desconocida buscara escuchar mi voz, tal vez encontrarme. Anocheció. Recordé una vez más su larga mirada mientras se acercaba nadando, y sin poder aguantar más aquella inquietud, marqué una tras otra las siete cifras. Lo hice muy despacio, como un ladrón que tecleara la combinación secreta de una caja fuerte repleta de fortunas. En esta ocasión no respondió la grabadora.

—¿Sí?... ¿Dígame?...

—Hola, soy... —titubeé— Luis, el del coche. Quiero decir, soy el dueño del coche en el que apuntaste tu número de teléfono. Te he llamado... —No acerté a decir algo más estúpido.

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