El guardian de Lunitari (18 page)

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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

BOOK: El guardian de Lunitari
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—¡Abandonadme aquí, mi señor! —replicó el hombre herido.

—No voy a dejaros en manos de esos carniceros —dijo el jefe.

—Por favor, señor, seguid vos. Cuando me apresen, querrán entregarme a su amo y eso os dará tiempo para escapar —razonó Hurrik. Su armadura estaba manchada de sangre que del mismo modo empapaba la escarcela de cuero.

Los dos hombres que lo transportaban lo acomodaron en el suelo con la espalda recostada en el tronco de un árbol y, tras desenvainar su espada, lo ayudaron a cerrar los agarrotados dedos alrededor de la empuñadura. Sturm percibió su faz lívida por la pérdida de sangre.

Los rastreadores se detuvieron. Un fugaz y agudo silbido se repitió a través del bosque. La presa estaba acorralada, y el silbido era la señal para aproximarse y matarla.

El líder de los perseguidos, cuyo rostro permanecía oculto para Sturm desde su posición, extrajo una larga daga de su cinturón y la puso en la mano izquierda del herido.

—Que Paladine os guarde, maese Hurrik —dijo.

—Y a vos, mi señor. ¡Apresuraos! —Los tres hombres ilesos echaron a correr tan rápido como se lo permitían sus armaduras. Hurrik levantó su espada con un esforzado gesto lleno de dolor. Una cabeza de lobo asomó entre un matojo de acebo.

—Vamos, sal de ahí —incitó Hurrik—. ¡Sal y lucha conmigo!

El rastreador no tenía intención de hacerlo. Con total frialdad encajó una flecha en el arco y disparó. La punta plana y ancha alcanzó su diana.

—¡Mi señor! —gritó Hurrik en agonía.

El líder se detuvo y se giró para mirar hacia donde su camarada yacía muerto; entonces, Sturm vio su rostro.

—¡Padre!

El grito desgarrado lo hizo regresar a Lunitari. El caballero yacía tumbado boca abajo, en medio de un revoltijo de mantas. Al incorporarse con dificultad, se encontró cara a cara con Kitiara que lo observaba con intensa atención.

—Tuve una pesadilla —se disculpó avergonzado.

—No. Estabas despierto. Te vi. Has dado manotazos al aire y gemido durante un rato. Tenías los ojos abiertos de par en par. ¿Qué era lo que vislumbrabas?

—Estaba... Estaba de nuevo en Krynn. No sé en qué lugar, pero descubrí a unos rastreadores que perseguían a unos hombres. Uno de esos hombres era mi padre...

—¿Los Rastreadores de Leereach? —Sturm asintió con un cabeceo a la pregunta de la mujer. Sudaba, aunque la temperatura era lo bastante baja como para que su aliento fuera perceptible. Por fin, se atrevió a preguntar.

—Fue real, ¿no es cierto?

—Creo que sí. Esto puede ser tu prerrogativa Sturm: visiones, percepción. Como a mí me ha concedido fuerza, Lunitari te ha dotado de esta facultad.

Él no pudo evitar un estremecimiento.

—¿Visiones de qué? ¿Del pasado? ¿Del futuro? ¿O quizá son hechos que tienen lugar ahora mismo, en lugares lejanos? ¿Cómo puedo discernirlo? ¿Cómo lo puedo saber, Kit?

—Lo ignoro. —La mujer se peinó los oscuros rizos con los dedos—. Es doloroso estar sumido en la incertidumbre, ¿no es cierto?

—¡Me volveré loco!

—No, ni mucho menos. Tu espíritu es demasiado fuerte para dejarse vencer. —Kit se puso en pie y se acercó, rodeando la agonizante hoguera, a fin de tomar asiento a su lado. Sturm colocó las mantas y se acostó. Aquellas visiones hostigantes a las que estaba sometido le resultaban enloquecedoras. Sospechaba que eran producto de la magia, e irrumpían de manera súbita para atormentarlo. Aun así, Sturm descubrió que procuraba fijar en su mente cada detalle, al revivir una y otra vez la terrible escena; quizá, las espectrales visiones le diesen alguna pista sobre la suerte corrida por su padre. Kitiara posó una mano en su pecho y percibió el latir acelerado de su corazón.

12

Se nos han perdido unos gnomos.

Tras la reparadora siesta que les sacudió de encima el sopor posterior a la comilona, los gnomos recorrieron bulliciosos el campamento; pegaban fuertes gritos y se pasaban las herramientas de unos a otros. Crisol encontró un largo vástago de madera con el que marcó un círculo en la ladera.

—Aquí será donde cavaremos —dijo.

—¿Por qué aquí? —quiso saber Carcoma.

—¿Y por qué no?

—¿No sería mejor subir a la cima y abrir un túnel vertical? —propuso Alerón.

—Si nuestro propósito fuera hacer un pozo, quizá. Pero no, si buscamos un filón de mineral —replicó Crisol.

Al cabo de un buen rato de discusiones sobre temas tan esotéricos como estratos geológicos, sedimentación y la dieta adecuada para un minero, los gnomos se dieron cuenta de que no contaban con más herramientas para cavar que un par de cucharones de madera con el mango corto.

—¿De quién son? —inquirió Argos.

—Míos —respondió Remiendos—. Uno es para las judías y el otro para las pasas —añadió.

—¿No hay en el carro una pala o un azadón?

—No —informó Bramante—. Claro que, con un poco de hierro, los fabricaríamos.

Su sugerencia provocó que Carcoma y Alerón le arrojasen una lluvia de curiosos proyectiles: calcetines sucios.

—Si no tenemos otra cosa que cucharones, emplearemos cucharones —sentenció categórico Crisol, al tiempo que entregaba los utensilios de cocina al carpintero y al piloto.

—¿Por qué nosotros? —protestó Carcoma.

—¿Y por qué no?

—¡Quisiera que dejara de repetir eso! —se quejó Alerón. Luego se arremangó hasta más arriba del codo, se arrodilló junto al círculo trazado por el metalúrgico y se puso a rascar la turba.

—¡Oh, rocas! —juró, con un suspiro de fastidio.

—Pide a Reorx que demos pronto con ellas. De lo contrario, nos pasaremos todo el día excavando —reconvino Carcoma.

Los gnomos rodearon a sus compañeros mientras éstos iniciaban la tarea con gran empeño. Extrajeron las capas superiores del rojizo terreno esponjoso y laminado sin mucha dificultad. Los dos gnomos se deshicieron del contenido de los cucharones y lo arrojaron por encima del hombro, por lo que Argos y Pluvio, que estaban a las espaldas de los dos excavadores, recibieron en pleno rostro la rociada de tierra y tuvieron que trasladarse a un punto de observación más seguro.

Crisol se agachó a recoger un puñado de la turba que Alerón acababa de extraer. No estaba seca y esponjosa, sino endurecida, granulosa y húmeda.

—¡Eh. Mirad esto! ¡Es arena!

Sturm y Kitiara examinaron la bola de arenisca formada al presionar Crisol su pequeño puño. Era una arena normal y corriente con un ligero tinte rojizo.

—¡Auch! —gruñó Carcoma—. ¡Eh, aquí hay algo! —dijo mientras lanzaba fuera del túnel un apretado terrón. El pegote rodó un trecho por la pendiente y luego se detuvo. Remiendos lo recogió.

—Parece cristal —dijo.

Argos se lo quitó de las manos.

—Es cristal. Cristal en bruto —manifestó el astrónomo.

Otros trozos de cuarzo salieron del agujero junto con arena, arena y más arena. Alerón y Carcoma habían excavado de forma que habían metido la cabeza en el túnel, y sólo sus pies resultaban visibles. Sturm les pidió que se detuvieran.

—No vale la pena —dijo—. Aquí no hay metal.

—Estoy de acuerdo con maese Sturm —intervino Crisol—. Toda la colina es un enorme montón de arena.

—¿Y de dónde viene el cristal? —preguntó Kitiara.

—De la arena, si ha sido sometida de manera conveniente a altas temperaturas por cualquier fuente de calor: un rayo, un bosque incendiado, un volcán...

—No importa —interrumpió el caballero—. Buscábamos metal y hemos encontrado cristal. La pregunta es: ¿qué hacemos ahora?

—¿Seguimos buscando? —dijo Remiendos con timidez.

—¿Y qué pasa con Tartajo y los otros? —preguntó Kitiara.

—¡Que me quede sin tornillos! —exclamó Bramante—. Me había olvidado de nuestros colegas. ¿Qué haremos?

El caballero tomó la decisión final.

—Regresamos. Amanecerá antes de que lleguemos a la nave; recolectaremos unas plantas a fin de que Tartajo, Trinos y Chispa coman. Una vez que estemos todos reunidos, iniciaremos la reparación del motor. —Miró a Kitiara circunspecto—. Para ello, vosotros, gnomos, utilizaréis el hierro que tenemos Kitiara y yo. Fundiréis nuestras espadas y armaduras para obtener las piezas necesarias. —Los gnomos acogieron sus palabras con murmullos de aprobación.

—¡No voy a permitir que mi espada y mi cota se conviertan en repuestos! ¿Con qué nos defenderíamos? ¿Con cucharones y judías? —la mujer estaba furiosa.

—Para lo único que han servido hasta el momento ha sido para cortar hierbajos —replicó Sturm—. Es nuestra única posibilidad de regresar.

—No me gusta. —La mujer cruzó los brazos.

—A mí tampoco; sin embargo, no hay otra opción. Desarmados y en casa, o armados pero aquí.

—Una alternativa poco atractiva —admitió ella.

—No es menester que lo decidamos ahora mismo. Primero hay que regresar a la nave.

Nadie se opuso a su dictamen. Los hombrecillos se aprestaron a recoger el campamento, tarea que llevaron a cabo con el mismo procedimiento jovial y desenfadado con que lo habían instalado. Una vez reconstruido el carromato, lo llenaron con su estilo habitual: tomaban una cosa y la lanzaban por el aire. Hubo momentos en los que disputaron entre sí por recoger el mismo objeto; incluso Pluvio y Carcoma acarrearon al pobre Remiendos y lo arrojaron dentro del carro. Sturm tuvo que apresurarse a sacar al pequeño gnomo para que no terminase enterrado entre los trastos.

Bajo un cielo sin nubes y cuajado de estrellas, el grupo de exploradores inició el regreso a la llanura pedregosa. Al dejar atrás la cordillera, surgió ante ellos un bello panorama. En el horizonte suroccidental, un resplandor blancoazulado iluminaba el firmamento. Después de caminar unos cientos de metros, descubrieron que el origen del fulgor era el planeta Krynn que, por primera vez desde su llegada a la luna roja, surcaba el espacio en un ángulo que lo hacía visible.

El grupo se detuvo para contemplar extasiado el gran orbe azur.

—¿Qué son esas partes que parecen lana blanca? —preguntó Kitiara.

—Nubes —le respondió Pluvio.

—¿Y el azul son océanos y lo marrón las tierras?

—Así es; exacto.

Sturm se apartó de los otros y contempló absorto su planeta natal. Kitiara quiso contemplar el orbe con el catalejo gnomo; para hacerlo se agachó a la altura de Argos y lo apoyó en su hombro. Cuando concluyó su observación, se aproximó hasta el caballero, que se erguía inmóvil.

—¿No quieres mirar? —le ofreció.

Sturm se frotó la mejilla, ahora cubierta de barba.

—No. Así lo veo bien. —La resplandeciente luz blanca de Krynn incidió sobre su anillo y relumbró. Sus ojos se clavaron en el emblema de la Orden de la Rosa de los Caballeros de Solamnia.

Inhaló humo y tosió.

¡Otra vez no! La visión le llegó sin previo aviso. Sturm procuró mantener la calma. Reflexionó sobre el hecho de que siempre ocurría algo que era el desencadenante de la vivencia perceptiva —la primera vez había sido el aire gélido; después, el roce de la piel de su capa; y ahora el reflejo de la luz en su anillo, la única reliquia original de su herencia solámnica. La sortija no era de su padre, sino de su madre, y Sturm la llevaba en el dedo meñique.

Un muro alto y oscuro surgió a sus espaldas, y él quedó al resguardo de su sombra. Era de noche. Veinte metros más allá, ardía una hoguera. Al parecer se encontraba en el patio de armas de un castillo. Dos hombres, ataviados con unas raídas capas, permanecían de pie junto a la fogata, con los hombros encorvados, mientras que un tercero yacía en el suelo, inmóvil.

Sturm se aproximó, y observó que el hombre más alto era su padre. El corazón le latió deprisa. Alargó las manos hacia Angriff Brightblade por primera vez después de trece años, pero el viejo guerrero levantó la cabeza y su mirada quedó fija en algo que estaba más allá de su hijo. «No pueden verme», pensó Sturm. «¿Habrá algún modo de hacerles notar mi presencia?»

—No deberíamos haber regresado aquí, mi señor —dijo el otro hombre—. ¡Es muy peligroso!

—El último sitio en que nos buscarían nuestros enemigos sería en mi propio castillo saqueado —replicó lord Brightblade—. Además, pondremos a Marbred a resguardo del viento. La fiebre se le ha instalado en el pecho.

¡Padre!, trató de gritar Sturm. Pero ni siquiera se escuchó a sí mismo.

Lord Brightblade, cuyo aliento se había helado en la barba y la había tornado tan blanca como la del hombre tendido en el suelo, se agachó junto al enfermo.

—¿Cómo te encuentras, viejo amigo? —preguntó.

—Listo a cumplir cualquier orden de mi señor —respondió Marbred con un jadeo. Angriff presionó con afecto el brazo de su viejo ayudante de campo, se incorporó y se volvió de espaldas al enfermo.

—Es posible que no pase de esta noche —susurró—. Mañana sólo quedaremos tú y yo, Bren.

—¿Qué haremos, mi señor?

Lord Brightblade separó los jirones y harapos de la capa y la manta que colgaban de sus anchos hombros. Soltó la hebilla del cinturón y se desprendió de la espada envainada.

—No permitiré que este acero, forjado por el primero de mis ancestros y llevado con honor todos estos años, caiga en manos del enemigo —declaró con énfasis.

Bren sujetó a Lord Brightblade por la muñeca.

—Señor... ¿No trataréis...? ¿No tendréis intención de destruirla?

Angriff tiró de la espada y dejó a la vista quince centímetros de su hoja. La luz de las llamas incidió en el pulido acero y le arrancó un destello.

—No —dijo el viejo caballero—. Mientras mi hijo viva, el linaje de los Brightblade no morirá. Mi espada y mi armadura serán suyas.

Sturm creyó que el corazón le iba a estallar. Luego, de forma súbita, la congoja dio paso a una sensación de ingravidez en los miembros y, aunque trató de retener la visión de cada detalle, la imagen se desvaneció. La hoguera, los hombres, su padre, la espada de los Brightblade, fluctuaron y desaparecieron. Sturm apretó los puños para intentar asir, de un modo literal, la escena entre sus manos. Se encontró con que estrujaba de manera compulsiva la capa de piel de Kitiara.

—Estoy bien —dijo luego. Los latidos del corazón recobraron con lentitud su ritmo normal.

—Esta vez permaneciste muy callado —le informó la mujer—. Mirabas al vacío como si presenciaras una representación de teatro en Solace.

—Y, en cierto modo, así fue. —Le relató la vigilia de su padre—. Tiene que tratarse de un suceso actual o de un pasado muy reciente —razonó—. El castillo estaba en ruinas; sin embargo, mi padre no parecía muy viejo; unos cincuenta años. Ni siquiera tenía la barba encanecida. ¡Ha de estar vivo!

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