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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (20 page)

BOOK: El hereje
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Dionisio Manrique, que durante diez años había llevado el almacén de la Judería bajo la supervisión de don Ignacio, recibió con alivio la reincorporación de Cipriano al trabajo. Aquel edificio, desnudo y vacío la mayor parte del año, sin otra presencia que la del mudo Federico, se le hacía odioso e insoportable. De ahí que Manrique recibiera como un don del cielo la llegada de don Cipriano, cuya primera acción en la Judería fue revisar la correspondencia con los Maluenda, en principio la de don Néstor, el famoso comerciante, y la de Gonzalo, su hijo, después. Cipriano pensó que tal vez su primer paso en el comercio debería ser ponerse en contacto con Burgos, conocer al nuevo mandatario y tratar de mejorar las condiciones de su contrato con él, habida cuenta que le proporcionaba setecientos mil vellones de la vieja Castilla cada año. Le agradaba cabalgar y cualquier excusa le parecía razonable para montar a
Relámpago
, por lo que a comienzos de octubre franqueó el Puente Mayor, atravesó Cohorcos y Dueñas en la mañana, y dos días más tarde encontraba a Gonzalo Maluenda en sus instalaciones de Las Huelgas.

Gonzalo Maluenda le recibió alegremente. Hablaba sin parar, con pretensiones de hombre ingenioso, le propinaba golpecitos en el hombro y, con frecuencia, hacía referencia a su padre don Néstor:

—Él le regaló a su padre la primera silla de parir que entró en España. La madre de vuesa merced fue la primera en utilizarla.

—A... así fue —admitió Cipriano—. Las cosas no iban bien y el doctor Almenara, la eminencia de la época, hubo de echar mano de ella.

Gonzalo Maluenda rompió a reír y le golpeó el hombro repetidamente.

—De modo que es usted el primer español hijo de la silla.

A Cipriano no le agradaba el joven Maluenda. Le mortificaban sus reticencias, las salidas de tono que él juzgaba divertidas, sus golpecitos en el hombro:

—En rigor yo soy hijo de mi madre —puntualizó—. La silla flamenca no hizo otra cosa que ayudarla a traerme al mundo.

Al ver el poco éxito de su ocurrencia, Gonzalo Maluenda olvidó sus frivolidades. Hombre inseguro, sin personalidad definida, Cipriano no lo consideró la persona adecuada para dirigir el comercio de la lana con Flandes. Se le antojaba el típico miembro de esas terceras generaciones de negociantes que, en poco tiempo, terminan deshaciendo la fortuna que sus abuelos amasaron con tanto esfuerzo. No le sorprendió que Gonzalo Maluenda volviera a reír a destiempo cuando le informó del apresamiento de dos barcos de la flotilla por los corsarios, como si fuese una anécdota divertida.

—Se salieron de la formación —dijo—. No navegaban en conserva.

—P... pero estarían asegurados.

—Lo estaban, pero al salirse de la conserva el reasegurador se ha llamado a andana. Es natural. Cada uno defiende lo suyo.

Cipriano Salcedo inició el regreso a Valladolid muy decaído.El nuevo patrón burgalés no estaba a la altura de las circunstancias. Le había parecido un chiquilicuatro y el apresamiento de dos veleros una advertencia a tener en cuenta en lo sucesivo. Salcedo era consciente de que los errores de Gonzalo Maluenda le arrastrarían a él inevitablemente. Enlazó esta reflexión con la determinación de visitar Segovia, la ciudad pañera de Castilla la Vieja. Cuando la conoció meses atrás, le había sorprendido por su actividad y, a pesar de que Minervina ocupaba entonces todos sus pensamientos, no le pasó inadvertido que Segovia era una pequeña ciudad textil que se desarrollaba a costa de sus propios recursos. Sabía transformar sus materias primas de manera que el dinero siempre quedara en casa. ¿Por qué Valladolid no intentaba una empresa semejante? ¿Por qué la villa no transformaba los setecientos mil vellones que anualmente exportaba a Flandes como hacían los industriales segovianos? ¿No podría ser él, Cipriano Salcedo, el llamado a conseguirlo? El viento en el rostro, acentuado por el trote largo de
Relámpago
, estimulaba su imaginación. Corte de España, resignada a su condición de villa de servicios, pensó, Valladolid era una ciudad dormida, donde la suprema aspiración del pobre era comer la sopa boba y la del rico vivir de las rentas. Allí nadie se movía.

De sus reflexiones dio cuenta a Dionisio Manrique a su llegada. Gonzalo Maluenda no le había gustado. Era un chisgarabís que consideraba divertido el apresamiento de dos navios por los piratas. Había que andarse con tiento. Un patinazo de Maluenda afectaría seriamente al comercio castellano de la lana. ¿Por qué no intentar en Valladolid lo que Segovia ya estaba haciendo? Los ojos de Dionisio Manrique se redondearon de codicia. Estaba de acuerdo. La era de los Maluenda era evidente que había pasado. Don Gonzalo era perezoso y jugador, malos vicios para un comerciante. Había que pensar en una nueva orientación del comercio de los vellones: reforzar las flotillas o, quizá, ensayar su transporte por tierras de Navarra. A Cipriano Salcedo le estimuló verse secundado por Manrique. Acordaron pensar en ello y, entretanto, Cipriano decidió visitar Pedrosa: aspiraba a lustrar su apellido. El título de doctor en Leyes poco significaba si no le acompañaba un privilegio de hidalguía. Acceder a la aristocracia por la base sería una astuta jugada para adornar su carrera y reforzar su prestigio personal.

Cipriano conocía ya a Martín Martín, hijo de Benjamín Martín, el nuevo rentero, a Teresa, su mujer, y a sus ocho hijos, pequeños y ligeros como ratas. Su tío Ignacio le había acompañado en un viaje anterior. La casa, desnuda y pobre, sin pavimento, le había llamado la atención. Y, por contraste, el dosel de guardamecíes que adornaba el amplio lecho matrimonial.

—Es la única herencia que recibí de mi pobre padre que gloria haya —dijo Martín Martín, a modo de explicación.

Don Ignacio y Cipriano habían ido a Pedrosa por el consabido camino de Arroyo, Simancas y TordesiUas, el del difunto don Bernardo, y fue en ese viaje cuando Cipriano Salcedo, amante de las aventuras, concibió la idea de desplazarse faldeando las colinas, atravesando las tierras de Geria, Ciguñuela, Simancas, Villavieja y Villalar. No existía camino definido allí pero
Relámpago
lo trazaba ahora, en su segundo viaje, con su largo galope, hollando las aulagas de los bajos. Cipriano manejaba el caballo con maestría, lo dominaba, en cada cabalgada le hacía aprender una nueva habilidad. Corría el mes de junio y las parejas de perdices volaban con sus polladas, de las viñas a las cuestas, con un aleteo metálico que estremecía al caballo.

Hacía meses que Cipriano venía gestionando un privilegio de hidalguía. Martín Martín, a quien había cedido una tercera parte de los frutos de la tierra, era un adicto incondicional. Y a los más viejos del lugar les había oído hablar bien de don Bernardo, el último defensor del buey para las faenas agrícolas, y de don Aquilino Salcedo, el abuelo, que pasó en Pedrosa los últimos años del siglo. Ninguno de ellos tenía buen ni mal concepto de los patronos pero sí una vaga idea de que en la vida era preferible arrimarse a un rico que a un pobre. Por otra parte, don Domingo, el viejo párroco, conservaba en el archivo de la iglesia papeles de los Salcedo donde constaban las limosnas y donativos hechos al pueblo en ocasiones difíciles como la peste del año seis o los nublados del año noventa que no permitieron trillar y el cereal se nació en las eras. Por si fuera insuficiente, Cipriano Salcedo estaba en condiciones de acreditar la pureza de sangre hasta la séptima generación.

A poco de llegar, Salcedo cambió impresiones con Martín Martín sobre el particular. Treinta y siete vecinos, de treinta y nueve, estaban dispuestos a votar que su familia venía siendo considerada hidalga en Pedrosa desde hacía dos siglos. Don Domingo, el viejo párroco, por su parte, adjuntaría al expediente copias de los documentos del archivo parroquial, en los que constaba el generoso patrocinio del pueblo por parte de los Salcedo. Cipriano no ignoraba que su título de doctor, unido al de hidalgo, doctor— hidalgo, no sólo le redimía de contribuciones e impuestos sino que le hacía apto para formar parte de la administración y le insertaba en el escalafón de la baja aristocracia. Sabía, asimismo, que un terrateniente accedía más fácilmente a la nobleza que un hombre de negocios y que carecía de sentido la máxima de «el noble nace, no se hace», como se proponía demostrar. Martín Martín le prometió que tan pronto contara con las acreditaciones de los vecinos y las copias documentales de don Domingo se las haría llegar por un correo. Para añadir méritos al mérito, y aprovechando las nuevas ordenanzas sobre roturos de baldíos, Cipriano tomó nota de los límites de los pagos del arroyo de Villavendimio con objeto de solicitar licencia de cultivo y autorización para agregarlos a sus tierras.

Dos semanas más tarde llegó a Valladolid un correo con los papeles de Pedrosa y Cipriano se los hizo llegar a su tío, el oidor, quien, a su vez, los presentó, con una instancia respetuosa, a la Sala de Hidalguía de la Cnancillería. Pocos meses después don Cipriano había obtenido el título de doctor—hidalgo y había sido redimido de contribuciones. Un correo urgente a Pedrosa comunicó a don Domingo y a Martín Martín la buena nueva, al tiempo que encarecía al rentero que para el 3 de julio tuvieran sacrificados una docena de corderitos y dispuestos dos toneles de vino de Rueda para celebrar el nombramiento, fiesta de la que únicamente quedarían excluidos Victorino Cleofás y Eleuterio Llórente, los dos labriegos que, lejos de considerar a los Salcedo unos seres magnánimos y desinteresados, los juzgaban unos explotadores. La merienda se celebró en el corral de la casa al anochecer y, según cuentan las viejas crónicas, ni la villa de Toro, de la que Pedrosa dependía, conoció en sus mejores años un fasto semejante, tan alegre y desquiciado, en el que participaron hasta los perros y animales de labor. La burra de Tomás Galván,
la Torera
, bebió una herrada de vino de Rueda y pasó la noche rebuznando y coceando por las calles del pueblo, hasta que de madrugada se murió.

Asentada su vida adulta, alcanzado el título de hidalgo y ordenadas las cosas en Pedrosa, Cipriano Salcedo puso sus cinco sentidos en el comercio con Burgos. Y, aunque don Gonzalo Maluenda no le gustaba, o precisamente por eso, decidió acompañar personalmente a la expedición de otoño, como había hecho su padre, don Bernardo, unos meses después de nacer él.

Durante varios días, las cinco grandes plataformas de ruedas de hierro fueron cargadas en el almacén, en tanto las cuarenta muías de tiro de Argimiro Rodicio eran preparadas para el evento. Docenas de temporeros se afanaban en el patio y, llegado el día de la partida, Cipriano Salcedo se puso al frente de la expedición, por el polvoriento camino de Santander. En esos momentos, después de haber tomado las precauciones pertinentes, Salcedo se sentía importante y feliz. Advertido de que el bandolero Diego Bernal merodeaba por la zona, iba armado, como lo iban los carreteros, mientras piquetes de la Santa Hermandad, advertidos por correo urgente, vigilaban el itinerario.

El camino, con relejes y profundos baches, no facilitaba el viaje, pero aquella caravana de cinco grandes carros, arrastrados por ocho muías cada uno, era un espectáculo del que gozaban, apostados en las cunetas, los arrieros y peatones con los que se cruzaban en la carrera. Cipriano precedía a la larga caravana sin dejar de otear el horizonte, temeroso de que aparecieran por los cerros los facinerosos de Diego Bernal, único salteador conocido en ambas Castillas. Las carretas formaban una austera procesión, sujeta a distintos cambios de marcha y a un plan preconcebido: recorrer seis leguas diarias de camino, de manera que el viaje, con los altos consabidos en las Casas de Postas de Dueñas y Quintana del Puente y las ventas del Moral y Villamanco, demorase alrededor de cuatro días.

Una vez en Burgos, procedía la descarga, más enredosa aún que la carga, aunque Maluenda, oportunamente avisado, echaba mano de temporeros experimentados que abreviaban la operación. Exoneradas de su peso, las carretas realizaron el viaje de regreso en tres días y medio y, tan pronto llegaron a la Judería, don Cipriano Salcedo recogió las armas, las devolvió a la Santa Hermandad y, consciente del deber cumplido, retornó a la rutina diaria.

Aquel gran almacén de la vieja Judería, que la víspera se presentaba atestado de vellones y ahora se ofrecía pavorosamente vacío, se iría llenando poco a poco a lo largo de los meses venideros y, llegado el mes de julio, se organizaría una nueva caravana con idéntico destino. Cipriano Salcedo, de ordinario precavido y pusilánime, se crecía ante estas grandes operaciones. Almacenar setecientos mil vellones y transportarlos a Burgos en dos expediciones anuales se le antojaba una proeza propia de grandes hombres, de forma que cuando, sentado a la mesa, Crisanta la doncella le servía su primer almuerzo después del viaje, no hizo por ocultar sus manitas peludas que ahora veía fuertes y masculinas muy adecuadas para afrontar tamañas empresas. Y en esos momentos se veía más próximo de don Néstor Maluenda, el gran mercader, que con sólo su talento y su coraje había hecho de Burgos un gran emporio comercial en plena juventud.

Su tío y tutor, don Ignacio, con quien solía reunirse un día entre semana, y en especial doña Gabriela, su esposa, veían con buenos ojos la idolatría de su pupilo hacia don Néstor. Para doña Gabriela nada más admirable que un mercader poderoso, siquiera su esposo puntualizara que doña Gabriela admiraba a los grandes comerciantes antes por sus ingresos que por su relieve social. Pero su culto hacia el abuelo Maluenda, al que no llegó a conocer, no atenuaba sino que acrecía su desprecio hacia su hijo Gonzalo. Secundar a este chiquilicuatro, pretendidamente ingenioso, no satisfacía sus anhelos de ascenso profesional. Por otra parte, recibir una mercancía con la mano izquierda y entregarla a un tercero con la derecha mediante un estipendio, llegó a parecerle una actividad innoble. Cipriano, antes que al comerciante enriquecido por su tesón y su esfuerzo, admiraba al que merced a su ingenio introducía una innovación en el producto, de tal manera que, sin saber por qué ni por qué no, venía de pronto a modificar la voluntad de compra de los clientes. Esta voluntad innovadora le condujo, paso a paso, a un mejor conocimiento de sí mismo, a intuir su iniciativa creadora y las razones de su personal insatisfacción. Y su afán por descubrir nuevos caminos aumentó unos meses después, cuando otros dos barcos de la flotilla de Flandes fueron desmantelados por los corsarios y un tercero hubo de refugiarse en el puerto de Pasajes con avería gruesa. De acuerdo con estas noticias, los riesgos de la flotilla aumentaban cada año y los fletes y los seguros encarecían. La alarma de los laneros se iba extendiendo, en tanto tomaba cuerpo la idea de Salcedo de asumir un nuevo rumbo. El negocio de los fletes no servía ya, por sí solo, para dar salida a las lanas castellanas por un precio remunerador. Fue en esta fase cuando, de la manera misteriosa con que se gestan estas cosas, a Cipriano Salcedo le asaltó un día la idea de ennoblecer una prenda tan popular y modesta como el zamarro. Un chaquetón apto para pastorear o atravesar el Páramo en invierno podía ser transformado, mediante tres leves retoques, en una prenda de vestir para sectores sociales más altos. El éxito, como siempre sucede en el mundo de la moda, dependía de la inspiración, del toque de gracia, en este caso romper la lisura de la espalda y las bocamangas del zamarro con unos audaces canesúes. Mediante unos canesúes estéticamente dispuestos, una prenda de abrigo propia de campesinos adquiría una indefinible gracia urbana que la hacía adecuada para damas y caballeros.

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