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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (21 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—Entre doce y una.

—¡En Vaux! ¡en mi casa! —prorrumpió Fouquet con voz atragantada.

—Sí, en vuestra casa, que bien vuestra es desde que Colbert no puede hacer que os la roben.

—¡Conque ha sido en mi casa donde se ha cometido tamaño crimen!

—¡Crimen! —repuso Aramis con estupefacción.

—¡Crimen abominable! —prosiguió Fouquet exaltándose por momentos—, ¡crimen más execrable que un asesinato! ¡crimen que para siempre deshonra mi nombre y me libra al horror de la posteridad!

—Estáis delirando, caballero —replicó el obispo con voz no muy firme—. Cuidado con levantar tanto la voz.

—La levantaré de tal suerte, que me oirá el universo entero.

—Señor Fouquet, ved lo que hacéis.

—Sí —exclamó el superintendente volviéndose hacia el prelado y mirándole cara a cara—. Al cometer esa traición, ese crimen contra mi huésped, contra aquel que descansaba tranquilamente bajo mi techo, me habéis deshonrado. ¡Ay de mí!

—¡Ay de aquel que bajo vuestro techo meditaba la ruina de vuestra fortuna y de vuestra vida! ¿Olvidáis eso?

—¡Era mi huésped, era mi rey!

—¿Estoy con un insensato? —repuso Aramis levantándose, con los ojos sanguinolentos y la boca convulsiva.

—No, sino con un hombre honrado.

—¡Loco!

—Con un hombre que os impedirá que consuméis vuestro crimen.

—¡Loco!

—Con un hombre que prefiere mataros y morir a que consuméis su deshonor.

Y Fouquet se abalanzó a su espada puesta por D'Artagnan a la cabecera de la cama, y la blandió con resolución.

Aramis arrugó el ceño, y se metió la diestra en la pechera como buscando un arma. Aquel ademán no pasó inadvertido a Fouquet, que noble y soberbio en su magnanimidad, arrojó lejos de sí su espada, que fue a parar al pasillo de la cama, y se acercó a Herblay hasta tocarle el hombro con su desarmada mano.

—Caballero —dijo el superintendente—, me sería grato morirme en este instante para no sobrevivir a mi oprobio; si todavía sentís por mí alguna amistad, por favor, quitadme la vida.

Aramis permaneció silencioso e inmóvil.

—¿No me respondéis?

Herblay levantó pausadamente la cabeza, y por sus pupilas cruzó un nuevo rayo de esperanza.

—Reflexionad en lo que nos espera, monseñor —dijo el prelado—. Queda satisfecha la justicia, el rey vive aún, y su prisión os salva la vida.

—Podéis haber obrado en mi provecho —repuso Fouquet—, pero no acepto vuestro servicio. Sin embargo, no quiero causar vuestra perdición. Salid inmediatamente de esta casa.

Aramis apagó el rayo que emanaba de su quebrantado corazón.

—Soy hospitalario para todos —continuó Fouquet con inefable majestad—; tan seguro estáis vos de no veros sacrificado, como aquel de quien habíais consumado la perdición.

—Lo seréis vos —replicó Herblay con voz sorda y profética—; lo seréis vos, lo seréis vos.

—Acepto el augurio, señor de Herblay; pero nada me detendrá. Vais a salir de Vaux, de Francia; os concedo cuatro horas para que os pongáis a cubierto de la persecución del rey.

—¿Cuatro horas? —dijo Aramis con voz de zumba y de incredulidad.

—Sí; dentro del plazo que os fijo nadie os perseguirá. Luego llevaréis cuatro horas de delantera a cuantos el rey envíe a vuestro alcance.

—¡Cuatro horas! —repitió Aramis sonrojándose.

—Son más que las que se necesitan para embarcaros y llegar a Belle-Isle, que os doy por refugio.

—¡Ah! —murmuró el prelado.

—Belle-Isle es mía para vos, como Vaux es mío para el rey. Marchaos, Herblay, y tened por seguro que mientras yo aliente, no tocarán en uno de vuestros cabellos.

—Gracias —dijo Aramis con terrible ironía.

—Marchaos, pues, y dadme la mano para que ambos corramos, vos, a la salvación de vuestra vida, yo, a la salvación del rey. —Aramis sacó de su seno la mano que en él escondió. Estaba teñida en su sangre, arrancada de su pecho con sus uñas, como para castigar a la carne por haber dado vida a tantos proyectos, más vanos, más insensatos, más perecederos que la vida del hombre.

Fouquet sintió horror y compasión, y tendió los brazos a Herblay.

—No traía armas —dijo éste, huraño y terrible como el espectro de Dido.

Y sin tocar la mano de Fouquet, desvió la mirada y retrocedió dos pasos.

Las últimas palabras del prelado fueron una imprecación; su último ademán un anatema escrito por su enrojecida mano, con la que salpicó con algunas gotas de sangre el rostro del superintendente.

Después, ambos se abalanzaron fuera del aposento por la escalera secreta que conducía a los patios interiores.

Fouquet ordenó que engancharan sus mejores caballos; Aramis se detuvo al pie de la escalera que conducía al cuarto de Porthos.

Mientras la carroza de Fouquet salía del patio principal a galope tendido, Herblay decía entre sí:

—¿Partiré solo? ¿avisaré al príncipe?… ¡Oh rabia!… Si aviso al príncipe, ¿qué hago?… Partir con él… arrastrar conmigo y a todas partes ese testimonio acusador… La guerra… la guerra civil, implacable… Sin recursos ¡ay!… ¡Imposible!… ¿Qué va a hacer sin mí?… ¡Ah! sin mí va a derrumbarse como yo… ¿Quién sabe?… ¡Cúmplase su destino!… ¿No estaba condenado? pues continúe siéndolo… ¡Dios!… ¡Demonio!… sombrío y mofador poder a que llaman ingenio del hombre, no eres más que un soplo incierto, más inútil que el viento en la montaña, te nombras acaso, y no eres nada, lo abrasas todo con tu aliento, levantas las peñas, y aún la montaña, y de improviso te desmenuzas ante la cruz de madera tras la cual vive otro poder invisible… que tal vez tú negabas, y que se venga de ti, y te reduce a polvo sin designarse siquiera decirte cómo se llama… ¡Perdido!… ¡Estoy perdido!… ¿Qué hacer?… ¿Iré a Belle-Isle?… Sí… ¡Y Porthos, que va a quedarse aquí, y a hablar, y a contárselo todo a todos! ¡Porthos, que tal vez va a padecer!… No, yo no quiero que Porthos padezca. Es uno de mis miembros; su dolor es mi dolor… Porthos partirá conmigo, seguirá mi destino, fuerza es que lo siga.

Y temeroso de encontrar a alguien a quien su precipitación pudiera parecer sospechosa, Aramis subió la escalera sin ser visto.

Porthos apenas regresado de París, dormía ya el sueño del justo. Su gigantesco cuerpo olvidaba la fatiga, así como su cerebro el pensamiento.

Aramis entró ligero como un espectro, apoyó su nerviosa mano en el hombro del gigante, y dijo en voz alta:

—Porthos, levantaos.

Porthos se levantó y abrió los ojos antes de haber abierto su inteligencia.

—¡Partimos! —dijo Aramis.

—¡Ah! —exclamó el gigante.

—A caballo y más veloces que nunca.

—¡Ah! —replicó Porthos.

—Vestíos.

Aramis ayudó a su amigo a vestirse, y le metió en el bolsillo su dinero y sus diamantes.

En esto un ligero ruido llamó la atención de Herblay, y al volverse y al ver a D'Artagnan en el vano de la puerta, se estremeció.

—¿Qué diablos estáis haciendo ahí tan conmovido? —preguntó el mosquetero.

—¡Chitón! —dijo el gigante.

—Partimos en comisión —añadió el obispo.

—¡Qué dichosos sois! —repuso D'Artagnan.

—¡Valiente dicha! —dijo Porthos—. Me estoy cayendo de fatiga, y en verdad preferiría dormir; pero el servicio del rey…

—¿Habéis visto al señor Fouquet? —preguntó Aramis al gascón.

—Sí, hace poco, en su carroza.

—¿Qué os ha dicho?

—Adiós.

—¿Nada más?

—¿Qué más queríais que me dijese?

—Escuchad —dijo Aramis abrazando al mosquetero—, vuelve a brillar el sol para vos: en adelante no tendréis que envidiar a nadie.

—¡Bah!

—Os predigo para hoy un acontecimiento que mejorará en tercio y quinto vuestro estado.

—¿De veras?

—Ya sabéis que yo estoy al corriente de noticias.

—Sí, sé.

—Porthos, ¿estáis?

—Partamos —exclamó el gigante.

—Y abracemos a D'Artagnan —añadió Aramis.

—Con toda el alma ¿Y los caballos?

—No faltan aquí —repuso el gascón—. ¿Queréis el mío?

—Gracias, Porthos tiene su caballeriza. Adiós D'Artagnan.

Los dos fugitivos subieron sobre sendos caballos y en presencia del capitán de mosqueteros, que tuvo el estribo a Porthos y acompañó a sus amigos con la mirada hasta que los hubo perdido de vista.

—En otro tiempo —murmuró D'Artagnan—, hubiera dicho que esos hombres huían; pero en la actualidad está tan cambiada la política, que a eso le llaman ir en comisión. En buena hora sea. Vamos a nuestros quehaceres.

Y el gascón entró filosóficamente en su alojamiento.

Cómo se respeta la consigna en la Bastilla

Fouquet, mientras su carroza lo llevaba como en alas del huracán, se estremecía de horror al pensar en lo que acababa de saber.

—¿Qué hacían, en su juventud esos hombres prodigiosos —decía entre sí el superintendente—, si en la edad madura todavía tienen fibra para idear tales empresas y ejecutarlas sin pestañear?

A veces, Fouquet se preguntaba si cuanto le contó Herblay no era un sueño, y si al llegar él a la Bastilla no iba a encontrar una orden de arresto que le enviase adonde el rey destronado.

En esta previsión, el superintendente dio algunas órdenes selladas por el camino, mientras enganchaban los caballos, y las dirigió a D'Artagnan y a todos los jefes de cuerpo cuya fidelidad no podía ser sospechosa.

—De esta manera —dijo entre sí Fouquet—, preso o no, habré servido cual debo la causa del honor. Como las órdenes no llegarán a su destino antes que yo, si vuelvo libre, no las habrán abierto, y las recobraré. Si tardo, será señal de que me habrá ocurrido alguna desgracia, y entonces nos llegará socorro a mí y al rey.

Así preparado, el superintendente llegó a la puerta de la Bastilla después de haber recorrido cinco leguas y media en una hora.

A Fouquet le sucedió completamente lo contrario que a Aramis. Por más que se nombró, por más que se dio a conocer, no consiguió que le permitiesen la entrada en la fortaleza. A fuerza de instar, amenazar y ordenar, logró que un centinela avisara a un sargento para que éste a su vez advirtiera al mayor.

Fouquet tascaba el freno en su carroza, a la puerta de la Bastilla, y aguardaba la vuelta del sargento, que por fin reapareció con cara avinagrada.

—¿Qué ha dicho el mayor? —preguntó Fouquet con impaciencia.

—El mayor se ha echado a reír —contestó el soldado—, y me ha dicho que el señor Fouquet está en Vaux, y que aun cuando estuviese en París, no se levantaría tan temprano.

—¡Voto a tal! sois un hato de pillos —exclamó el superintendente lanzándose fuera de la carroza.

Y antes de que el sargento hubiese tenido tiempo de cerrar la puerta, Fouquet se coló por la abertura y siguió adelante a pesar de las voces de auxilio que profería aquél.

Fouquet iba ganando terreno, sin hacer caso de los gritos del sargento, que al fin le alcanzó y dijo al centinela de la segunda puerta:

—¡Cerradle el paso!

El centinela cruzó la pica ante el ministro; pero éste, que era robusto y ágil, y, además, estaba exasperado, arrancó de las manos del soldado la pica y con ella le santiguó de firme las espaldas, sin olvidar las del sargento, que se acercaba en demasía. Los apaleados pusieron el grito en el cielo, y a sus voces salió todo el cuerpo de guardia de la avanzada, entre cuyos individuos hubo uno que conoció a Fouquet y que, al verlo, exclamó:

—¡Monseñor!… ¡monseñor!… ¡Amigos! ¡deteneos! Efectivamente, el que de tal suerte acababa de expresarse detuvo a los guardias, que se disponían a vengar a sus compañeros.

Fouquet ordenó que abriesen la reja; pero le objetaron que la consigna lo prohibía. Entonces mandó que avisaran al gobernador; pero éste, ya informado de lo que sucedía, se adelantaba apresuradamente blandiendo la espada a la cabeza de veinte soldados y seguido del mayor, en la persuasión de que atacaban la Bastilla.

Baisemeaux, al conocer a Fouquet, dejó caer la espada, y con tartamuda lengua dijo:

—¡Ah! monseñor, perdonad…

—Os felicito, caballero —repuso Fouquet, sofocado—; el servicio de la fortaleza se hace a las mil maravillas.

Baisemeaux se dio a entender que las palabras del ministro encerraban una ironía presagio de arrebatada cólera, y palideció; pero muy lejos de esto, Fouquet, dijo:

—Señor de Baisemeaux, necesito hablar con vos en particular.

Fouquet siguió al gobernador a su despacho en medio de un murmullo de satisfacción general.

Baisemeaux temblaba de vergüenza y de temor. Pero fue peor todavía cuando Fouquet le preguntó con voz lacónica y mirada de imperio:

—¿Habéis visto al señor de Herblay esta noche?

—Sí, monseñor.

—¿Y no os llena de horror el crimen de que os habéis hecho cómplice?

«No hay remedio para mí», dijo para sus adentros el gobernador. Y con voz alta añadió:

—¿Qué crimen, monseñor?

—Señor Baisemeaux, ved cómo obráis, pues en lo que habéis hecho hay bastante para haceros descuartizar vivo. Conducidme inmediatamente adonde está el preso.

—¿Qué preso? —preguntó el gobernador temblando de los pies a la cabeza.

—¡Ah! ¿fingís no comprenderme? Bueno; bien mirado es lo mejor que podéis hacer, porque, de confesar vos vuestra complicidad, no habría remedio para vos. Quiero, pues, simular que doy fe a vuestra ignorancia.

—Por favor, monseñor…

—Está bien. Conducidme al calabozo del preso.

—¿Al calabozo de Marchiali?

—¿Quién es Marchiali?

—El preso que ha traído el señor de Herblay esta noche.

—¿Le llaman Marchiali? —preguntó el superintendente, turbado en sus convicciones por la ingenua seguridad de Baisemeaux.

—Sí, monseñor, bajo tal nombre está inscripto en el registro de la Bastilla.

Fouquet sondeó con la mirada el corazón de Baisemeaux, y con la claridad que da el hábito del poder, vio en él la sinceridad más absoluta.

—¿Ese Marchiali es el preso que el señor de Herblay se llevó anteayer?

—Sí, monseñor.

—¿Y le ha traído nuevamente esta noche? —añadió con viveza el superintendente, que al punto comprendió el mecanismo del plan de Aramis.

—Sí, monseñor.

—¿Y se llama Marchiali?

—Esto es. Si monseñor viene para llevárselo, mejor; porque iba a escribir otra vez respecto de él.

—¿Qué ha hecho?

—Desde esta noche está insufrible; le dan tales arrebatos, que no parece sino que la Bastilla se viene al suelo.

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