El hombre de la máscara de hierro (42 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—¿Cuántos son?

—Dos —respondió Biscarrat.

—¿Dos y quieren imponernos condiciones?

—Dos son, capitán —repuso Biscarrat—, y nos han matado ya diez compañeros.

—¿Qué hombres son esos, pues? ¿Por ventura son titanes?

—Más, mi capitán, más. ¿Os acordáis de la historia del bastión de San Gervasio?

—¿Donde cuatro mosqueteros del rey hicieron frente a un ejército? Sí, la recuerdo.

—Pues los que están ahí dentro son dos de ellos.

—¿Y qué interés tienen en tal defensa?

—Son los que defendían a Belle-Isle en nombre del señor Fouquet.

—¡Los mosqueteros! ¡Los mosqueteros! —dijeron los soldados. Y al pensar que iban a luchar contra dos de las más antiguas glorias militares del ejército, aquellos valientes se estremecieron de terror a la vez que de entusiasmo.

—¿Dos hombres y han matado diez oficiales en dos descargas? —exclamó el capitán—. No puede ser, señor Biscarrat.

—Yo no digo que no los acompañen dos o tres hombres, como a los mosqueteros les acompañaron tres o cuatro criados en el bastión de San Gervasio; pero, creedme, mi capitán, yo he visto a esos hombres, he sido prisionero de ellos, los conozco; bastan ellos dos para destruir un cuerpo de ejército.

—Eso es lo que vamos a ver, y pronto —repuso el capitán.

Entonces, todos se dispusieron a obedecer; sólo Biscarrat hizo la última tentativa, diciendo en voz baja al capitán:

—Creedme, pasemos de largo. ¿Qué ganaremos combatiéndolos?

—Ganaremos la conciencia de no haber hecho retroceder a ochenta guardias del rey ante dos rebeldes. Si escuchase vuestro consejo, señor de Biscarrat, sería hombre deshonrado, y al deshonrarme, deshonraría al ejército.

El capitán se hizo describir por Biscarrat y sus compañeros el interior del subterráneo, y cuando le pareció saber bastante, dividió la compañía en tres secciones, que debían entrar sucesivamente haciendo fuego graneado en todas direcciones.

Sin duda en aquel ataque sucumbirían cinco hombres más, diez quizá; pero acabarían por apresar a los rebeldes, ya que la caverna no tenía salida, y por mucho que hicieran, dos hombres no podían acabar con ochenta.

—Reclamo el honor de ponerme al frente del primer pelotón, mi capitán —dijo Biscarrat.

—Bien —respondió el capitán.

—Gracias —dijo el joven con la entereza de los de su estirpe.

—¡Qué! ¿Os vais sin espada?

—Sí, tal cual estoy, mi capitán —dijo Biscarrat—; porque no voy para matar, sino a que me maten.

Y poniéndose al frente del primer pelotón, con la cabeza descubierta y los brazos cruzados, añadió:

—¡Marchen!

Un canto de Homero

Ya es tiempo de pasar al otro campo y describir a los combatientes y el teatro de la batalla. La gruta, que tenía unas cien toesas de longitud y llegaba hasta un declive que iba a parar en una caleta, en tiempo en que Belle-Isle se llamaba todavía Colonesa, fue templo de divinidades paganas, y sus misteriosas concavidades presenciaron más de un sacrificio humano. La entrada de aquella caverna la formaban una pendiente suave cubierta por una baja bóveda de amontonadas peñas; el interior, de suelo desigual y peligroso por las fragosidades de las peñas de la bóveda, se subdividía en varios compartimientos gradualmente más elevados y a los cuales se llegaba por escalones ásperos, resquebrajados y unidos a derecha y a izquierda a enormes pilares naturales. En el tercer compartimiento la bóveda era tan baja y tan estrecha la galería, que la barca apenas pudiera haber pasado rozando las paredes; con todo, en un momento de desesperación, la madera cede y la piedra se ablanda al soplo de la voluntad humana.

Tal era el pensamiento de Aramis cuando, tras el combate, se decidió a la fuga, fuga peligrosa, pues no habían perecido todos los asaltantes, y admitiendo la posibilidad de botar la barca al mar, habrían huido en plena luz, ante los vencidos, que al ver cuán pocos eran hubieran tenido interés en hacer perseguir a los vencedores.

Cuando las dos descargas hubieron matado diez hombres, Aramis, acostumbrado a los rodeos del subterráneo, se acercó a los cadáveres para inspeccionarlos uno a uno sin peligro, pues el humo impedía que lo viesen desde fuera, y ordenó el arrastre de la barca hasta la gran piedra que cerraba la libertadora salida. Porthos reunió todas sus fuerzas, y tomando con ambas manos la barca, la levantó mientras los bretones colocaban rápidamente los rodillos bajo ella. De esta suerte, llegaron hasta el tercer compartimiento, es decir, a la piedra que obstruía la salida. Porthos tomó por la base la gigantesca piedra, apoyó en ésta su robusto hombro y le imprimió una sacudida que hizo crujir las paredes.

A la tercera sacudida cedió la piedra, que osciló por espacio de un minuto; luego Porthos se apoyó en las rocas contiguas, y haciendo palanca con uno de sus pies, arrancó y separó la piedra de las aglomeraciones calcáreas que le servían de goznes. Caída la piedra, penetró en el subterráneo la radiante luz del día, y el azulado mar apareció a los maravillados ojos de los bretones.

En seguida procediose a subir la barca sobre aquella barricada; y sólo faltaban veinte toesas para hacerla deslizar al mar, cuando llegó la compañía y el capitán la alineó para el asalto. Aramis, que todo lo vigilaba para favorecer el trabajo de sus amigos, vio el refuerzo, contó los soldados y se convenció del insuperable peligro en que iba a ponerles un nuevo combate. Huir por mar en el momento en que el subterráneo iba a ser invadido, era imposible, pues la luz que acababa de iluminar los dos últimos compartimientos hubiera mostrado a los soldados la barca deslizándose hacia el mar, y a los dos rebeldes a tiro de mosquete, sin contar que una descarga acribillaría la embarcación si no quitaba la vida a los cinco navegantes. Aramis se mesaba con rabia los cabellos, y ora invocaba el auxilio de Dios, ora del diablo.

Amigo mío —dijo Herblay en voz baja a Porthos, que trabajaba él solo más que los rodillos y los bretones—, acaban de llegar refuerzos a nuestros adversarios.

—¿Qué hacemos, pues? —repuso sosegadamente Porthos.

—Reanudar el combate es aventurado —contestó Aramis.

—Es verdad, porque es difícil que no nos maten a uno de los dos, y muerto el uno, el otro se haría matar —dijo el gigante con la heroica sencillez que en él era realzada con todas las fuerzas de la materia.

—Ni a vos ni a mí nos matarán si hacéis lo que yo os diga —repuso Aramis, a quien las palabras de su amigo le habían penetrado en el corazón como un puñal.

—Decid, pues.

—Los soldados van a internarse en la gruta, y a lo sumo mataremos catorce o quince.

—¿Cuántos son? —preguntó Porthos.

—Les ha llegado un refuerzo de setenta y cinco hombres.

—Que con los cinco hacen ochenta —dijo Porthos.

—Si nos envían una descarga cerrada nos acribillan a balazos.

—Tomemos pronto una resolución. Nuestros bretones van a continuar en su tarea, y nosotros nos traemos aquí pólvora, balas y mosquetes.

—Reflexionad que los dos no conseguiremos disparar tres mosquetes a un tiempo —dijo candorosamente Porthos—. No me parecen bien los mosquetes.

—¿Qué haríais vos?

—Voy a emboscarme tras el pilar con esta barra de hierro, y así, invisible e inatacable, cuando hayan entrado a oleadas, descargo mi barra sobre los cráneos treinta veces por minuto. ¿Qué os parece el proyecto? ¿Os place?

—Mucho; pero la mitad se quedarán fuera para rendirnos por hambre. Lo que necesitamos es destruirlos a todos, pues un solo hombre que sobreviva nos pierde.

—Es verdad; pero ¿cómo atraerlos?

—No moviéndonos.

—Pues no nos movamos; pero ¿y cuando estén todos reunidos?

—Dejadlo en mi mano; se me ha ocurrido una idea.

—Si es así, con tal que la idea que se os ha ocurrido sea buena… y debe serlo… estoy tranquilo.

—Al acecho, Porthos, y contad los que entren.

—¿Y vos?

—No os preocupéis por mí; no estaré ocioso.

—Creo que oigo voces.

—Son ellos. A vuestro sitio, y haced que podamos oírnos y tocarnos.

Porthos se refugió en el segundo compartimiento, completamente obscuro, empuñando una barra de hierro de cincuenta libras de peso que había servido para hacer rodar la barca y que manejaba con facilidad maravillosa. Aramis entró en el tercer compartimiento, se agachó y empezó la maniobra misteriosa.

Mientras tanto los bretones empujaban la barca hasta la playa.

Se oyó una voz de mando; era la última orden del capitán. Veinticinco hombres saltaron de las rocas superiores al primer compartimiento de la gruta, y rompieron el fuego.

Retumbaron los ecos, los silbidos de las balas surcaron la bóveda, y el espacio se llenó de densa humareda.

—¡Por la izquierda! ¡Por la izquierda! —gritó Biscarrat, que en su primer reconocimiento había visto el paso del segundo compartimiento, y que, animado por el olor de la pólvora, quería guiar hacia aquel lado a sus soldados.

Estos avanzaron, efectivamente, por la izquierda y se metieron en el estrecho corredor guiados por Biscarrat que, con las manos hacia adelante, iba buscando su muerte.

—¡Venid! ¡Por aquí! —gritó Biscarrat—. Veo una luz.

—¡Golpe en ellos! —dijo Aramis con voz sepulcral.

Porthos exhaló un suspiro, pero obedeció. La barra de hierro descargó en mitad de la cabeza de Biscarrat, que cayó muerto con la palabra en los labios. Luego la formidable barra volvió a levantarse para descargar diez veces en diez segundos y dejar tendidos diez hombres. Los soldados nada veían: sólo oían ayes y suspiros y hollaban cuerpos; todavía no sabían lo que pasaba, y avanzaron tropezando unos con otros, mientras la implacable barra subía y bajaba incesantemente hasta acabar con el primer pelotón., sin que un solo ruido hubiese puesto sobre aviso al pelotón segundo, que avanzaba tranquilamente, aunque alumbrado por una antorcha formada de las entretejidas ramas de un pequeño pino que el capitán arrancó fuera de la gruta. Al llegar al compartimiento en que Porthos, semejante al ángel exterminador, destruyó cuantos tocó, la primera fila retrocedió aterrorizada. Ninguna descarga había contestado a las descargas de los guardias, y sin embargo, ante sí tenían un montón de cadáveres y sus pies nadaban literalmente en sangre. Porthos continuaba detrás de su pilar. El capitán, al alumbrar con la trémula luz del inflamado pino aquella horrible carnicería de la que en vano buscaba la causa, retrocedió hasta el pilar tras el cual estaba Porthos; entonces salió de la obscuridad una mano descomunal, agarró el pescuezo del capitán, que lanzó un estertoroso ronquido, azotó el aire con las manos, soltando la antorcha, que se apagó en la sangre, y un segundo después cayó junto a la antorcha. Todo se hizo misteriosamente y como por arte de magia. Entonces, el teniente, obedeciendo a un impulso irreflexivo, instintivo, maquinal, dio la voz de ¡fuego! Una descarga retumbó, aulló en aquellas concavidades y arrancó enormes piedras de las bóvedas; la caverna, por un instante quedó iluminada por la luz de los fogonazos, pero luego más oscura a causa del humo. Tras la descarga reinó el más profundo silencio, sólo turbado por los pasos de la tercera brigada que entraba en el subterráneo.

La muerte de un titán

En el momento en que Porthos, más acostumbrado a la obscuridad que los que entraban, miraba en torno de sí, para ver si en medio de aquella negrura Aramis le hacía alguna señal, sintió un golpecito en el brazo, y en su oído una voz suave que decía:

—Venid.

—¿Adónde? —dijo Porthos.

—¡Silencio! —repuso Aramis, todavía más quedo.

Con el ruido de la tercera brigada que continuaba avanzando, y acompañados de las imprecaciones de los guardias que quedaron en pie y del estertor de los moribundos, Aramis y Porthos se escurrieron, sin ser vistos, a lo largo de las graníticas paredes de la gruta. Aramis condujo a su amigo al penúltimo compartimiento, y le mostró, en un; hueco de la pared, un barril de pólvora de sesenta a ochenta libras de peso, al cual había aplicado una mecha.

—Amigo mío —dijo Herblay a Porthos—, vais a tomar este barril del que voy a encender la mecha, y arrojarlo en medio de nuestros enemigos; ¿podéis?

—¡Ya lo creo! —contestó Porthos.

—Encended la mecha. Aguardad a que estén todos reunidos; luego, Júpiter mío, lanzad vuestro rayo en medio de ellos.

—Encended la mecha —repitió el gigante.

—Yo —continuó Aramis— voy a reunirme a los bretones para ayudarles a botar la barca al agua. Os aguardo en la orilla. Lanzad el barril con mano firme y venid corriendo.

—Encended —dijo por tercera vez Porthos.

—¿Me habéis comprendido? —preguntó Aramis.

—Cuando me explican comprendo —respondió Porthos riéndose—. Venga la yesca y marchaos.

Aramis dio un trozo de yesca ardiendo a Porthos, y se fue a la salida de la caverna, donde le estaban aguardando los tres remeros. Porthos aplicó la yesca a la mecha, y aquella chispa, principio de un incendio espantoso, brilló en la obscuridad como una luciérnaga y se corrió a la mecha, que se encendió. Porthos activó el fuego con un soplo. Gracias a haberse disipado un poco el humo, a la claridad de la mecha durante dos segundos pudieron distinguirse los objetos.

Breve, pero magnífico fue el espectáculo que ofreció aquel coloso, pálido, ensangrentado y con el rostro iluminado por el fuego de la mecha que en la obscuridad ardía. Los soldados al verlo, al ver el barril que en la mano sostenía, comprendieron lo que iba a pasar, y aterrados, lanzaron un grito de agonía. Unos intentaron huir, pero se encontraron con la tercera brigada que les cerró el paso, los otros apuntaron maquinalmente e hicieron fuego con sus descargados mosquetes; otros cayeron de hinojos, y dos o tres oficiales prometieron a Porthos la libertad si les concedía la vida.

El teniente de la tercera brigada repetía la voz de fuego, pero los guardias tenían ante sí a sus despavoridos compañeros que servían de muralla viviente a Porthos.

Cada sopló de Porthos al reavivar el fuego de la mecha, enviaba a aquel hacinamiento de cadáveres una luz sulfurosa interrumpida por anchas y purpúreas fajas. El espectáculo sólo duró dos segundos; pero en aquel tiempo, un oficial de la tercera brigada reunió ocho guardias armados de sendos mosquetes y les ordenó que hiciesen fuego sobre Porthos a través de una abertura. Los que habían recibido la orden de disparar temblaron de tal suerte, que la descarga mató a tres de sus compañeros, y a las cinco balas restantes fueron silbando a rayas la bóveda, a surcar el suelo o a empotrarse en las paredes. A la descarga respondió una carcajada, luego osciló el brazo del coloso, pasó por el aire algo como un cometa, y el barril, lanzado a treinta pasos, pasó por encima de la barricada de cadáveres y fue a caer en medio de un pelotón de aulladores soldados que se dejaron caer de bruces. El oficial, que había seguido en el aire la brillante cola, se precipitó sobre el barril para arrancar la mecha antes que hubiese prendido en la pólvora. Su abnegación fue inútil, la mecha, que en reposo habría durado cinco minutos, activada por el aire no duró más que treinta segundos, y la máquina infernal reventó. Furiosos torbellinos, silbidos del azufre y del nitro, estragos devoradores del fuego, trueno espantoso de la explosión, he ahí lo que en el segundo que siguió a los dos segundos primeros pasó en aquella caverna, igual en horrores a una caverna de demonios. Las rocas se abrieron como tablas de abeto bajo el hacha; en medio de la gruta brotó un chorro de fuego, de despojos que se ensanchaba a proporción que subía; las macizas paredes de sílice se inclinaron para acostarse en la arena, que convertida en instrumento de dolor se lanzó fuera de sus endurecidas capas en millones de átomos para acribillar los rostros de los moribundos. Ayes, aullidos, imprecaciones, existencias, todo se apagó en aquella inmensa catástrofe que convirtió los tres primeros compartimientos en un abismo en el cual cayeron uno a uno y según su pesadez, los despojos vegetales, minerales o humanos, y luego la arena y la ceniza, que cual plomiza y humeante mortaja cubrieron aquel lugar de horrores.

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