El hijo del desierto (65 page)

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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

BOOK: El hijo del desierto
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Cada noche, cuando la villa se quedaba a oscuras y el silencio la cubría para acompañar al sueño, Isis salía por el jardín, al abrigo de las sombras que le procuraban los palmerales, y se encontraba con su amado. Juntos se perdían por las inmediaciones de aquellos campos que tanto amaban y se entregaban sus corazones hasta que se anunciaba el alba. Al separarse, Isis siempre le hacía la misma pregunta, con la mirada cargada de esperanza.

—¿Cuándo podremos dejar de escondernos? ¿Cuándo podremos estar siempre juntos?

Sejemjet le sonreía como sabía que a ella le gustaba.

—Pronto podremos disponer de nuestras vidas —le mentía, pues no veía salida alguna para el camino que habían elegido.

—Huyamos fuera de Kemet —le pidió ella una noche—. Dicen que hay una isla lejana en la que existen reyes poderosos que velan por su pueblo.

—Se llama Keftiw —le respondió él—, y he oído que en ella se levantan hermosos palacios, y que su luz es un regalo para los que habitan ese lugar. Sin embargo, hasta allí llega el poder del faraón. Su justicia abarca la Tierra toda; no hay pueblo civilizado donde podamos escondernos de ella. Tarde o temprano nos encontrarían.

Isis lo miró compungida, y entonces la desesperanza la invadió irremediablemente.

—Debemos ser pacientes. Si tu marido te acusara de adulterio, las leyes de Egipto te destruirían.

—Pero entonces...

—Estoy convencido de que Shai nos ha puesto en la misma senda por algo. Tengamos esperanza —trataba de animarla—, y sobre todo seamos prudentes.

Así fueron sus encuentros durante un tiempo. Sentían que sus corazones les pertenecían el uno al otro, y, sin embargo, sus cuerpos aún no se habían unido. A pesar de hallarse inflamado por el deseo hacia ella, Sejemjet se había abstenido de tocarla. Cada vez que pensaba en ello, la imagen de Nefertiry se presentaba sin poder evitarlo, y desistía de acariciarla. Ella no sabía lo que le ocurría hasta que una noche le contó su secreto.

Isis se quedó impresionada ante la terrible historia que tan celosamente él guardaba para sí, y apenas pudo articular palabra. Entonces se le ocurrió que ambos eran almas gemelas a las que les había tocado sufrir la intransigencia de los hombres, y el desmedido egoísmo de su ambición. Ahora estaba segura de que se redimirían juntos, y que los dioses los guiarían por el camino apropiado para hacerlo. Isis no podía imaginar lo pronto que el destino les haría saber sus designios.

Todo empezó una de aquellas noches en las que los enamorados se veían clandestinamente. La pareja se acomodó entre unos arbustos cerca de la orilla del río. La noche era oscura y estrellada, y el firmamento parecía desplomarse hasta las aguas del Nilo, como si el río sagrado formara parte de la bóveda celeste. Observándola daba la impresión de que podían alcanzar a coger uno de aquellos luceros con la mano, como si ambos amantes se encontraran entre ellos, libres al fin de todo lo que los agobiaba.

Los dos tenían la sensación de que sus naturalezas se habían desprendido de la terrible carga que habían acumulado con el paso de los años, y por primera vez no estaban sujetos a nada. Al sentir a Isis tan cerca aquella noche, Sejemjet notó cómo el deseo por poseerla se le hacía insoportable. Sin poder reprimirse la acarició con suavidad, como si tuviera miedo de que se fuera a romper. Ella se acercó más a él, y puso los labios sobre los suyos para asirse después con fuerza a su cuello. Había cierta desesperación en aquel acto, como si Isis hubiera estado esperando ese momento desde hacía mucho tiempo. Entonces su lengua exploró la boca de su amado con un ansia que hablaba de la pasión contenida que la consumía. Sejemjet al punto se contagió de ella, y sus cuerpos se convirtieron en un amasijo de frenéticas caricias. Todo el misticismo que abrigaban sus corazones saltó en mil pedazos ante el poder del deseo desmedido que se había apoderado de ellos. Se escucharon los primeros gemidos, y el roce de los dos cuerpos que ya pugnaban por convertirse en uno solo. Con manos temblorosas se despojaron de sus ropas y los dos enamorados quedaron desnudos, el uno frente al otro, dispuestos a ofrecerse por completo.

Ya no había imágenes del pasado que retrajeran sus sentidos. Sejemjet estaba libre de ellas pues Nefertiry lo liberaba por fin, quizá porque daba su beneplácito a la unión con aquella mujer de la que él se había enamorado. Se encontraba tan enardecido que Isis se sorprendió al ver la tremenda erección que ofrecía su miembro. Ella se regocijó íntimamente y empujó con suavidad a su amado hasta tumbarlo en el suelo. Sejemjet la vio sentarse sobre él, y cómo sus enhiestos pechos se alzaban desafiantes; le parecieron dos pirámides coronadas por oscuros piramidones que enseguida tomó entre sus manos. Ella ahogó un grito de placer, y al punto se apoderó de su miembro. Parecía a punto de explotar, y a través de sus gruesas venas lo notó latir. Era el lenguaje del deseo el que le transmitía, y ella lo introdujo con habilidad hasta que quedó oculto por completo, muy dentro de sí. Isis comenzó a moverse con la cadencia propia del que desea que aquello no acabe nunca, muy despacio, como si aquel acto formara parte de una liturgia ancestral.

Al verla moverse así, en aquella posición, a Sejemjet se le antojó que la mujer que lo tomaba se había transformado en una diosa; una diosa que llevaba su mismo nombre y que rememoraba en aquella hora los misterios de la resurrección del propio Osiris. Él recordaba aquellas imágenes que había visto dibujadas en los viejos papiros que Hor le mostrara un día, y no tuvo duda de que su amada se había transformado en una suerte de maga que lo devolvía a la vida. Igual que la diosa Isis una vez se sentara sobre el cuerpo inerte de su esposo para resucitarlo convertida en un milano, su joven amante lo invitaba a seguirla en ese nuevo camino que debían emprender juntas sus almas para toda la eternidad; siempre unidos a pesar de las traiciones, como Isis y Osiris.

Ella se contoneaba sobre él con un rictus de satisfacción en su rostro. Gimoteaba lastimeramente, y él notaba su
kat
inundado por los goces que él le proporcionaba. Asido a sus caderas con ambas manos, advirtió que ella aumentaba el ritmo de sus movimientos en tanto sus lamentos se hacían más desesperados. Ahora Isis cabalgaba como llevada por el viento de la locura que la poseía. Sejemjet le daba un gran placer, y ella no podía parar en su alocada carrera. La joven sintió cómo el miembro de su amado se contraía para volver a expandirse, y adivinó que pronto se desbordaría. Entonces se inclinó hacia él para susurrarle lo mucho que lo quería, mordisqueándole la oreja. Sejemjet pareció volverse loco, pues cogió aquellas nalgas con firmeza y comenzó a moverse con el ímpetu desmedido que guardaba su salvaje naturaleza. Isis se vio transportada al culmen del placer mientras sentía la fuerza descomunal que los dioses habían dado a aquel hombre. Era como una bestia desenfrenada a la que ya no era posible detener. Aquella bárbara naturaleza se manifestaba tempestuosamente para ofrecerse a ella. Sejemjet se le entregaba por completo, e Isis se aferró a su cuello gimoteando con desesperación. Fue en ese momento cuando él se arqueó de repente, elevándola como si fuera una pluma, para dar salida a la tormenta que se había desatado en su interior. Incontenible, como las aguas del Nilo, Sejemjet se desbordó por completo en las profundidades de su amada, sin dejar nada dentro de sí pues él ya le pertenecía.

Durante un tiempo imposible de determinar, ambos amantes permanecieron unidos en aquel abrazo del que no querían desprenderse jamás. Jadeantes, se musitaron palabras de amor y prometieron que nunca se separarían; pasara lo que pasase, sus vidas eran sólo una, y a ambos les pertenecían. Sin moverse se quedaron dormidos, acompañados por el incesante croar de las ranas que los llenaba de paz. Heket, la que hace respirar, la diosa rana protectora del hogar, dirigía la orquesta para ellos; no había nada mejor que pudieran desear.

* *
*

Los acontecimientos se precipitaron antes de lo que ambos amantes pudieran imaginar. Los dioses así debían haberlo decidido de antemano, pues las primeras palabras de aquella tragedia hacía mucho que habían comenzado a escribirse.

La noche en la que los enamorados se entregaron en medio de un torbellino de pasiones no estaban solos. Alguien más fue testigo de sus actos y también de las palabras de amor que se juraron.

A los pocos días, al regreso de uno de sus habituales viajes por el país, Merymaat fue informado puntualmente de lo ocurrido, y fue tal el acceso de cólera que le dio que como de costumbre la emprendió a patadas con todo lo que encontró a su paso, incluido el hombre que él mismo había designado para que vigilara a su esposa. A ésta, semejante ira la pilló desprevenida, y cuando vio a su marido entrar en el dormitorio hecho una furia, apenas tuvo tiempo de reaccionar. Merymaat le lanzó tal puñetazo que Isis cayó al suelo como si fuera un fardo de lino. Luego el escriba la pateó mientras la insultaba de la peor manera.

Los criados no se atrevieron a intervenir por miedo a las represalias aunque a la postre uno de ellos acabara por interceder.

—Noble señor, sujétate, la vas a matar —dijo temeroso.

—Eso es lo que quiero —rugía el escriba—, matarla.

—Parece que no respira, apiádate de ella. Recuerda que eres un gran señor —continuó el criado.

—Y ella una perra que no merece estar en esta casa —bramó Merymaat—. Ha sido sorprendida en adulterio, y la ley me ampara —señaló como para sí en tanto le propinaba otra patada—. ¡Echadla a los perros! —gritó enfurecido—. No quiero volver a verla.

Los criados se miraron unos a otros aterrorizados.

—Pero noble señor, piensa en qué dirá la gente cuando se entere. Será un gran escándalo —intervino su mayordomo—. Sé juicioso y haz las cosas de otra manera que te convenga más.

Merymaat lo miró furibundo, pero al punto pareció considerar aquellas palabras. Si había algo a lo que el escriba temía, era al escándalo público, por lo que dio un gruñido y salió de la habitación como si Set se hubiera apoderado de su alma; acto seguido propinó un par de patadas a un pobre sirviente que se encontró, y luego desapareció en sus aposentos. El mayordomo tenía razón, debía pensar qué era más conveniente para él.

En la casa hubo una gran aflicción. Muchos estaban abatidos por lo que había ocurrido, pues Isis era muy apreciada por la servidumbre. El mayordomo hizo llamar a un médico, que se estremeció al ver el estado de la paciente.

—No parece que tenga nada roto, pero no hay duda de que la han apaleado —dijo mientras la auscultaba—. Lo mejor es que tome una infusión de pétalos de amapola para que le calme el dolor, pues no hay narcótico más potente en Kemet. Para la herida del pómulo habrá que aplicar una cataplasma de aceite de moringa, pulpa de algarrobo y miel. Yo mismo se la prepararé —señaló en tanto trataba de reanimar a la joven.

A pesar de los buenos cuidados del
sunu
, aquella noche Isis apenas pudo conciliar el sueño. Le dolía todo el cuerpo, como si una de aquellas enormes piedras utilizadas para erigir los templos la hubiera aplastado. Pero lo que más le dolía no eran los golpes propinados por su marido, sino los que su alma había recibido. Ella misma podía darse cuenta ahora de que la luz que había comenzado a iluminar su camino se apagaba sin remisión. En su duermevela pensó en Sejemjet, y lloró por él.

A la mañana siguiente Merymaat fue a ver al
sehedy sesh
del Cuartel General de Tebas. Nehesy, que así se llamaba el escriba, era amigo suyo desde que ambos estudiaran en la Casa de la Vida. Ahora él detentaba el cargo de inspector superior de los escribas militares, un puesto de gran importancia que le proporcionaba un considerable poder.

—Lo que me pides no depende de mí —le dijo Nehesy al escuchar a su amigo—. Yo no puedo destinar donde me plazca al
tay srit.

—¿Cómo puede ser eso? —exclamó Merymaat abriendo sus ojos con incredulidad—. Tú eres la autoridad en tales casos.

—No siempre, querido amigo. Sejemjet no es un soldado corriente. Fue destinado aquí por orden del general Thutiy, y no puedo mandarle a otro emplazamiento sin saber qué es lo que hay detrás de la orden firmada por el general. Aquí las cosas son tan complicadas como en los templos. Seguro que me entiendes. —Merymaat se acarició la barbilla pensativo—. Supongo que tienes buenas razones para emprender los pasos que me pides —apuntó Nehesy.

—De otra forma no estaría aquí. Ya sabes que siempre suelo atender como corresponde a los favores que me piden los viejos amigos.

Nehesy asintió con expresión ladina.

—Veré lo que puedo hacer —dijo pensativo—. Puedo sugerir que sería conveniente contar con sus servicios en otro lugar, aunque...

—En el Sinaí me parecería bien.

—Je, je. Pero para que la orden sea tramitada lo antes posible no estaría de más que visitaras a tu primo. Si el visir diera su visto bueno, todo se agilizaría.

—Ya veo. En fin, haré lo que me sugieres —dijo Merymaat, dando por terminada la conversación.

—Una última cosa —señaló Nehesy antes de despedirse de su amigo—. Ese tal Sejemjet es un hombre peligroso.

Merymaat sintió un repentino escalofrío, pero no dijo nada. Luego se marchó.

El escriba anduvo pensativo todo el día. Él no era un hombre de armas, ni debía intentar serlo. De nada valía golpear a su mujer o montar escándalos delante del servicio. Sabía que había cometido un error al casarse con Isis y que no podía estar el resto de su vida enmascarando una relación que nunca había existido. Mas le sulfuraba la idea de que se hicieran comentarios a costa de ello. Si se divorciaba de su mujer, enseguida saldrían a relucir sus viejos problemas, y las bromas y chistes nunca terminarían. Además, cabía la posibilidad de que su esposa desvelara parte de sus vergüenzas, y él jamás alimentaría tales rumores. Sólo había un camino para librarse de los problemas que lo amenazaban: tenía que desembarazarse de Isis. Su mujer debía reunirse con Osiris lo antes posible, y pensó que aparecer flotando sobre las aguas del Nilo sería un buen final para ella. A su amante le reservaría el epílogo que se merecía. Lejos de Egipto un día, tarde o temprano, alguien se encargaría de él y el asunto quedaría convenientemente cerrado.

Merymaat suspiró resignado. Éste era el precio que debía pagar por su ceguera al casarse con una mujer que no pertenecía a su estrato social. Este tipo de uniones no solía proporcionar más que problemas. Ahora debía ir a visitar a su primo.

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