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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

El Gran Sol de Mercurio (13 page)

BOOK: El Gran Sol de Mercurio
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Ni aun en las mejores circunstancias, Lucky hubiera podido luchar con los músculos de acero del hombre mecánico. Ningún ser humano hubiera podido hacerlo. Ahora sintió que toda capacidad de resistencia se desvanecía. Únicamente sintió el calor.

El robot aumentó la presión, doblando a Lucky hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo. Lucky pensó aturdidamente en la debilidad estructural del traje aislante. Un traje espacial ordinario le habría protegido incluso contra la fuerza de un robot. Un traje aislante, no. En cualquier momento, una parte de él podía doblarse y ceder.

Lucky agitó desesperadamente el brazo libre, arañando con los dedos las negras piedrecillas del suelo.

Le asaltó una repentina idea. Intentó con todas sus fuerzas aprestarse para evitar lo que parecía una muerte inevitable a manos de un robot loco.

12. PRELUDIO DE UN DUELO

El apuro en que Lucky se encontraba era análogo, pero a la inversa, de aquel que Bigman tuvo que afrontar unas horas antes. Bigman había sido amenazado no por el calor, sino por un frío creciente. Estaba apresado en las garras de las pétreas «cuerdas» tan firmemente como Lucky en las del robot metálico. Sin embargo, en cierto modo, la situación de Bigman permitía conservar alguna esperanza. Su mano aterida se asía desesperadamente a la pistola encerrada en el puño de Urteil.

Y la pistola se desprendía. De hecho, se soltó tan repentinamente que los dedos ateridos de Bigman estuvieron a punto de dejarla caer.

—¡Arenas de Marte! —murmuró, agarrándola.

Si hubiera sabido cuál era el punto vulnerable de los tentáculos, si hubiera podido destrozar cualquier parte de esos tentáculos sin matar a Urteil ni matarse él mismo, el problema habría sido muy sencillo. En su caso, sólo había una carta a la que apostar, y no muy buena por cierto.

Tocó con el pulgar el control de intensidad, apretándolo más y más. Estaba adormeciéndose, lo cual era mala señal. Ya hacía varios minutos que Urteil no daba ningún signo de vida.

Ahora tenía la intensidad en el mínimo. Una cosa más; debía llegar al activador con el índice sin soltar la pistola.

¡Cielos! No podía soltarla.

El índice rozó el lugar debido y lo apretó. La pistola se calentó. Se dio cuenta de ello por el opaco resplandor rojo de la rejilla que cubría el cañón. Aquello no era conveniente para la rejilla, puesto que una pistola no estaba destinada para servir de rayo calorífico, pero no importaba.

Con toda la fuerza que le quedaba, Bigman lanzó la pistola lo más lejos que pudo. Entonces le pareció como si la realidad se tambaleara un momento, y él se encontrara al borde de la inconsciencia.

Después sintió la primera oleada de calor, una pequeña filtración de calor que entraba en su cuerpo procedente de la unidad motriz, y lanzó un débil grito de alegría. El calor era suficiente prueba de que la energía había dejado de alimentar los voraces cuerpos de aquellos tentáculos consumidores de calor.

Movió los brazos. Levantó una pierna. Estaban libres. Los tentáculos se habían ido.

La intensidad de la luz de su traje había aumentado, y pudo ver claramente el lugar donde cayera la pistola. El lugar, sí, pero la pistola no. En el sitio donde ésta debía hallarse sólo había una masa moviente de tentáculos grises entrelazados.

Con temblorosos movimientos, Bigman cogió la pistola de Urteil y, poniéndola al mínimo, la tiró más allá de la primera. Eso distraería a la criatura si la energía de la primera se agotaba.

Bigman exclamó impacientemente: —¡Eh, Urteil! ¿Me oye?

No recibió contestación.

Con toda la fuerza que pudo reunir, arrastró a la figura cubierta con el traje espacial lejos de aquel lugar. La luz del traje de Urteil brillaba débilmente, y el indicador de la unidad motriz revelaba que no estaba completamente vacía. La temperatura dentro del traje se normalizaría enseguida.

Bigman llamó al Centro. Ahora ya no era posible otra decisión. En su estado de debilidad, con el suministro de energía a un nivel tan bajo, otro encuentro con vida mercuriana les remataría. Y ya se las arreglaría para proteger a Lucky como pudiera.

Fue notable la rapidez con que acudieron a rescatarlos.

Con dos tazas de café y una comida caliente en el estómago, rodeado por la luz y el calor del Centro, la flexible mente de Bigman consideró el reciente horror con la debida perspectiva. Ya no era más que un desagradable recuerdo.

El doctor Peverale revoloteaba a su alrededor con un aire parcialmente similar a una madre ansiosa y a un anciano nervioso. Su cabello gris acerado estaba en desorden.

—¿Está seguro de que se encuentra bien, Bigman? ¿No le duele nada?

—Estoy perfectamente. Nunca me había sentido mejor —insistió Bigman—. La cuestión es, ¿cómo está Urteil?

—Al parecer, se recuperará. —La voz del astrónomo se enfrió—. El doctor Gardoma le ha examinado y afirma que no hay ningún motivo de preocupación.

—Estupendo —dijo Bigman casi con alegría.

El doctor Peverale preguntó con cierta sorpresa:

—¿Acaso le inquieta su estado?

—Claro que sí, doctor. Tengo planes para él.

El doctor Hanley Cook entró en aquel momento, casi temblando de excitación.

—Hemos enviado algunos hombres a las minas para tratar de coger alguna de esas criaturas. Se han llevado unidades térmicas; son el cebo para los peces, ¿saben? —Se volvió a Bigman—. Fue una suerte que pudieran escapar.

La voz de Bigman se hizo estridente y pareció ofendido.

—No fue suerte, fue cerebro. Me imaginé que lo que buscaban era calor. Supuso que era su fuente de energía preferida, así que se la proporcioné.

El doctor Peverale se fue entonces, pero Cook permaneció allí, hablando de las criaturas, yendo y viniendo de un lado a otro, y tejiendo una suposición tras otra.

—¡Imagínese! Las viejas historias de muerte por congelación en las minas eran ciertas. ¡Realmente ciertas! ¡Piénselo! No son más que tentáculos rocosos que actúan como esponjas caloríficas, absorbiendo energía donde quiera que hagan contacto. ¿Está seguro de la descripción, Bigman?

—Claro que lo estoy. Cuando atrapen una, lo verá por sí mismo.

—¡Vaya descubrimiento!

—¿Cómo se explica que no hayan sido descubiertas hasta ahora? —preguntó Bigman.

—Por lo que me cuenta, adquieren el aspecto de aquello que les rodea. Mimetismo protector. Además, sólo atacan a hombres aislados. Quizá —dijo con creciente excitación y sin dejar de entrelazar y doblar los dedos— tengan alguna clase de instinto, alguna inteligencia rudimentaria que les mantenga ocultas. Estoy seguro de ello. Es una clase de inteligencia que les mantenía fuera de nuestro camino. Sabían que su única seguridad estaba en la oscuridad, así que sólo atacaban a hombres aislados. Después, durante treinta años o más no aparece ningún hombre en las minas. Su preciosa fuente de calor desapareció, pero no sucumbieron a la tentación de invadir el Centro. Pero cuando el hombre volvió a bajar a las minas, la tentación fue demasiado grande y una de las criaturas atacó, aun cuando había dos hombres y no uno. Para ellas, fue fatal. Han sido descubiertas.

—¿Por qué no van al lado solar, si quieren energía y son tan inteligentes? —inquirió Bigman.

—Quizá sea demasiado caluroso —se apresuró a responder Cook.

—Se lanzaron sobre la pistola y estaba al rojo vivo.

—El lado solar puede tener demasiada radiación. Es posible que no estén adaptadas a ella. O quizá haya otra especie de criaturas parecidas en el lado solar. ¿Cómo vamos a saberlo? Quizá las del lado oscuro vivan de minerales radioactivos y del resplandor coronario.

Bigman se encogió de hombros. Opinaba que tales especulaciones eran inútiles.

Y la línea de pensamiento de Cook pareció cambiar también. Miró especulativamente a Bigman, rascándose la barbilla con un dedo.

—Así que ha salvado la vida de Urteil.

—Exacto.

—Bueno, quizá haya hecho bien. Si Urteil hubiera muerto, le habrían culpado a usted. El senador Swenson habría podido hacerles las cosas muy difíciles, a usted, a Starr y al Consejo. No importa la explicación que usted hubiera dado, la cuestión es que habría estado allá cuando Urteil muriera, y eso habría sido suficiente para Swenson.

—Escuche —dijo Bigman, con impaciencia—, ¿cuándo podré ver a Urteil?

—Cuando el doctor Gardoma lo diga.

—En este caso, póngase en comunicación con él y dígale que me dé permiso.

Cook clavó pensativamente la mirada en el pequeño marciano.

—¿Qué se propone?

Y como Bigman tenía que hacer algunos arreglos relativos a la gravedad, explicó parte de su plan a Cook.

El doctor Gardoma abrió la puerta y franqueó la entrada a Bigman.

—Es todo suyo, Bigman —susurró—. Yo no lo resisto.

Salió de la habitación, y Bigman y Urteil se encontraron nuevamente solos.

Jonathan Urteil estaba ligeramente pálido donde la barba ocultaba su cara, pero éste era el único signo de la pasada experiencia. Separó los labios en una desagradable sonrisa.

—Sigo estando de una pieza, si esto es lo que ha venido a ver.

—Esto es lo que he venido a ver. Además, quiero hacerle una pregunta. ¿Sigue creyendo todavía esa estupidez de que Lucky Starr se dispone a preparar una base siriana falsa en las minas?

—Me propongo demostrarlo.

—Mire, compañero, usted sabe que es una mentira, y no vacilará en falsear las pruebas si puede. ¡Falsearlas! No es que espere verlo de rodillas para agradecerme que le haya salvado la vida.

—¡Espere! —El rostro de Urteil se congestionó lentamente—. Lo único que recuerdo es que aquella cosa me atacó por sorpresa. Eso fue un accidente. Después no sé lo que ocurrió. Lo que usted dice no significa nada para mí.

Bigman lanzó un grito de indignación. —Usted, asquerosa alimaña del espacio, chilló pidiendo socorro.

—¿Tiene algún testigo? No me acuerdo de nada.

—¿Cómo cree que se escapó?

—No creo nada. Es posible que el bicho se fuera. Quizá ni siquiera existiese el tal bicho. Es posible que se desprendiera una roca y me golpeara. Si ha venido a verme con la esperanza de que me eche en sus brazos y le prometa olvidarme de su oportunista amigo, voy a decepcionarle. Si no tiene nada más gire decir, ya puede largarse.

Bigman repuso.

—Se ha olvidado de una cosa; intentó matarme.

—¿Tiene algún testigo? Si no se larga inmediatamente, me levanto y le saco por la fuerza, enanito.

Bigman se mantuvo heroicamente tranquilo. —Haré un trato con usted, Urteil. No ha vacilado en amenazarme siempre que ha querido porque mide unos centímetros más que yo y pesa unos cuantos kilos más, pero la única vez que le ataqué se puso pálido como un cobarde.

—Me atacó con un cuchillo energético y estando yo desarmado, no lo olvide.

—Mantengo que se puso pálido. Atrévase conmigo, ahora. Sin armas. ¿O está demasiado débil?

—¿Débil para enfrentarme con usted? ¡Dos años en el hospital y aún no estaría demasiado débil!

—¡Pues pelee! ¡Ante testigos! Usaremos la planta de energía. Ya he hablado de ello con Cook.

—Cook debe odiarle. ¿Qué hay de Peverale?

—No se lo hemos dicho. Y Cook no me odia.

—Parece impaciente por verle muerto, pero no le daré esa satisfacción. ¿Por qué iba a pelearme yo con alguien como usted?

—¿Asustado?

—Repito: ¿por qué? Usted ha hablado de un trato.

—De acuerdo. Si usted gana, no diré una palabra de lo que sucedió en las minas, lo que sucedió en realidad. Si gano yo, deja en paz al Consejo.

—Vaya un trato. ¿Por qué iba a inquietarme lo que dijera de mí?

—No tendrá miedo de perder, ¿verdad?

—¡Cielos! —La exclamación fue suficiente.

Bigman dijo:

—Pues, ¿entonces? .

—Usted debe creer que soy tonto. Si peleo con usted ante testigos, seré acusado de asesinato. En cuanto le empuje con un dedo, caerá en redondo. Busque otro medio de suicidarse.

—Muy bien. ¿Cuántos kilos más que yo cree usted que pesa?

—Cincuenta —dijo despreciativamente Urteil.

—Cincuenta kilos de grasa —gruñó Bigman, con el rostro contraído en una mueca amenazadora—. Le diré lo que vamos a hacer; pelearemos bajo la gravedad mercuriana. Esto reduce su ventaja a veinte kilos, y mantiene su ventaja de inercia. ¿Le parece justo?

Urteil repuso.

—¡Cielos, me gustaría darle un puñetazo y cerrarle la boca de un solo golpe!

—Tiene la oportunidad de hacerlo. ¿Cerramos el trato?

—Por la Tierra que lo cerramos. Intentaré no matarle, pero esto es todo lo que le prometo. Usted mismo me lo ha pedido, me lo ha rogado incluso.

—De acuerdo. Ahora en marcha; en marcha.

Y Bigman estaba tan ansioso que salió dando saltitos y puñetazos en el aire. De hecho, su impaciencia por comenzar el duelo era tal que no dedicó un solo pensamiento a Lucky ni tuvo ningún presentimiento de desastre. No tenía forma de saber que, sólo unas horas antes, Lucky había librado un duelo mucho más peligroso que el que Bigman acababa de proponer.

El nivel de energía tenía sus tremendos generadores y equipo pesado, pero también disponía de un amplio espacio para las reuniones del personal. Era la parte más antigua del Centro. En los primeros tiempos, incluso antes de que el primer pozo minero hubiera sido abierto en el suelo de Mercurio, los ingenieros encargados de su construcción habían dormido en aquel espacio entre los generadores. Incluso ahora se empleaba ocasionalmente para alguna sesión cinematográfica.

Ahora servía de ring, y Cook, junto con una media docena de técnicos, permanecía no lejos de él.

—¿Eso es todo? —inquirió Bigman. Cook dijo:

—Mindes y sus hombres están en el lado solar. Hay diez hombres en las minas a la busca y captura de sus «cuerdas», y el resto está de servicio. Miró con aprensión a Urteil y preguntó—: ¿Está seguro de que sabe lo que hace, Bigman?

Urteil iba desnudo hasta la cintura. Tenía el pecho y los hombros cubiertos por abundante pelo, y movía los músculos con atlética satisfacción.

Bigman miró indiferentemente en dirección a Urteil.

—¿Todo dispuesto con la gravedad?

—La desconectaremos a la señal convenida. He arreglado los mandos para que el resto del Centro no se vea afectado. ¿Ha estado Urteil de acuerdo?

—Claro que sí —sonrió Bigman—. No hay razón para inquietarse, amigo.

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