El gran reloj (3 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

BOOK: El gran reloj
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—Confío en que esta tarde podré encontrar las cortinas que quiero —dijo Georgette sin darle importancia—. La semana pasada no tuve tiempo. Me pasé dos horas largas en la consulta del doctor Dolson.

—¿Si? —Entonces comprendí que quería decirme algo—. ¿Qué tal van las cosas con el doctor Dolson?

Contestó sin quitar los ojos de la calzada.

—Dice que cree que todo irá perfectamente.

—¿Que cree? ¿Qué quiere decir eso?

—Bueno, está seguro. Todo lo seguro que puede estar. La próxima vez estaré perfectamente.

—Fantástico. —Cubrí su mano con la mía—. ¿Por qué lo guardabas en secreto?

—Bueno. ¿Tú sigues pensando lo mismo?

—Oye, ¿por qué crees que he estado pagándole a Dolson? Pues sí, claro.

—Es que me lo preguntaba.

—Bueno, pues no lo hagas. ¿Ha dicho cuándo?

—En cualquier momento.

Estábamos ya en la estación y en ese momento entraba el tren de las 9.08. Le di un beso, le pasé un brazo por los hombros y tanteé en busca de la manilla de la puerta con el otro.

—En cualquier momento, pues. Ve con cuidado de no dar un resbalón, hay muchas aceras heladas.

—Llámame —me dijo antes de que cerrase la puerta.

Le dije que sí con la cabeza y eché a andar hacia la estación. En el kiosco de dentro cogí otro periódico y seguí mi camino. Tenía cantidad de tiempo. Vi a un atleta correr una manzana de casas más allá.

Para mí el viaje en el tren empezaba siempre por la sección de anuncios de «Negocios», mi preferida en cualquier periódico, continuaba con las noticias de las salas de subastas, una ojeada a las páginas de deportes, estadísticas de seguros y después las de entretenimientos. Por último, cuando el tren se sumergía bajo tierra me preparaba para el día volviendo a repasar el índice y leyendo lo esencial de las noticias. Si hubiera pasado algo importante, yo ya lo habría asimilado cuando varios miles de viajeros avanzáramos decididos sobre el pavimento del gran hormiguero de la estación sabiendo cada uno de nosotros, a pesar de los intrincados senderos que trazábamos, dónde ir y qué hacer exactamente.

Y cinco minutos más tarde, a dos manzanas de allí, llegué al edificio Janoth, que se alzaba como una eterna deidad de piedra en medio del bosque de sus congéneres. Parecía preferir los sacrificios humanos, de carne y espíritu, a cualquier otra muestra de devoción. Y se los ofrecíamos libremente a diario.

Entré en el vestíbulo para ofrecer el mío entre sus ecos.

GEORGE STROUD, III

Empresas Janoth ocupaba los nueve últimos pisos del edificio Janoth, pero no era ni mucho menos el mayor conglomerado de su sector en Estados Unidos. Jennett-Donohue constituía un grupo de publicaciones más grande, lo mismo que Beacon Publications y Devers & Blair. Aun así, nuestra organización ocupaba un puesto especial y estaba lejos de ser la más pequeña entre las muchas empresas que editaban revistas de literatura e información sobre temas políticos, técnicos y de negocios.

La revista más importante y conocida del grupo era
Newsways
, un semanario de interés general con una tirada de cerca de dos millones de ejemplares. Estaba en el piso treinta y uno. Por encima de ella, en el último piso del edificio, estaban las oficinas comerciales, los departamentos de publicidad, contabilidad y distribución, junto con el cuartel general particular de Earl Janoth y Steve Hagen.

Commerce
era una revista semanal de economía cuya tirada, en torno a un cuarto de millón de ejemplares, estaba muy por debajo de su verdadero número de lectores y de su influencia real. Como complemento, publicaba un boletín diario de cuatro páginas,
Trade
, y emitía cada hora un servicio de noticias por cable,
Commerce Index
. Ocupaban el piso treinta.

La planta veintinueve albergaba un amplio surtido de periódicos y revistas técnicas, la mayoría mensuales, que iban desde el deportivo
Sportland
a
The Frozen Age
(productos alimenticios congelados),
The Actuary
(estadísticas de vida y seguros),
Frequency
(radio y televisión) y
Plástic Tomorrow
(el futuro es de los plásticos). En ese piso estaban también diez o doce publicaciones de esas que hablan sobre lo que nos deparará el futuro inmediato o sobre bricolaje, aunque ninguna de ellas tenía una gran tirada, y algunas no eran más que antiguas ocurrencias de Earl Janoth en un momento de inspiración y de las que probablemente ya se había olvidado.

Los dos pisos siguientes en orden descendente albergaban el depósito de cadáveres (es decir, los archivos), la biblioteca y las salas de consulta en general, los departamentos de ilustración y fotografía, una sala de primeros auxilios pequeña pero suficiente y de uso frecuente, unos lavabos, las centralitas de teléfonos y una sala de recepción para atender al público en general.

Sin embargo, los cerebros de la organización había que ir a buscarlos a la planta veintiséis. Albergaba
Crimeways
, con Roy Cordette de director adjunto (despacho 2618); yo, que soy el director ejecutivo (despacho 2619), Sydney Kislak y Henry Wyckoff, ayudantes de dirección (2617), y seis redactores que ocupaban dependencias anexas. En teoría éramos auténticos registros de los departamentos de policía del país, perros guardianes de sus bolsillos y de sus conciencias, y en ocasiones de su moral, sus modales en la mesa o cualquier otra cosa que se nos viniera a la cabeza. Nosotros diagnosticábamos los delitos: si el FBI tenía que salir en la prensa una vez al mes, sería cosa nuestra. Si un guardia de Twin Oaks, Nebraska, tenía que demostrar que era un crítico social penetrante, o si el Consejo Nacional de Obispos Protestantes Episcopalianos tenía que llevar a cabo cierta cantidad de trabajos de campo, también lo sacaríamos adelante nosotros. En resumen, éramos el termómetro de la salud del país, el registro de los delitos presentes y pasados, los profetas de los crímenes futuros. O eso habíamos dicho colectivamente en tal o cual ocasión.

Con nosotros también estaban en la planta veintiséis otras cuatro revistas con una estructura similar:
Homeways
(algo más que una simple revista para el hogar),
Personalities
(no solamente las historias de éxito más sobresalientes del mes),
Fashions
(moda humana, no vestidos), y
The Sexes
(asuntos amorosos, matrimonios, divorcios).

Por último, en los dos pisos de debajo de nosotros estaban los gabinetes para investigaciones de largo alcance, el departamento jurídico, los encargados de relaciones públicas de la organización, material de oficina, el departamento de personal y un nuevo fenómeno bautizado como
Futureways
, dedicado a estudiar la evolución social planificada, un empeño del que podría surgir desde un solo volumen a una revista nueva, un discurso a los postres de una cena en cualquier sitio o, sencillamente, desaparecer de repente sin dejar ni el menor rastro. Edward Orlin y Emory Mafferson formaban parte de su plantilla.

Así era el cuartel general de Empresas Janoth. Delegaciones en veintiuna ciudades importantes del país y veinticinco en el extranjero nutrían diariamente, cada hora, ese centro nervioso. Y el alimento era servido por corresponsales, científicos, técnicos y profesores de primera fila desde cualquier rincón del mundo. Era un imperio de la inteligencia.

Si lo necesitaba, cualquier revista de la organización podía reclamar ayuda y asesoramiento a cualquier otro de sus elementos o a todos ellos.
Crimeways
lo hacía muy a menudo.

Habíamos seguido la pista de Paul Isleman, un financiero desaparecido, y lo habíamos encontrado. Ese tanto me lo podía apuntar yo. Y habíamos hecho trabajar al departamento jurídico, al de contabilidad y a una docena de reporteros de nuestra cabecera y de otras más para desenmarañar los fraudes ocultos de Isleman, al tiempo que Bert Finch, uno de nuestros mejores redactores, dedicaba un mes completo a explicar aquel complicado asunto con toda claridad al público.

Habíamos encontrado al hombre que mató a la esposa de Frank Sandler, y esa vez ganamos a la policía por tres décimas de segundo. Ésa también se la podía apuntar George Stroud. Yo había localizado a aquel individuo gracias a nuestros propios archivos… con ayuda de un equipo que formamos para ese trabajo.

Pasé por mi despacho y fui directamente al de Roy, sólo me detuve para dejar el sombrero y la chaqueta. Estaban todos en el 2618, con cara de cansancio pero tenaces y un tanto pensativos. Nat Sperling, que era un tipo enorme, muy moreno y torpón, hablaba con voz monótona guiándose con unas notas.

—… En una granja a unos cuarenta y siete kilómetros de Reading. El individuo utilizó una escopeta, un revólver y un hacha.

La mirada distante e inquisitiva de Roy se posó en mí el tiempo de un destello y volvió a Sperling. Le preguntó, paciente:

—¿Y…?

—Y fue una de esas matanzas con una cantidad de sangre increíble, de esas que parece que suceden a menudo en lugares perdidos.

—Tenemos un hombre en Reading —meditó Roy en voz alta—. Pero ¿este asunto nos interesa?

—Por el resultado que logró el tipo —dijo Nat—. Cuatro personas, una familia entera. Eso es un homicidio a gran escala, da igual dónde haya ocurrido.

Roy suspiró y nos ofreció apenas un esbozo de comentario.

—Los números no significan nada. Todos los días mueren asesinadas varias docenas de personas.

—Pero no cuatro de una tacada y por el mismo individuo.

Sydney Kislak, sentado en el amplio antepecho de una de las ventanas de detrás de Elliot, lanzó un apunte certero:

—La elección de las armas. De tres clases diferentes.

—Bueno, ¿y de qué iba el asunto? —prosiguió Roy imperturbable.

—Celos. La mujer le había prometido al asesino fugarse con él, o por lo menos eso pensaba él, y cuando en vez de eso se lo quiso quitar de encima, el tipo le pegó un tiro, y otro al marido, y después agarró una pistola y un hacha para sus dos…

—En un caso así —murmuró Roy, abstraído—, lo más importante a considerar es el motivo. ¿Tiene relevancia para nuestra publicación? ¿Es delictivo? Y a mí lo que me parece es que, simplemente, este pájaro se enamoró. Es verdad que hubo algo que se torció, pero básicamente actuó empujado por el amor. Así que a menos que podáis demostrar que el instinto sexual lleva inherente algo delictivo o antisocial… —Roy abrió y cerró los dedos de la mano que reposaba en la mesa delante de él—. Pero creo que deberíamos pasarle esta historia a Wheeler para que la publique en
Sexes
. O quizás en
Personalities
.

—O en
Fashions
—murmuró Sydney.

Roy seguía mirando expectante a Nat, en cuyas ingenuas facciones pugnaba por aparecer, a su pesar, una expresión de admiración. Se concentró de nuevo en sus notas, decidió al parecer dejar de lado dos o tres de sus apuntes y continuó.

—Hay un robo fantástico de un banco en St. Paul. Más de medio millón de dólares, el botín más grande de la historia.

—El más grande sin la bendición de la ley —le corrigió Henry Wyckoff—. Eso fue anoche, ¿verdad?

—Ayer por la tarde. Tengo a la oficina de Minneapolis siguiendo el caso y ya sabemos que fue una banda de tres personas por lo menos, puede que más, que llevaban más de tres años preparando el golpe. Lo extraño del asunto es que los de la banda constituyeron una sociedad con todas las de la ley hace tres años, pagaban sus impuestos y se habían asignado a sí mismos unos sueldos que ascendían a 175.000 dólares mientras elaboraban sus planes y preparaban el atraco. Manejaban sus fondos a través del banco que tenían como objetivo y se cree que hicieron varios ensayos generales en el propio lugar de los hechos antes del golpe de ayer. Hasta habían entrenado a un par de guardias de seguridad para que hicieran de figurantes sin saberlo. A uno de ellos le pagaron con una bala en la pierna.

Nat se interrumpió y Roy parecía mirar a través de él, con un atisbo de ceño fruncido en delicado equilibrio con la curiosidad pintada en sus ojos azules y tolerantes.

—Más cifras —sentenció con delicadeza—. ¿Qué diferencia hay en que sea medio millón, medio millar o sólo medio dólar? ¿Tres años, tres meses o tres minutos? ¿Tres delincuentes o trescientos?

¿Qué lo hace tan significativo como para que tengamos que ocuparnos de ello?

—El punto de vista profesional, ¿no crees tú? —sugirió Wyckoff—. Mantenerse dentro de la ley mientras hacían los trabajos preparatorios. Los ensayos. Trabajar todo ese tiempo con el propio banco. Si te paras a pensarlo, Roy, vaya, es que no hay banco o empresa en el mundo que esté a salvo de una banda con paciencia, recursos e inteligencia suficientes. Aquí tenemos la última palabra en técnicas delictivas, equiparar unos métodos comerciales con otros métodos comerciales. Demonios, dale a un número de personas suficiente el tiempo, el dinero y la inteligencia suficientes y acabarán desvalijando Fort Knox.

—Exactamente —dijo Roy—. ¿Y eso es nuevo? El ataque que llega a la altura de la defensa, la defensa que contrarresta el ataque, ésa es toda la historia del crimen. Ya hemos publicado muchas veces, demasiadas, las características esenciales de esta misma historia bajo muy diversos disfraces. Ahí no veo mucha cosa para nosotros. Le dedicaremos dos o tres párrafos en
Crime Wavelets
: «Unos bandidos austeros y laboriosos invierten 175.000 dólares y tres años de esfuerzo para llevar a cabo el robo de un banco. Logran un beneficio neto de 325.000 dólares». Con tres hombres trabajando durante tres años —calculó—, la cosa sube a algo más de treinta y seis mil por año. Sí. «Este modesto salario, sin proporción con el riesgo y la destreza puestas a prueba, demuestra una vez más que el criminal nunca gana… lo suficiente.» Poco más o menos. A ver, ¿no podemos conseguir algo de un poco más de nivel? Seguimos necesitando tres artículos de portada.

Nat Sperling no tenía más sugerencias. Vi que eran ya las 10.45, y con poco o nada hecho, la idea de ir a comer pronto resultaba un sueño inútil. Además iba a tener que desechar cualquier esperanza de celebrar hoy una reunión con Roy y Hagen. Tony Watson tomó el relevo y empezó a hablar con ráfagas bruscas y nerviosas, interrumpidas por pausas ocasionales debido a una angustia demasiado fuerte. A mí me parecía que su neurastenia debería haber mejorado, o incluso haberse curado por completo, después de los cuatro o cinco mil dólares que llevaba gastados en psicoanálisis. De todas formas, considerando los riesgos de nuestra profesión, bien podría ser que sin esos tratamientos, ahora mismo Tony ya sería completamente mudo.

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