El hombre de bronce (17 page)

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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: El hombre de bronce
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AL instante, los mayas que les siguieron, lanzaron un imponente aullido de furia.

La mitad del grupo estaba compuesto de guerreros de dedos rojos.

Hicieron unos gestos amenazadores, indicando que los blancos no podían tomar el camino del templo.

Era un altar, inviolable para sus dioses, gritaron. Sólo los mayas podían ascender sin provocar la mala suerte.

Los guerreros gritaban más fuerte, procurando excitar los ánimos de los nativos.

—Tendremos que pelear si intentamos subir —cuchicheó Monk.

Doc resolvió la delicada situación.

Llamó a la atractiva princesita y entregándole los tubos de ensayo, le indicó los llenara del agua de la alberca o depósito situado en la cima de la pirámide.

La confianza demostrada por la joven contribuyó a apaciguar la furia de los mayas.

Doc se puso a trabajar en la parte trasera del edificio que tenían designado para vivienda.

Habían traído en el aeroplano una gran cantidad de aparatos, y Monk trabajaba en un laboratorio químico de una eficiencia maravillosa.

Doc se puso a analizar el agua.

Tuvo un incidente con los mayas antes de hacer los primeros experimentos.

Dos de los guerreros más feos se acercaron lanzando gritos. Se habían frotado con alguna loción apestosa y el olor enojó a Doc que dependía de su sentido del olfato para su análisis. Arrojó fuera a los dos guerreros.

Pareció por el momento que la casa sería sitiada. Centenares de mayas aullaban agitando los brazos y las armas ante ella.

Era asombrosa la cantidad de armas contundentes que habían desenterrado.

Pero el recuerdo de lo sucedido a la banda de guerreros que atacaron a Doc les hizo vacilar, conteniendo sus ímpetus.

—Monk —preguntó éste—, ¿trajiste el gas fabricado en mi laboratorio de Nueva York? Me refiero al preparado que paraliza, sin perjudicar.

—Lo llevé conmigo —aseguró Monk—. Iré a buscarlo.

Doc cerró la puerta de piedra y continuó el análisis.

Poco después empezaron a caer pedruscos contra las paredes de la casa y la azotea. Un par de piedras penetraron por la ventana.

El griterío era ensordecedor. De pronto se convirtió de rabia en terror, disminuyendo poco a poco de intensidad, hasta apagarse en un débil murmullo.

Doc miró por la ventana.

Monk vació una botella de su gas, que el viento llevó a los mayas sitiadores de la casa.

Más de la mitad de los indios se desplomaron rígidos e impotentes en el suelo. Permanecerían en tal estado unas dos horas; luego desaparecerían los efectos.

Este nuevo terror calmó la tensión durante un tiempo, permitiendo a Doc continuar su análisis sin ser molestado.

Practicó varias pruebas del agua. Aisló una pequeña cantidad de un líquido rojo y viscoso que confirmó era una especie de cultivo de gérmenes.

La cuestión era averiguar qué clase de microbios eran.

No tenía mucho tiempo: Su padre sucumbió a los tres días de declararse la enfermedad.

Era probable que éste fuese el tiempo necesario para que la horrible dolencia tuviera fatales consecuencias.

Transcurrió una hora. Luego otra. Siguió trabajando infatigable, concentrando toda su atención.

Los mayas, presas de pánico e impacientes, se enfurecían por minutos.

Johnny, Ham y Renny, fueron perseguidos hasta la casa donde el hombre de bronce trabajaba.

Se les reunió el anciano rey Chaac y la encantadora princesa Atacopa.

La fe de estos dos mayas en el joven permanecía inalterable.

No obstante, otros mayas permanecían apartados del tumulto, gente que, con toda probabilidad, se pondrían al lado de Doc cuando llegara el momento decisivo.

Éste siguió trabajando sin apenas levantar la cabeza en toda la tarde.

Continuó su experimento durante la noche, a la luz de una bombilla eléctrica que Long Tom le instaló.

Amaneció antes que Doc se enderezase del banco de piedra donde colocó su aparato.

—¡Long Tom! —llamó.

El aludido se acercó de un salto al lado de Doc y escuchó las explicaciones detalladas de sus deseos.

Long Tom debía instalar un aparato para crear uno de los rayos curativos más maravillosos conocidos en la ciencia médica.

Long Tom, el mago de la electricidad, conocía cómo debían hacerse y Doc le suministró algunas modificaciones dictadas por su experiencia.

Luego, Doc abandonó el edificio.

Los sitiados le vieron, con profundo asombro, pasar entre la multitud, sin ser molestado. Ni un guerrero se atrevió a ponerle la mano encima, tanta era la fuerza hipnótica que se desprendía de los dorados ojos del aventurero.

Este supersticioso terror provenía, sin duda, de la fama ganada en su batalla contra los guerreros de los dedos rojos.

Unos cincuenta mayas le siguieron. Temían atacarle, pero le seguían tenaces, aunque no durante mucho tiempo.

Pues al llegar al extremo inferior del valle, dando un salto formidable, Doc se agarró a la rama de un árbol y, como un mono gigantesco, fue saltando de rama en rama, con una velocidad vertiginosa.

Desapareció silencioso como una sombra por la jungla.

Los mayas intentaron seguirle, pero desistieron ante la imposibilidad de sostener su rapidez, y regresaron a la ciudad.

Encontraron otro grupo de guerreros que los apostrofó con vehemencia por dejar que se les escapara de entre las manos.

El hombre blanco, gritaron, debía ser muerto.

Alguien libertó a Kayab de su encierro y éste levantaba los ánimos de los guerreros contra Doc y sus compañeros.

Los condujo a la casa de piedra donde los amigos se fortificaron.

Ejerciendo todas sus facultades de persuasión, los lanzó al ataque.

Monk gastó pronto su gas sobre los asaltantes que, rechazados, huyeron.

Pero rehiciéronse a corta distancia, y allí Kayab los arengó.

De vez en cuando, un maya, atacado de la enfermedad de la Muerte Roja, se dirigía vacilante a su casa de piedra.

Quizás una cuarta parte de los habitantes sufría ya la terrible plaga.

Doc regresó antes de mediodía. Volvió por las azoteas de las casas, cruzando las calles estrechas de saltos formidables, que él solo era capaz de dar.

Penetró en la casa de piedra, donde se hallaban sus amigos, antes que los mayas se dieran cuenta.

Los nativos rugieron de rabia, pero no avanzaron.

Doc traía una gavilla de muchas clases de hierbas medicinales.

Poniéndolas a hervir, las trató con algunos ácidos y luego refinó poco a poco el producto.

Llegó al mediodía. A medida que el número de los atacados por la epidemia aumentaba, los sitiadores iban enardeciéndose más.

Los guerreros de los dedos rojos les aseguraban que la muerte de los hombres blancos resolvería el problema, venciendo a la enfermedad.

—Creo que ya he descubierto el remedio —anunció Doc, al fin.

—Se me acabó el gas —murmuró Monk—. ¿Cómo saldremos de aquí para tratar a los enfermos?

En respuesta, Doc se guardó los franquitos de líquido fluido y pálido que preparó.

—Aguardad aquí —ordenó.

Abriendo de repente la puerta de piedra, salió al exterior. Los mayas, al verle prorrumpieron en ensordecedores gritos.

Un par de lanzas hendió el aire. Pero antes que las armas de obsidiana chocaran con la pared de piedra, Doc, saltando a una azotea, desapareció veloz.

Recorrió con paso furtivo la antigua ciudad. Encontró a un maya enfermo y le administró, a la fuerza, un poco de la medicina pálida.

En otra casa repitió la misma operación con toda la familia.

Cuando los mayas armados le molestaban, los eludía simplemente.

Su figura de bronce desaparecía como un relámpago tras una esquina sin dejar rastro cuando los mayas llegaban al lugar.

Una vez, a media tarde, hubo de defenderse de tres guerreros que lo sorprendieron tratando a una familia maya compuesta de cinco individuos.

Cuando se alejó de la vecindad, los tres atacantes estaban desvanecidos por los golpes recibidos.

De esta manera furtiva, como si fuera un criminal en vez de un apóstol caritativo, se vio obligado a ocultarse y administrar a viva fuerza el tratamiento que preparara.

No obstante, al anochecer, su persistencia empezó a dejarse sentir.

¡Se extendió la noticia de que el dios de bronce estaba curando la Muerte Roja!

El remedio, gracias a los extraordinarios conocimientos de medicina que poseía Doc, daba un resultado rápido y eficaz.

A las nueve de la noche, Long Tom pudo aventurarse a salir sin peligro a tratar con su aparato de rayos curativos a los desgraciados enfermos.

El aparato poseía notables propiedades curativas del tejido quemado por los estragos de la Muerte Roja.

—Doc dice que la Muerte Roja es una fiebre tropical rara —explicó Long Tom a la princesa Atacopa, que estaba muy interesada—. Parece que el origen debió ser una enfermedad de algún pájaro de la selva. Es probable que sea similar a una epidemia conocida con el nombre de «fiebre del loro», que invadió a los Estados Unidos hace uno o dos años.

—El señor Savage es un hombre extraordinario —murmuró la joven princesa.

Long Tom hizo un gesto afirmativo.

—No hay nada imposible para él —murmuró.

Capítulo XVIII

Amistad

Transcurrió una semana. Durante este tiempo, el prestigio de Doc Savage se hizo mucho mayor que antes de la mortal epidemia.

Se produjo un cambio completo entre los mayas, una vez restablecidos, ellos o sus familiares. Doc se convirtió en el héroe del pueblo.

Le seguían en grupos, admirando e imitando sus movimientos.

Los guerreros de los dedos rojos estaban en decadencia. Kayab perdió una gran parte de sus secuaces.

Muchos de ellos se borraron la mancha roja de los dedos y arrojando sus típicos cintos, abandonaron la secta, con el consentimiento del rey Chaac.

A Kayab sólo le quedaron fieles unos cincuenta guerreros, reputados como más feroces y sanguinarios.

Tenían sumo cuidado en no dar fe de presencia en los lugares concurridos, pues los ciudadanos decentes les miraban con hostil recelo y a la menor infracción serían condenados.

La situación parecía haberse estabilizado, llegando a un estado ideal, excepto quizá para la enamorada princesita maya.

Su amor hacia el hombre de bronce aumentaba de día en día, pero sin la menor alegría, pues, desde luego, su femenina delicadeza le privaba de mostrar abiertamente sus sentimientos.

Pero todos los amigos de Doc comprendían su tortura.

Doc llevó todas las armas de fuego a la casa de piedra, convirtiéndola en cuartel general. Instaló una armería en un aposento, cuya puerta cerró con llave. Long Tom instaló también un timbre de alarma.

Monk fabricó más gases estupefacientes, cuyos recipientes se guardaron junto a las armas.

En vista de la paz reinante, las preparaciones parecían innecesarias.

Los compañeros observaron que Doc desaparecía del pueblo durante varias horas sin dar ninguna explicación del lugar adonde iba.

En realidad registraba la jungla del Valle de los Desaparecidos, buscando al asesino de su padre. Recorría la selva como un mono, entre los árboles, o silencioso como una sombra por el suelo.

Al llegar cerca del extremo inferior del valle halló lo que sus agudos sentidos le señalaron como el campamento de su enemigo. Pero lo encontró desierto y, al parecer, estaba así desde hacía tiempo. Siguió el rastro del asesino durante largo trecho, hasta que desapareció a la salida del valle.

El rey Chaac decidió un día que la situación se había normalizado lo suficiente para permitir adoptar a Doc y a sus hombres como hijos de la tribu.

Después les enseñaría el origen del oro.

La ceremonia se celebró en la pirámide.

Puesto que Doc y sus amigos serían mayas honorarios, era necesario que vistiesen trajes de fiesta del país.

El rey Chaac suministró los vestidos tradicionales.

Estos consistían en unos mantos de gruesa fibra entretejida con hilos de oro, cintos brillantes y sandalias de alto tacón.

Irían tocados simbolizando algún animal. Por las espaldas les colgaban collares de flores.

Ham dirigió una mirada a Monk y prorrumpió en una sonora carcajada.

—¡Si tuviera un organillo para llevarte conmigo! —observó.

Dado que las pistolas no armonizaban con la indumentaria, las dejaron en la casa. No parecía amenazarles ningún peligro.

El pueblo entero se congregó en la pirámide para asistir a la ceremonia.

Los mayas vestían idénticos trajes que Doc y sus compañeros; algunos llevaban además una armadura de algodón, rellena de arena.

Los que se protegían con armadura también llevaban lanzas y porras.

Doc observó que Kayab y sus secuaces no se veían por ninguna parte. No sospechó que el jefe de los guerreros pudiese causar ningún daño.

Sus cincuenta hombres formaban una minoría fácil de vencer si llegaban a intentar alguna fechoría.

Empezaron los ritos de la ceremonia.

Primero pintaron de azul los rostros de Doc y de sus hombres. Y sobre los brazos pintaron nuevos símbolos de otros colores.

Les ofrecieron después algunos alimentos a los que daban una importancia ceremonial. Bebieron miel de las extrañas abejas de Centro América, que la almacenan en líquido en la colmena, en vez de en panales.

Luego, alola, una bebida de maíz, guardada en jarros.

En la cima de la pirámide ardía incienso en un enorme pebetero.

La población entera, sentada en filas en torno a la pirámide, entonaba un cántico suave y rítmico, repitiendo ciertas palabras.

Unos músicos tañían unos instrumentos, produciendo unos sonidos agradables.

La ceremonia llegaba a su punto culminante; al momento en que conducirían a Doc y a sus amigos a lo alto de la pirámide, llevando tributos de incienso para el gran incensario e imágenes del dios Kukulcan para ofrecerlas a los pies de la estatua mayor.

Era necesario, explicó el soberano, subir de rodillas los escalones.

Las mujeres mayas participaban también en los ritos de la gran ceremonia.

La mayoría eran muy atractivas con sus mantos y ceñidores.

Llegó el momento en que Doc y sus amigos empezaron a ascender la larga línea de escalones. Era difícil balancearse sobre las rodillas.

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