Al cruzar su mirada con la del soldado percibió en sus ojos un brillo más propio de la víctima que del verdugo, pero él poco podía hacer, si acaso darle un par de palmaditas, pues aquel joven estaba destinado a sufrir. Las cosas eran como eran cuando los dioses así lo decidían, e intentar cambiarlas no suponía sino una pérdida de tiempo. Él lo sabía bien. El general suspiró para sí con cierta melancolía. Sentía simpatía por Sejemjet, y también admiración ante la fuerza que atesoraba. Sin embargo, aquella fuerza se encontraba lejana a su control, y un poder sin control llevaba indefectiblemente a la desgracia. El joven tenía un problema consigo mismo que era imposible solucionar, y pensar en ello le produjo cierta tristeza. Aquel hombre siempre estaría solo.
No obstante, cuando el señor de Egipto terminó de mostrar su interés públicamente por su ayudante de campo, se aproximó a Sejemjet para felicitarlo, aunque fuera durante unos breves instantes.
—Hacía mucho que no disfrutaba de un combate así —señaló con voz pausada—. Eres un gran luchador, Sejemjet, y muy grato a mis ojos, pero te recomiendo que no hagas caso de las exageraciones de nuestro querido general; sin duda se deja llevar por el entusiasmo.
—El Toro Poderoso siempre tan sabio en sus juicios —se apresuró a contestar Djehuty—. Mas ya conoces a este pobre viejo, siempre tan locuaz, al que favoreces con tu benevolencia.
Tutmosis miró a ambos hombres de manera enigmática, como acostumbraba a hacer a menudo, y Sejemjet volvió a percibir en su mirada aquel brillo metálico de felino emboscado en una piel de hombre; en ese momento se sintió desarmado, indefenso ante el verdadero poder. El rey dibujó en su rostro un leve gesto que al soldado le pareció de complacencia.
—Disfrutad de vuestra victoria, nobles guerreros, hoy es día de celebraciones.
Después dio media vuelta y se acercó a un grupo de notables donde departió en un aparte con Menjeperreseneb, el primer profeta del dios Amón.
Por unos segundos Djehuty se quedó pensativo, considerando una vez más todo lo ocurrido; pero el príncipe heredero Amenemhat se aproximaba ya a ellos, mostrando la mejor de sus sonrisas, para demandar la atención del vencedor y también su persona.
—¡Gloria a Montu redivivo! —exclamó mientras se les acercaba—. ¿O acaso eres el mismo Set?
—Noble príncipe —se apresuraron a decir el general y su soldado.
—Te felicito, Sejemjet, tienes bien ganado tu nombre.
Éste hizo un gesto de agradecimiento sin ocultar su turbación. Entre los importantes cargos que desempeñaba Amenemhat, estaba el de superintendente del Ganado de Egipto. Tenía diecinueve años y era jefe de uno de los escuadrones de carros del ejército; como a todos los príncipes de la época, le entusiasmaban los caballos.
—Mi madre y mis hermanas han disfrutado mucho con tu pelea. Quieren conocerte —apuntó el príncipe, haciendo un ademán con su mano.
Sejemjet miró hacia donde señalaba Amenemhat, y vio a unas damas que lo observaban con atención; sin saber por qué, sintió un escalofrío.
* * *
Cuando Sejemjet se postró ante la reina, ésta difícilmente podía disimular su desazón. Su pecho subía y bajaba al compás de su desasosiego, tratando de comprender qué suerte de hechizo se obraba allí. Durante unos instantes que le parecieron eternos, intentó sobreponerse al sofoco aunque permaneciera en silencio, ya que no estaba segura de sus palabras. El rostro de aquel guerrero rescató emociones que se encontraban perdidas en su corazón hacía mucho tiempo, y que ella pensaba que habían sido enterradas para siempre. Mas ahora revivían como por ensalmo; alguien desde el Amenti había ordenado que aquel hombre regresara, o quizá los demonios que guardaban las puertas del Mundo Inferior no habían permitido que las atravesara para llegar a la otra vida. «El Rechazador de Rebeldes, terrible vigilante de la séptima puerta, debió de prohibirle el paso —se dijo para sí la reina—. Sí, eso pudo ocurrir.»
Pero enseguida Sitiah regresó de sus entelequias para poner juicio en su corazón. Las supersticiones del Más Allá no tenían cabida en la sala donde se hallaban, y el hombre que tenía enfrente postrado ante ella era ajeno a cualquier superchería. Cuando logró recomponer su ánimo, su rostro, bien entrenado para soportar las sorpresas, exhibía ya la expresión de una máscara.
—¡Álzate, soldado! —ordenó como con desgana—. Veo que tienes bien merecida tu fama.
Éste obedeció, y otra vez se mostró turbado. Al mirar a Sitiah se dio cuenta de que ésta lo observaba inquisitivamente.
—¿Va a revelarnos nuestro guerrero su nombre? —preguntó la reina, que ya volvía a ser dueña de sus emociones.
—Se llama Sejemjet, madre —se apresuró a decir Amenemhat—. En el ejército ya todos lo conocen y...
—Ya sé que le llaman así —le cortó la reina, alzando levemente una de sus manos—, pero ése no es un nombre corriente, y yo me inclinaría a pensar que más parece un apodo. ¿Me equivoco?
—No, mi reina —respondió el joven, recuperando su aplomo—, pero es el único que conozco, pues siempre me llamaron así.
Sitiah enarcó una de sus cejas.
—Un gusto extraño el de tu madre al no darte un nombre y preferir para ti un apodo —dijo, dando voz a la costumbre de que fuera la madre quien eligiera el nombre de los hijos y el padre el de las hijas.
El joven se encogió inconscientemente de hombros.
—Nunca he tenido más nombre que ése, señora —señaló el soldado con cierta incomodidad.
—Sea como fuere eligieron uno ampuloso. Dinos al menos tu edad —inquirió la reina, invitándole a continuar.
—Con mi edad ocurre como con mi nombre; ambos se encuentran perdidos desde el principio.
—He aquí a un hombre sin identidad al que el tiempo nunca doblegará —dijo Sitiah haciendo un gesto divertido a sus hijos.
Éstos rieron la gracia, y Sejemjet mostró por un momento la habitual dureza de su mirada. La reina la captó al instante y volvió a sobrecogerse, pues en ella había arrogancia, algo que recordaba muy bien.
—Yo creo que tiene la misma edad que Amenemhat —dijo de repente Nefertiry con su voz cantarina, que modulaba como nadie.
Sejemjet la miró unos instantes con curiosidad para observar aquella barbilla altiva que le hacía frente, mas luego volvió su rostro hacia la reina.
—No he pretendido ser descortés —apuntó el joven—. La familia que me recogió murió durante la gran peste. Sejmet se los llevó a todos, y mi edad sólo puede ser aproximada.
—Eso ocurrió hace doce años —musitó la reina, como pensando en voz alta.
—En aquella época yo llevaba cerca de cinco años junto a ellos, aunque no los recuerde. La imagen de la mujer que me recogió siempre será un misterio.
—Al menos sabemos que tienes unos diecisiete años, y que te haces llamar como un gran dios que gobernó esta tierra hace miles de
hentis
—apostilló la reina pensativa—. Y también que te recogieron de alguna parte.
—Del río —precisó Sejemjet—. Me hallaron entre unos cañaverales en las afueras de Tebas, río abajo.
Sitiah creyó que el corazón se le salía del pecho, y notó sus manos impregnadas de un sudor pegajoso, como el que dejaba la fiebre cuando enfermaba.
—El río trae la vida y también la desventura —dijo la reina como para sí—. Así es como ha ocurrido siempre.
—De dondequiera que fuera que viniese, Hapy me trajo a la vida. El río es el lugar donde nací —señaló el joven con serenidad—. Lo demás no importa.
Sitiah hizo un gesto afirmativo sin pensar, pues todo aquel asunto la turbaba sobremanera.
—¿Te ocurre algo, madre? —preguntó Amenemhat, sorprendido.
La reina levantó su rostro y los miró a todos, como si regresara de algún sueño.
—Nada en absoluto, querido. Por un momento me vino el recuerdo de... Bueno, no tiene importancia.
—A mí, Sejemjet me parece un nombre tan bueno como cualquier otro —señaló el príncipe, al que poco importaban los detalles sobre los que se había interesado su augusta madre—. Con guerreros como él, Kemet será soberana sobre las tierras de Oriente. Estoy convencido de que es un regalo de Montu para que el Horus viviente aplaste a sus enemigos.
—Sea como tú dices —apuntó Sitiah, adoptando de nuevo su expresión habitual—. Espero que sirvas bien al dios y también a la Tierra Negra, Sejemjet. Ahora póstrate a mis pies antes de marcharte.
Tal y como le pedían, Sejemjet se arrodilló ante la reina, y ésta pudo explayarse a sus anchas observando la espalda del guerrero. Allí estaba el lunar misterioso que ya le llamara la atención con anterioridad, junto a su hombro derecho, nítido como nunca imaginara que pudiera existir. Ya no le cabía ninguna duda, pues era imposible tanta casualidad.
Las brumas del pasado corrían sus cortinajes para revelar lo peor del alma humana. La desgracia y la maldición de los dioses se hacían otra vez corpóreas, como los heraldos de un sufrimiento que se resistía a morir olvidado. La reina volvió a notar aquella desazón que ahora le devoraba las entrañas, y cuando Sejemjet se levantó y sus miradas volvieron a cruzarse, Sitiah sintió su poder; una fuerza terrible que la empujaba a los brazos de sus peores fantasmas.
Para Sejemjet deambular por palacio, aunque fuera el del dios, no suponía ningún hecho relevante. Los nobles muros cuyas piedras lucían orgullosas los multicolores bajorrelieves repletos de gestas y misteriosos conjuros nada significaban para él, si acaso vagas reproducciones de una realidad que iba mucho más allá, como bien sabía. Poco tenían que ver los combates grabados en aquellas paredes con los que él había presenciado, si no fuese porque reconocía en ellos el poder del dios y la miseria de los vencidos. No pudo reprimir un gesto sarcástico cuando observó el suelo de alguna de las cámaras de la residencia real. En él se representaban los rostros de los tradicionales enemigos de Egipto: sirios, mitannios, libios, beduinos, kushitas... Sus caras estaban allí para que fueran pisadas; sojuzgadas una y otra vez, como correspondía a la escoria incivilizada por la que eran tenidos.
Al salir a los hermosos jardines, la impresión de que se encontraba fuera de lugar se acentuó aún más. El marco no podía ser más atractivo, pues en él abundaban las plantas autóctonas y también las importadas; sin embargo, Sejemjet apenas reparó en cuanto le rodeaba; su espíritu nunca sería capaz de solazarse en un sitio como aquél. El griterío producido por los cientos de voces de los invitados creaba una atmósfera pesada que planeaba sobre el lugar, saturándolo de rumores y también de las habituales intrigas propias del cortesano. Era el escenario perfecto para medir las ocultas intenciones de cada cual, así como para llegar a acuerdos y cerrar alianzas.
Lógicamente, Sejemjet no tenía aspiraciones políticas, ni pensaba en alianzas de ningún tipo. Su vida era sencilla, pues no era sino un simple soldado acostumbrado a una existencia que nada tenía que ver con aquel ambiente. De hecho, él era el único soldado de baja graduación que había sido invitado a palacio. En los fastuosos jardines abundaban los corrillos de altos oficiales que departían amigablemente a la vez que se felicitaban por el favorable sino que parecía presentarles el futuro. Sejemjet reconoció al general Thutiy, y también a Tjanuny, un jovencísimo escriba elevado al rango de comandante que era el encargado de recoger los anales de todas las campañas que había realizado Tutmosis III. Al pasar junto a ellos advirtió que Mehu se había unido a su grupo, y también que éste hacía ostensibles muestras de querer ignorar su presencia. El joven pasó de largo y deambuló entre los demás invitados sin saber muy bien qué hacer. Al menos la comida era excelente. Nunca en su vida había tenido ocasión de comer tales manjares, aunque Sejemjet fuera un hombre poco dado a los placeres de la mesa. Más ¿quién podía resistirse a semejante festín? ¡Hasta había carne de buey!, que el joven no había probado jamás pues su precio resultaba prohibitivo para la mayoría de la gente.
Al pensar en las gachas llenas de gorgojos y en el agua casi putrefacta que se veía obligado a consumir prácticamente a diario, a Sejemjet se le ocurrió que aquella velada sí significaba en verdad una recompensa; algo digno de contar a sus compañeros de armas cuando se sentaran alrededor de los braseros con los que se calentaban en las frías noches de acampada. ¡Nada menos que carne de buey! ¡Y pichones rellenos! Cuando se lo dijera no le creerían.
Alguien lo saludó, y reconoció al príncipe Amenemhat, que le sonreía, a la vez que le hacía gestos para que se acercara.
—¡Este hombre es un enigma, creedme señores! —exclamó el príncipe sin ocultar su euforia—. Me tiene fascinado.
Junto a Amenemhat se hallaban varias personas a las que él no conocía, pero que saltaba a la vista eran de elevado rango. El joven les presentó, y al saber sus nombres Sejemjet se sintió otra vez cohibido, pues uno de ellos era el visir Useramón, que se hallaba acompañado por su sobrino Rajmire, y el otro era Sennefer, un político cuya ascensión resultaba imparable y que con el tiempo llegaría a ser alcalde de Tebas.
—Aprovecha la suerte, muchacho —le dijo este último con mirada condescendiente—, porque no suele durar mucho.
—Este hombre no parece necesitarla —intervino el príncipe, al que la fiesta había terminado por alegrarle más de la cuenta.
—Entonces no conocí nunca a nadie con mayor ventura —contestó el visir.
Todos rieron el comentario, y Sejemjet se sonrojó.
—Sin duda mi príncipe es generoso con sus palabras —dijo—. Pero os aseguro que tengo tan mala suerte como la mayoría.
Ahora Sennefer soltó una carcajada.
—No hay nada como la sensatez para acabar felizmente nuestros días —aseveró en tanto cogía un poco de pan tostado sobre el que se había extendido una pasta—. Es lo que digo yo; si te presentas ante Osiris con el alma libre de complicaciones, eso que llevas ganado. ¡Mmm! —exclamó tras llevarse la tostada a la boca—, no hay nada en este mundo que pueda compararse a esto, salvo mi joven esposa, claro.
Aquel comentario fue muy aplaudido, y los presentes lo encontraron gracioso.
—Deberías probarlo, noble remedo del divino Montu, es una exquisitez —señaló mientras masticaba a dos carrillos. Sejemjet levantó una mano, con lo que daba a entender que estaba satisfecho—. Te advierto que no probarás nada igual. Son huevas de mújol prensadas y mezcladas con aceite de oliva. El cocinero del dios las prepara de forma insuperable, y qué mejor lugar que su palacio para degustarlas.