El guardian de Lunitari (5 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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—Tirolan Ambrodel, a su servicio —saludó el personaje, con una profunda reverencia—. Marino, cartógrafo, tallista de gemas y flautista. —Tirolan tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios, pero no llegó a besarla; sólo la rozó con la frente. Ella sonrió complacida.

El caballero se presentó a sí mismo y a Kit.

—¿Podría proporcionarnos transporte hasta Caergoth, capitán Ambrodel? —preguntó con rapidez al elfo.

—Nada más fácil, señor. El
Cresta Alta,
mi embarcación, transporta una carga variopinta de enseres personales y otros productos precisamente para ese puerto, ¿Viajarían los dos?

—Y dos caballos. Llevamos poco equipaje —explicó Kitiara.

—El precio que pediría por dos pasajeros y sus monturas sería de cinco monedas de oro... por cada uno.

Sturm se quedó con la boca abierta. Kit, sin embargo, rió con desdén.

—Le daremos cuatro piezas de oro por todo —ofreció.

—Ocho —regateó Tirolan.

—Cinco. Y pagaremos con oro de Silvanesti.

Las cejas arqueadas de Tirolan Ambrodel se unieron sobre la fina nariz.

—¿Auténtico oro de Eli?

La mujer recogió de la barra la moneda que había dejado unos momentos antes y la movió de modo que reluciera frente al rostro del marino. Con delicadeza, casi con ternura, Tirolan alargó la mano hacia la moneda elfa y la cogió; pasó las yemas de los dedos sobre la desgastada inscripción y la acarició.

—Bellísima —dijo—. ¿Sabían que esta moneda tiene más de quinientos años? Fue acuñada poco antes de que los Señores del Este se retiraran a los bosques y cortaran todos los vínculos con el resto del mundo. ¿Cuántas de estas reliquias ha malgastado a cambio de alimento y bebida?

—Tenía una docena —respondió la mujer—. Ahora sólo me quedan cinco. Suyas serán si nos transborda a Caergoth.

—¡Trato hecho!

—¿Cuándo zarpamos? —se interesó el caballero.

—Con la marea baja, al salir la luna. Cuando sus rayos plateados alumbren las aguas, levaremos anclas y ¡en marcha! —Tirolan guardó la moneda en una bolsa de ante que colgaba de su cintura—. Y ahora, si tienen la amabilidad de seguirme, los conduciré hasta el
Cresta Alta.

Sturm arrojó sobre el mostrador unas cuantas monedas, y los tres salieron de la taberna. Llevaron a
Zorro Alto
y a
Pira
por las riendas a través de las calles de Zaradene, tras los pasos de Tirolan que iba a la cabeza marcando el camino. Por dondequiera que pasaban, la gente les daba la espalda. Incluso una vieja arpía masculló un encantamiento contra la mala suerte al pasar el elfo frente a ella.

—Los nativos son muy supersticiosos —explicó Tirolan—. Hoy en día, cualquier cosa o persona procedente del exterior se considera peligrosa.

—Tienen motivos para estar asustados —comentó Sturm, y miró hacia las dunas sembradas de estacas, a las afueras del pueblo.

El pequeño puerto de Zaradene contaba con un único y decrépito muelle. Su estado era tan lamentable que Sturm abrigó serias dudas de que los carcomidos tablones aguantaran el peso de
Zorro Alto,
mas el elfo le aseguró que el embarcadero era harto seguro ya que por él pasaban a diario cargamentos mucho más pesados que un caballo.

—¿Dónde tiene atracado su barco? —preguntó Kitiara.

—Pasado el cabo, por allá.

—¿A qué se debe que lo ancle tan lejos? —interrogó sorprendido Sturm.

—Ni mi embarcación ni mi tripulación son bien recibidos en este puerto. Cuando no tenemos más remedio que hacer escala aquí, amarramos en mar abierto para evitar enfrentamientos con los nativos.

Un batel ancho, con el armazón en forma de concha, se encontraba atado al embarcadero; tumbado en la popa yacía un hombre dormido, arropado hasta las cejas con una capa andrajosa. Tirolan saltó al bote y el durmiente se despertó sobresaltado.

—¿Es suya esta barca? —le preguntó el elfo con voz alegre.

—Eh... sí, lo es.

—Entonces está de suerte, buen hombre. Puede ganarse dinero suficiente para el aguardiente de una semana.

Condujeron a los caballos hasta una pasarela; Kitiara susurró unas palabras tranquilizadoras a
Pira
y la yegua entró en el oscilante batel sin mayor problema; por el contrario,
Zorro Alto
se plantó con terquedad y rehusó moverse. Sturm se enrolló las riendas alrededor de las muñecas con la intención de arrastrar al aterrorizado animal dentro del bote.

—No, no; así no lo conseguirá —intervino Tirolan. Saltó a la estrecha regala y caminó por ella con agilidad hasta llegar al pie de la pasarela—. ¿Me permite, maese Brightblade? —Sturm le entregó las riendas con recelo; pero
Zorro Alto
empezó a calmarse en el momento en que las delgadas manos del elfo le acariciaron el cuello, en tanto le hablaba con un tono tranquilizador.

»
Con lo fuerte que eres, no me digas que te asusta un paseo en ese pequeño bote. Yo no tengo miedo. ¿Acaso valgo más que tú? ¿Es que soy más valiente? —Ante el asombro de Kitiara y Sturm,
Zorro Alto
sacudió enérgicamente la cabeza y resopló—. En ese caso —prosiguió el elfo con voz calmada y melosa—, baja aquí y ocupa tu sitio junto a tus amigos.

El corcel castaño echó a andar con pasos elegantes, entró en la barca y se colocó al lado de
Pira.
Ambos agitaron la cola con elegancia y se adaptaron al ritmo ondulante del bote.

—¿Cómo lo ha conseguido? —preguntó Kitiara.

—Tengo buena mano con los animales. —Tirolan se encogió de hombros.

Tras separarse del muelle cinglando con el remo de popa, el barquero izó la andrajosa vela latina y el batel se deslizó entre las embarcaciones de pesca; dejó atrás unos cuantos barcos mercantes anclados en el puerto y prosiguió rumbo al cabo meridional sin ningún inconveniente. El viento se calmó, y el barquero retomó el remo de popa para impulsar la barca con suaves movimientos en barrido.

Por el sur, unos oscuros nubarrones color añil grisáceo se acumulaban en el horizonte, y en el azul verdoso de las aguas se perfilaba el blanco casco del
Cresta Alta;
la forma de su estructura difería bastante de la de los otros barcos anclados en Zaradene. El perfil seguía una línea ascendente desde la proa baja y afilada hasta el alto puente de mando situado en la popa. El único mástil también estaba pintado de blanco y en su parte más alta se divisaba un estandarte verde que ondeaba agitado por la fresca brisa.

—Mi barco —dijo Tirolan con orgullo—. Es hermoso, ¿verdad?

—Hasta ahora no había visto ninguno blanco —dijo Sturm.

—Es muy bonito —comentó Kitiara; mientras dirigía al caballero una mirada significativa y le indicaba con un gesto que se acercase.

A medio camino entre una y otra nave, los dos amigos se metieron entre las monturas y aprovecharon el momento para conferenciar en secreto.

—Esto es cada vez más raro. Un capitán elfo rechazado por las gentes del lugar; una peculiar nave blanca anclada lejos del resto de las embarcaciones. Aquí hay gato encerrado. Me alegro de haberle mentido acerca de las monedas de oro que tengo —susurró la mujer.

—Estoy de acuerdo contigo. La forma en que convenció a
Zorro Alto
no fue natural. Creo que utilizó algún hechizo.

Para alguien como Sturm, profundamente imbuido en las tradiciones solámnicas, no había peor señal que el uso de la magia.

—Ten la espada a mano —advirtió Kitiara, poniéndole la mano en el hombro. Tirolan volvió la vista hacia ellos.

—¿Todo va bien? —preguntó.

—Sí, muy bien —respondió Kit—. ¡Su barco es muy grande!

En aquel momento estaban a tan sólo unos cien metros de la blanca nave y el
Cresta Alta
ocupaba todo su campo de visión. La embarcación se mecía silenciosamente sobre las olas, anclada tanto por la proa como por la popa. No se divisaba a nadie sobre la cubierta ni en las jarcias; no obstante, sobre el baluarte colgaba una escala para subir a bordo. El elfo asió un cabo y amarró el batel al
Cresta Alta.

—¡Ah del barco! ¡Vamos, queridos amigos, dejaos ver! —canturreó con una voz clara de tenor. La fantasmagórica inactividad de la nave desapareció en un momento y dio paso a un estallido de gritos y carreras de pies descalzos. Una veintena de marineros, todos ellos de facciones afiladas y barbilampiños, se desparramaron por la cubierta. De repente, Sturm se encontró agarrado por unas manos entusiastas que lo izaron a bordo; lo siguió Kitiara, llevada en volandas por cuatro marineros sonrientes. La mujer reía, y ellos la dejaron junto al caballero.

Uno de los marinos, que a pesar de su aspecto juvenil tenía el cabello blanco, se aproximó a Tirolan e inclinó la cabeza.

—¡Saludos, Kade Berun! —dijo el capitán elfo.

—¡Saludos, Tirolan Ambrodel!

—Ahí tienes dos buenos corceles para subir a bordo, Kade. Ocúpate de ellos, ¿quieres?

—¡Caballos! ¡No he vuelto a ver ninguno desde que... —Kade Berun se interrumpió con brusquedad y miró de reojo a Sturm y a Kitiara— ...desde que nos fuimos de casa —añadió unos segundos después.

Acto seguido impartió órdenes en un extraño lenguaje y la vivaz tripulación se arremolinó en la batayola por la que se asomaron para ver la barca amarrada. Todos contemplaron a
Zorro Alto
y a
Pira
con evidente admiración. El parloteo cesó.

—¡Largad un botalón! —gritó el barquero desde el batel—. ¡Los sujetaré por los arreos y así podréis izarlos!

La tripulación del
Cresta Alta
cumplió la orden y poco después ya estaban todos a bordo. Bajo la luz de un sol próximo al ocaso, los marineros apresuraron las maniobras y muy pronto el barco estaba listo para hacerse a la mar.

Se izó la vela, un voluminoso triángulo de brillante tela verde. El
Cresta Alta
se agitó, como si se desperezara, y se movió alejándose de las costas de Abanasinia. Tirolan agarró el timón y enfiló la proa de la nave hacia las agitadas olas del Estrecho de Schallsea.

Kitiara se desprendió del jubón de cuero; la brisa agitó su fina camisa de lino. Cerró los ojos al tiempo que sus dedos corrían entre los cortos rizos de pelo negro. Cuando los abrió de nuevo, observó de reojo a Sturm que se apoyaba en la batayola con expresión melancólica.

—¡Vamos, anímate! —exclamó y le palmeó con fuerza la espalda—. El viento es favorable y Tirolan parece conocer bien su oficio. Estaremos en Caergoth antes de que te des cuenta.

—Supongo que sí —respondió el caballero—. Mas no puedo evitar preocuparme. Aún era un niño la última vez que hice un viaje por estas aguas; el barco que nos transportaba estaba sometido a la magia y, durante algún tiempo, la situación se tornó peligrosa para mi madre y para mí.

—Pero lo superasteis, ¿no?

—Sí.

—¡Entonces, tranquilízate! Eres un verdadero caballero en todos los sentidos, salvo la tonta ceremonia, y te diriges a reclamar la herencia que te corresponde por derecho legítimo. Quizá no lo sepas, pero también pertenezco a una familia de Solamnia.

—¿Los Uth Matars?

Kit asintió con la cabeza.

—No he vuelto a ponerme en contacto con ellos desde que mi padre nos abandonó. En ninguno de mis viajes he pasado por las Llanuras Solámnicas. Por eso, cuando dijiste que tenías intención de ir hacia el norte, me pareció tan buen momento como otro cualquiera para realizar una exploración por allí. —La mujer arqueó una ceja—. Los Uth Matars pertenecen asimismo a la orden de los caballeros, ¿lo sabías?

—No; lo ignoraba por completo —dijo Sturm. Entonces comprendió lo poco que en realidad sabía acerca de ella.

Poco después Kit se marchó y lo dejó solo en la cubierta. El caballero se soltó de la barbilla la correa que sujetaba el casco y se lo quitó. Los cuernos de bronce estaban manchados y sin brillo; tendría que lustrarlos. Lo haría por la noche. De momento, se limitó a sujetarlo con afecto entre los brazos, apretado contra el pecho, y dejó que la brisa acariciara sus largos cabellos enmarañados.

3

La Cabeza Cortada

—¡Saludos, Capitán Tirolan! —dijo Sturm mientras parpadeaba deslumbrado por la brillante luz de la mañana.

—¡Saludos, Sturm Brightblade! Hemos alcanzado el cabo de Caer en un tiempo excelente. ¿Descansó bien?

—Lo suficiente. ¿Por qué hemos anclado tan lejos de la costa?

Kade se acercó a su capitán y le entregó una capa amplia con capucha que Tirolan se echó por encima.

—Los habitantes de esta ciudad sienten aún menos aprecio por los elfos que las gentes de Zaradene. ¡Ah! Ahí llega uno de mis hombres con una barca. Si queréis acompañarme... —invitó.

—Avisaré a Kit que nos vamos.

El caballero fue hacia la cabina y levantó el pestillo de la puerta. Al entrar al camarote, se encontró con su amiga, que ya estaba levantada y vestida. Llevaba una blusa de lino, adornada con hermosos bordados rojos y azules; el amplio escote dejaba los hombros al descubierto. También había sustituido los gruesos pantalones de montar por otros de vaporosos pliegues al estilo de Ergoth. Sturm no pudo por menos de mirarla embobado de arriba abajo.

—Ya casi estoy lista. ¿Qué aspecto tiene la ciudad? —se interesó.

Sturm tuvo que tragar saliva para recobrar el habla.

—No lo sé. Nos encontramos a una o dos millas de la costa. Al parecer, Tirolan teme la predisposición antielfa de Caergoth. Va a ir a tierra en una barca para echar un vistazo y yo lo acompaño.

—¡Estupendo! —Kit tomó el cinturón de la espada y se lo ajustó a las caderas—. También yo estoy preparada.

Entre los cuatro bajaron a los caballos con la ayuda de un aparejo de poleas. Luego Kade sujetó el cabo mientras Tirolan, Sturm y Kitiara descendían a la lancha, y cuando los tres estuvieron instalados, el segundo de a bordo soltó amarras y el capitán hundió los remos en el agua.

Hacía una mañana bochornosa, quizá la más calurosa de todo el año, y una neblina pegajosa flotaba sobre el mar. Ninguno de ellos habló en todo el rato que le llevó al elfo bogar hasta la borrosa línea de la costa.

Caergoth era un puerto de primer orden, por lo que el número de embarcaciones se incrementó conforme se acercaban al puerto. Esquifes, pinazas, queches y todo tipo de barcas de pesca navegaban de un lado a otro cargadas de peces, cangrejos y almejas; los veleros de mayor tamaño transportaban mercancías desde los grandes buques comerciales anclados en el puerto principal.

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