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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava

El hombre del balcón (24 page)

BOOK: El hombre del balcón
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—Venga, vale. Métele en el coche.

Kollberg y él se hicieron a un lado y Martin Beck dijo:

—¿Qué te parece? ¿Es nuestro hombre?

Kollberg se rascó la cabeza.

—No lo sé. Parece tan pulcro y normal. De alguna manera, no encaja. Pero el aspecto sí, y no lleva identificación. La verdad es que no sé qué pensar.

Martin Beck se acercó al coche y abrió la puerta del asiento de atrás.

—¿Qué hace aquí en Djurgárden? —preguntó.

—Nada. De paseo. Realmente, ¿de qué va todo eso?

—¿No puede probar su identidad?

—Desgraciadamente no.

—¿Dónde vive?

—En Bondegatan. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Qué hizo el martes pasado?

—¿Antes de ayer? Estuve en casa. Enfermo. Es la primera vez que salgo en quince días.

—¿Quién lo puede corroborar? —dijo Martin Beck—. ¿Había alguien con usted durante su enfermedad?

—No, estaba solo.

Martin Beck tamborileaba con los dedos encima del tejado del coche mirando a Kollberg. Este abrió la puerta del otro lado, asomó su cabeza dentro del coche y dijo:

—¿Le puedo preguntar qué es lo que hacía cuando estaba delante de Gröndal hace media hora?

—¿Perdón?

—Dijo algo cuando estaba por debajo de Gröndal hoy.

—Ah —recordó el hombre— Sí.

Sonrió levemente y prosiguió:

—«Soy un tilo enfermo que, aún joven, se seca. Incapaz de todo, esparzo a los vientos mi hojarasca muerta.» ¿Se refiere a eso?

El policía de la cazadora de cuero observaba al hombre con la boca abierta.

—Es un poema de Fröding —explicó Kollberg.

El agente de la cazadora de cuero abría la boca aún más.

—Bueno —siguió el hombre— Fröding residía en Gröndal cuando murió. No demasiado viejo, pero muy enfermo mental.

—¿Qué profesión tiene? —preguntó Martin Beck.

—Soy carnicero —dijo el hombre.

Martin Beck se incorporó y miró a Kollberg por encima del techo del coche. Kollberg se encogió de hombros. Martin Beck encendió un cigarrillo y dio una profunda calada. Luego se inclinó abajo y contempló al hombre.

—De acuerdo —dijo—. Volvemos a empezar. ¿Cómo se llama?

El sol caía a plomo sobre el techo del coche. El hombre del asiento de atrás se secó el sudor de la frente y respondió:

—Wilhelm Fristedt.

XXX

Llegado el caso, resultaba posible convencer a la gente de que Martin Beck era un inocente pueblerino, víctima de un engañabobos. O también, hacer pasar a Kollberg por asesino sexual. Cabía incluso coger a Rönn, ponerle una barba postiza y hacerle pasar por Santa Claus. Probablemente, un testigo atribulado sería capaz de afirmar que Gunvald Larsson era negro. Sin duda, también resultaba posible disfrazar al comisario jefe de operario municipal, o convertir en tronco de árbol al director general de la policía. Quizá también sería posible convencer a alguien de que el ministro del Interior era policía. Tal vez cabía incluso, como hicieron los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial y continuaban haciendo ciertos fotógrafos monomaniacos, disfrazarse de arbusto con la pretensión de pasar inadvertido. Era posible convencer a la gente de prácticamente cualquier cosa.

Pero nada en el mundo podía lograr que nadie se confundiera respecto a Kristiansson y Kvant.

Kristiansson y Kvant llevaban gorras de uniforme y cazadoras de cuero con botones dorados. Una correa cruzaba su pecho en diagonal. Del cinturón pendían porra y pistola. Tal vestimenta se debía a que empezaban a pasar frío apenas la temperatura bajaba de 20 °C.

Ambos eran de Escania.

Los dos medían uno ochenta y seis y tenían ojos azules. Los dos eran anchos de hombros, rubios y pesaban cerca de noventa kilos. Conducían un Plymouth negro con guardabarros blancos. El coche iba provisto de foco y mástil de radio, y también de una sirena rotatoria de color anaranjado y dos luces rojas sobre el techo. Además, llevaba la palabra «POLICÍA» escrita con mayúsculas blancas en cuatro lugares diferentes del vehículo: cruzada sobre las puertas, en el capó y en el maletero.

Kristiansson y Kvant eran policías de radiopatrulla.

Antes de ser policías, los dos habían sido militares profesionales, sargentos del Regimiento de Infantería de Escania, con sede en Ystad.

Ambos estaban casados, con dos hijos cada uno.

Formaban equipo desde hacía mucho tiempo y se conocían tan bien como, probablemente, sólo pueden llegar a conocerse dos hombres que comparten coche patrulla. Pidieron el traslado a la vez, y sólo se encontraban a gusto cuando estaban juntos.

Pese a todo, se trataba de dos tipos bastante diferentes, y casi todos los días se ponían de los nervios mutuamente. Kristiansson era lento y conciliador, Kvant vehemente y provocador. Kristiansson nunca hablaba de su mujer; Kvant, en cambio, prácticamente no tenía otro tema de conversación que la suya. A estas alturas, Kristiansson lo sabía todo acerca de ella. No sólo lo que decía o hacía. También estaba al tanto de los detalles más íntimos de su comportamiento y conocía cada lunar de su cuerpo.

Se consideraba que se complementaban de manera excelente.

Habían detenido a muchos ladrones y a miles de borrachos, y puesto fin a centenares de altercados domésticos; el propio Kvant, además, había organizado unos cuantos, pues daba por hecho que la aparición inesperada de dos policías en el recibidor de casa suscita en la gente ganas de bronca.

Nunca habían protagonizado intervenciones espectaculares, ni visto sus nombres en los periódicos. Una vez, cuando todavía trabajaban en Malmö, tuvieron que trasladar al hospital a un periodista borracho, que seis meses más tarde resultó asesinado. Tenía un corte en una mano. Era lo más cerca que habían estado de la fama.

Hay personas que tienen su segunda residencia en el club Sällskapet de Arsenalsgatan. De la misma manera, Kristiansson y Kvant tenían la suya en el coche patrulla, donde imperaba una atmósfera difícilmente descriptible, de tufo a alcohol e intimidad enrarecida.

Había algunos que los consideraban arrogantes, porque hablaban con acento de Escania. Ellos mismos se irritaban cuando ciertos individuos, incapaces de captar la musicalidad y los matices de dicho dialecto, intentaban imitarlos.

En realidad, Kristiansson y Kvant ni siquiera estaban adscritos a la policía de Estocolmo. Trabajaban como agentes de radiopatrulla en Solna, y de los asesinatos cometidos en los parques no sabían mucho más que lo que habían leído en los periódicos y escuchado por radio.

El jueves 22 de junio, poco después de las dos y media, se hallaban justo enfrente del castillo de Karlberg. Les quedaban unos veinte minutos para terminar su turno.

Kristiansson, que era quien se hallaba al volante, acababa de dar la vuelta al coche en el viejo patio de instrucción y de desfiles situado delante de la Escuela Superior de Defensa y tomaba rumbo hacia el oeste, conduciendo por la orilla de Karlberg.

—¡Para! —exclamó Kvant.

—¿Y eso?

—Quiero echar un vistazo a ese barco.

Al cabo de un rato, Kristiansson bostezó y dijo:

—¿Has terminado de mirar?

—Sí.

Siguieron el camino despacio.

—Han cogido al asesino del parque —dijo Kristiansson—. Le tienen rodeado en Djurgárden.

—Ya lo he oído —replicó Kvant.

—Menos mal que los críos están en Escania.

—Sí, —asintió Kvant—. Es raro…

Se interrumpió. Kristiansson no dijo nada.

—Es raro —siguió Kvant—. Yo, antes de conocer a Siv, me pasaba todo el tiempo detrás de las tías. Siempre intentaba ligar con alguna. Siempre pletórico, que se dice. ¡Vaya un cachondo que estaba yo hecho!

—Sí, ya me acuerdo —comentó Kristiansson bostezando.

—Pues ahora, ya ves, me siento como un burro viejo. Es meterme en la cama y quedarme frito. Y lo primero que me viene a la cabeza cuando me despierto es el yogur y los chocokrispies. —Hizo una breve pausa, cargada de significado, y luego sentenció—: A lo mejor es la edad.

Kristiansson y Kvant acababan de cumplir treinta años.

—Sí, —dijo Kristiansson.

Pasaron por delante del puente de Karlberg. Ahora se encontraban a unos veinte metros del límite de la ciudad de Estocolmo.

Si el asesino de los parques no hubiese estado rodeado en Djurgárden, Kristiansson probablemente habría enfilado Ekelundsvágen para echar un vistazo a lo que, tras las últimas obras, aún quedaba del bosque Ingenting. Pero ya no había motivo para hacerlo. Además, no quería volver a ver la Academia de Policía una vez más aquel mismo día. Ésa fue la razón por la que siguió hacia el oeste, tomando el camino serpenteante a lo largo de la orilla.

Al pasar por Talludden, Kvant miró con repugnancia a los adolescentes que haraganeaban delante del café y en torno a los coches del aparcamiento.

—La verdad es que deberíamos echar un vistazo a esos malditos cacharros.

—Que se encarguen los de tráfico —le replicó Kristiansson— Tenemos que volver dentro de quince minutos.

Permanecieron un rato en silencio.

—¡Menos mal que han cogido a ese loco salido! —dijo Kristiansson.

—¡Alguna vez podrías decir algo que no hayas repetido ya veinte veces antes! —contestó Kvant.

—No es tan fácil.

—Esta mañana, Siv estaba de un humor… —dijo Kvant—. ¿Te comenté lo del bulto que decía que tenía en el pecho izquierdo? ¿El que se figuraba que era cáncer?

—Sí, ya me lo has contado.

—¿Ah, sí? Bueno, de todos modos, pensé que llevaba ya tanto tiempo dando la tabarra con lo del bulto que lo mejor sería que lo palpara yo mismo. Bueno, pues como se queda como un pez muerto tras sonar el despertador y yo, claro, me despierto antes que ella… El caso es que…

—Sí, ya me lo has contado.

Llegaron al final de la orilla de Karlberg pero en vez de enfilar la nueva calle en dirección a la carretera a Sundbyberg —que era indudablemente el camino más corto a la comisaría— Kristiansson continuó un poco más y pasó por la alameda de Huvudsta, camino que en los últimos tiempos apenas utilizaba nadie.

Más adelante, muchos quisieron saber por qué había tomado justo ese camino. Pero tal pregunta carecía de respuesta. Simplemente, lo hizo. En cualquier caso, Kvant no reaccionó.

Llevaba demasiados años trabajando de patrullero como para plantear cuestiones sin sentido. En vez de ello, dijo en tono reflexivo:

—No entiendo qué le está pasando. Quiero decir a Siv.

Pasaron por delante del palacio de Huvudsta.

Para palacio, poca cosa, pensó Kristiansson por enésima vez. En su tierra, en Escania, sí que había palacios de verdad. Habitados por condes. En voz alta dijo:

—¿Me puedes prestar veinte coronas?

Kvant asintió con la cabeza. Kristiansson andaba siempre falto de dinero.

Siguieron conduciendo despacio. A la derecha había una nueva urbanización, formada por bloques de apartamentos. A la izquierda se extendía una franja de bosque, estrecha pero densa y tupida, entre el camino y el lago de Ulvsunda.

—¡Para! —dijo Kvant.

—¿Por qué?

—Necesidades fisiológicas.

—¡Pero si casi hemos llegado!

—¡No admite dilación! —replicó Kvant.

Kristiansson giró a la izquierda y dejó que el automóvil entrara despacio en una de las talas. Luego detuvo el coche. Kvant bajó, rodeó el coche y se arrimó a unos arbustos. Separó las piernas y se puso a silbar mientras bajaba la cremallera, mirando por encima de los arbustos. Luego volvió la cabeza y descubrió a un hombre, situado a unos cinco metros de distancia, al parecer ocupado en idéntica actividad.

—Perdón —dijo Kvant, y discretamente miró en la otra dirección.

Recompuso su ropa y regresó hacia el coche. Kristiansson había abierto la puerta y estaba sentado, mirando hacia fuera.

A dos metros del coche, Kvant se detuvo en seco y exclamó:

—¡Ese se parecía a…! ¡Y allí detrás había una…!

Al mismo tiempo, Kristiansson dijo:

—Oye, ese tipo…

Kvant se dio la vuelta y se acercó al hombre de los arbustos.

Kristiansson bajó del coche.

El hombre llevaba una americana beis de pana, camisa blanca sucia, pantalones marrones arrugados y zapatos negros. Era de estatura media y tenía pelo ralo peinado hacia atrás y nariz prominente. Por lo demás, seguía todavía sin reajustarse la ropa.

Cuando Kvant estaba a dos metros, el hombre levantó el brazo izquierdo y, protegiendo su cara, exclamó:

—¡No me pegue!

Kvant se sobresaltó.

—¿Cómo? —dijo.

Su mujer, esa misma mañana, le había dicho que era un cabrón y que eso saltaba a la vista de cualquiera. Pero la verdad, esto era ya el colmo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó armándose de paciencia.

—Nada —respondió el hombre.

Mostró una sonrisa tímida y desconcertada. Kvant examinó su vestimenta.

—¿Puede usted identificarse?

—Sí, en el bolsillo tengo la carta en la que se me declara pensionista.

Kristiansson se acercó.

—Bueno, ¿y qué pasa por aquí?

El hombre le miró.

—¡No me pegue! —repitió.

—¿Se llama usted Ingemund Fransson? —preguntó Kristiansson.

—Sí —respondió el hombre.

—Creo que será mejor que nos acompañe —dijo Kvant, tomándole del brazo.

El hombre se dejó conducir al coche sin rechistar.

—Suba al asiento de atrás —dijo Kristiansson.

—Y abróchese la cremallera —añadió Kvant.

El hombre vaciló un instante. Luego sonrió y obedeció.

Kvant lo acompañó hasta el asiento de atrás y se sentó a su lado.

—Ahora, déjenos ver esa carta de pensionista —le dijo Kvant.

El hombre metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó un papel.

Kvant miró el documento y se lo pasó a Kristiansson.

—Bueno, pues no parece que haya duda —constató Kristiansson.

Kvant observaba incrédulo al hombre.

—No, es él —dijo.

Kristiansson rodeó el coche, abrió la puerta del lado opuesto y empezó a registrar los bolsillos de la americana del individuo.

Ahora, de cerca, pudo ver que tenía las mejillas hundidas y el mentón cubierto por una barba gris, que debía ser de varios días.

—Aquí —dijo Kristiansson, extrayendo algo del bolsillo interior de la americana.

Unas bragas infantiles de color azul claro.

—Bueno —manifestó Kvant—. Esto zanja el asunto, ¿no te parece?

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