El instinto de gloria futura lo había llevado meses antes a Saint Olaf, al pequeño Lutheran College, en el sur de Minnesota. Aguantó dos semanas, desmoralizado por la feroz indiferencia del lugar hacia los tambores de su destino, hacia el destino mismo, y aborreciendo el trabajo de conserje con que iba a pagarse la estancia. Volvió al lago Superior, y seguía a la busca de algo que hacer el día que el yate de Dan Cody echó el ancla en los bajíos de la costa.
Cody tenía cincuenta años entonces, y era un producto de los yacimientos de plata de Nevada, del Yukon y de todas las fiebres mineras desde 1875. Las operaciones con el cobre de Montana que lo hicieron mucho más que multimillonario lo encontraron todavía fuerte, físicamente hablando, pero próximo a la decrepitud intelectual, y, sospechándolo, un número infinito de mujeres intentó separarlo de su dinero. Los enredos de no demasiado buen gusto con los que la periodista Ella Kaye representó el papel de Madame de Maintenon a costa de la debilidad de Cody y lo empujó a hacerse a la mar en un yate eran habituales en el indigesto periodismo de 1902. Cody llevaba cinco años costeando orillas demasiado hospitalarias cuando, en Little Girl Bay, se convirtió en el destino de James Gatz.
Para el joven Gatz, que se apoyaba en los remos y miraba hacia cubierta, el yate representaba toda la belleza, todo el glamour del mundo. Supongo que le sonrió a Cody: probablemente había descubierto que cuando sonreía le caía bien a la gente. El caso es que Cody le hizo unas cuantas preguntas (de una de esas preguntas salió el nuevo nombre) y descubrió que era listo y ambicioso hasta la extravagancia. Pocos días después lo llevó a Duluth y le compró una chaqueta azul, seis pares de pantalones de dril blanco y una gorra de marino. Y cuando el
Tuolomee
zarpó hacia las Indias Occidentales y las costas de Berbería, Gatsby zarpó también.
Su función no era precisa: mientras permaneció con Cody fue sucesivamente camarero, segundo de a bordo, patrón de yate, secretario, e incluso carcelero, porque, sobrio, Dan Cody sabía a qué derroches era propenso borracho, y prevenía tales contingencias depositando cada día más confianza en Gatsby. El acuerdo duró cinco años, en los que el yate dio tres veces la vuelta al continente. Podría haber durado indefinidamente, pero Ella Kaye subió a bordo una noche en Boston y una semana después Dan Cody, de manera poco hospitalaria, se murió.
Recuerdo su retrato en el dormitorio de Gatsby, un hombre saludable, con el pelo gris y expresión dura, vacía: el pionero disipado que durante una fase de la vida de los Estados Unidos de América devolvió a la costa este la violencia salvaje de los burdeles y los tugurios de la frontera. A Cody se debía indirectamente que Gatsby apenas bebiera. Alguna vez, en las fiestas, las mujeres le echaban
champagne
en el pelo. Él tenía como costumbre no probar el alcohol.
Y de Cody heredó el dinero: veinticinco mil dólares que jamás recibió. Nunca entendió a qué artimaña legal recurrieron contra él, pero lo que quedaba de los millones acabó íntegro en manos de Ella Kaye. A Gatsby le quedó su educación, tan apropiada, tan singular: el vago perfil de Jay Gatsby adquirió la consistencia de un hombre.
Todo esto me lo contó mucho más tarde, pero lo escribo ahora con la idea de desmentir aquellos primeros rumores disparatados sobre sus antecedentes, que no eran ni remotamente verdad. Me lo contó además en un momento de confusión, cuando yo había llegado a creérmelo todo y a no creerme nada sobre él. Así que aprovecho esta breve interrupción, mientras Gatsby, por decirlo así, recobraba el aliento, para disipar toda esa serie de ideas falsas.
Hubo también una interrupción en mis relaciones con él. Durante algunas semanas dejamos de vernos y de hablar por teléfono —la mayor parte del tiempo la pasaba en Nueva York, dando vueltas con Jordan e intentando congraciarme con su tía, un vejestorio—, pero fui por fin a su casa un domingo por la tarde. No llevaba allí ni dos minutos cuando alguien apareció con Tom Buchanan, a tomar una copa. Me sobresalté, como es natural, aunque lo verdaderamente asombroso es que aquello no hubiera pasado antes.
Eran tres, a caballo: Tom, un tal Sloane y una mujer muy agradable, con un traje de amazona marrón, que ya conocía la casa.
—Estoy encantado de verles —dijo Gatsby, de pie en el porche—. Estoy encantado de que hayan venido.
¡Como si a ellos les importara!
—Siéntense. Cojan un cigarrillo o un puro —se movió deprisa por la habitación, pulsando timbres—. En un momento estarán listas las bebidas.
La presencia de Tom Buchanan lo afectaba profundamente. Pero se sentiría incómodo de todas formas hasta que no les sirviera algo, pues en el fondo se daba cuenta de que ése era el único motivo por el que habían ido a su casa. Mister Sloane no quería nada. ¿Limonada? No, gracias. ¿Un poco de
champagne
? Nada en absoluto, gracias… Lo siento.
—¿Qué tal el paseo?
—Por aquí los caminos son buenos.
—Supongo que los automóviles…
—Sí.
Obedeciendo a un impulso irresistible. Gatsby se volvió hacia Tom, que había reaccionado a la presentación como si no lo conociera.
—Creo que ya nos conocíamos, mister Buchanan.
—Ah, sí —dijo Tom, brusco y correcto, aunque era obvio que no se acordaba—. Sí, lo recuerdo perfectamente.
—Hace unas dos semanas.
—Es verdad. Usted estaba con Nick.
—Conozco a su mujer —continuó Gatsby, casi con agresividad.
—¿Sí?
Tom se volvió hacia mí.
—¿Vives cerca, Nick?
—En la casa de al lado.
—¿Sí?
Mister Sloane no participaba en la conversación, sino que se retrepaba en la silla con arrogancia; la mujer tampoco hablaba, hasta que inesperadamente, después de dos whiskys con soda, se volvió cordial.
—Vendremos a su próxima fiesta, mister Gatsby —sugirió—. ¿Qué me dice?
—De acuerdo, será un placer tenerlos aquí.
—Será muy agradable —dijo mister Sloane sin la menor gratitud—. Bueno, creo que debemos irnos ya a casa.
—Por favor, no hay prisa —dijo Gatsby con calor. Había recuperado el control de sí mismo y quería seguir hablando con Tom—. ¿Por qué… por qué no se quedan a cenar? No me sorprendería que se dejara caer por aquí alguna gente de Nueva York.
—No. Ustedes se vienen a cenar conmigo —dijo la señora con entusiasmo—. Los dos.
Me incluía también a mí. Mister Sloane se puso de pie.
—Vamos —dijo, pero sólo a ella.
—Hablo en serio —insistió la señora—. Me encantaría que nos acompañaran. Hay sitio de sobra.
Gatsby me miró, interrogándome. Quería ir y no había entendido que mister Sloane había decidido que no fuera.
—Me temo que no puedo acompañarles —dije.
—Bueno, pues viene usted —insistió ella, concentrándose en Gatsby.
Mister Sloane le murmuró algo al oído.
—No llegaremos tarde si nos vamos ahora mismo —contestó ella en voz alta.
—No tengo caballo —dijo Gatsby—. Montaba en el ejército, pero nunca he comprado un caballo. Los seguiré en el coche. Discúlpenme un momento.
Los demás salimos al porche, donde Sloane y la señora se apartaron para iniciar una apasionada conversación.
—Dios mío, creo que ese tipo se viene —dijo Tom—. ¿No se da cuenta de que ella no quiere que venga?
—Ella dice que quiere que vaya.
—Da una gran cena en la que ese Gatsby no va a conocer a nadie —arrugó la frente—. Quisiera saber dónde diablos conoció a Daisy. Por Dios, puede que mis ideas ya no estén de moda, pero, para mi gusto, las mujeres de hoy andan demasiado sueltas. Y tropiezan con toda clase de chiflados.
De repente mister Sloane y la señora bajaron la escalera y montaron en sus caballos.
—Vamos —dijo mister Sloane a Tom—, llegamos tarde. Tenemos que irnos —y a mí—. Dígale que no hemos podido esperar, por favor.
Tom y yo nos estrechamos la mano; con los otros intercambié un frío saludo con la cabeza, y desaparecieron al trote, camino abajo, entre el follaje de agosto, en el momento en que Gatsby salía por la puerta principal con el sombrero y un abrigo ligero en la mano.
A Tom lo perturbaba evidentemente que Daisy saliera sola, y el sábado siguiente, por la noche, la acompañó a la fiesta de Gatsby. Puede que su presencia le diera una especial sensación de opresión a la velada: aquella fiesta la recuerdo entre todas las que Gatsby dio aquel verano. Había la misma gente, o por lo menos el mismo tipo de gente, la misma abundancia de
champagne
, el mismo bullicio de voces y colores, pero yo percibía algo desagradable en el aire, una aspereza en todo que antes no existía. O puede que simplemente me hubiera acostumbrado a aceptar West Egg como un mundo completo en sí mismo, con sus propias normas y sus propias grandes figuras, no inferior a nada porque no tenía conciencia de serlo, y ahora lo estaba viendo de nuevo, a través de los ojos de Daisy. Es inevitablemente triste mirar con nuevos ojos cosas a las que ya hemos aplicado nuestra propia capacidad de enfoque.
Llegaron al anochecer, y, mientras paseábamos entre cientos de seres resplandecientes, la voz susurrante de Daisy hacía travesuras en su garganta.
—Estas cosas me emocionan tanto… —murmuró—. Si quieres besarme durante la fiesta, Nick, dímelo y lo solucionaré encantada. Basta con que pronuncies mi nombre. O con que presentes una tarjeta verde. Voy a repartir tarje…
—Mirad a vuestro alrededor —sugirió Gatsby.
—Estoy mirando. Lo estoy pasando maravillosa…
—Veréis en persona a mucha gente de la que habéis oído hablar.
La mirada arrogante de Tom se paseó por la multitud.
—No salimos mucho —dijo—; de hecho estaba pensando que no conozco a nadie.
—Quizá conozca a esa señora —Gatsby señalaba a una magnífica mujer orquídea, apenas humana, sentada con dignidad regia bajo un ciruelo blanco.
Tom y Daisy la miraron sorprendidos, con esa peculiar sensación de irrealidad que nos acompaña cuando reconocemos a una celebridad del cine, fantasmal hasta ese momento.
—Es preciosa —dijo Daisy.
—El hombre que ahora se inclina sobre ella es su director.
Gatsby los llevó ceremoniosamente de grupo en grupo:
—Mistress Buchanan… y mister Buchanan —después de vacilar unos segundos añadió—. El jugador de polo.
—No —protestó Tom—, yo no.
Pero era evidente que el sonido de aquellas palabras le había gustado a Gatsby, y Tom siguió siendo «el jugador de polo» toda la noche.
—Nunca había visto a tantas celebridades —exclamó Daisy—. Era simpático ese hombre… ¿Cómo se llama? El de la nariz como azul.
Gatsby le dijo quién era y añadió que se trataba de un pequeño productor.
—Bueno, pues me cae simpático de todas formas.
—Casi preferiría no ser el jugador de polo —dijo Tom, contento—. Me gustaría ver a toda esa gente famosa… de incógnito.
Daisy y Gatsby bailaron. Recuerdo que me sorprendió la manera graciosa, conservadora, con que Gatsby bailaba el fox-trot: nunca lo había visto bailar. Y luego fueron dando un paseo hasta mi casa y pasaron media hora sentados en los escalones, mientras que, por deseo de Daisy, yo vigilaba en el jardín. «Por si hay un incendio o una inundación», me explicó, «o en caso de fuerza mayor».
Tom salió de su incógnito cuando los tres nos sentábamos a cenar.
—¿Os importa que cene con aquella gente de allí? —dijo—. Un tipo está contando cosas muy divertidas.
—Adelante, ve —respondió Daisy, feliz—, y si quieres apuntar alguna dirección, aquí tienes mi lápiz de oro.
Un momento después se volvió a mirar y me dijo que la chica era «vulgar pero bonita», y me di cuenta de que, aparte de la media hora a solas con Gatsby, no lo estaba pasando bien.
Compartíamos mesa con un grupo especialmente borracho. La culpa era mía. A Gatsby lo habían llamado por teléfono, y yo lo había pasado bien con aquella gente hacía sólo dos semanas. Pero lo que entonces me había divertido, ahora se envenenaba en el aire.
—¿Cómo está, miss Baedeker?
La chica a la que le hablaban intentaba sin éxito recostarse en mi hombro. Al oír la pregunta, se puso derecha y abrió los ojos.
—¿Cómo?
Una mujer imponente y letárgica, que le había estado pidiendo a Daisy que jugara al golf con ella al día siguiente en el club local, asumió la defensa de miss Baedeker.
—Ya está perfectamente. En cuanto se toma cinco o seis cócteles se pone siempre a gritar de esa forma. Le he dicho que debería dejarlo.
—Lo he dejado —afirmó la acusada con voz cavernosa.
—La hemos oído gritar, así que le dije al doctor Civet, aquí presente: «Hay alguien que necesita su ayuda, doctor».
—Y ella le está muy agradecida, estoy segura —dijo otra de las amigas, sin la menor gratitud—, pero usted le ha mojado todo el vestido cuando le ha metido la cabeza en el estanque.
—Si hay algo que no soporto es meter la cabeza en un estanque —musitó miss Baedeker—. Estuvieron a punto de ahogarme en Nueva Jersey.
—Ya ve que debería dejarlo —replicó el doctor Civet.
—¡Mira quién habla! —gritó con violencia miss Baedeker—. ¡Le tiemblan las manos! ¡Nunca dejaría que usted me operara!
Así estaba la cosa. Casi lo último que recuerdo es que fui con Daisy a mirar al director de cine y a su estrella. Seguían bajo el ciruelo blanco y entre sus caras, que se rozaban, sólo había un rayo de luna pálido y delgadísimo. Se me ocurrió que el director se había ido inclinando muy despacio sobre la estrella toda la noche hasta alcanzar esta proximidad, y entonces, mientras los miraba, vi que descendía un último grado y la besaba en la mejilla.
—Me gusta —dijo Daisy—. Me parece preciosa.
Pero todo lo demás la ofendía, y sin discusión, porque no se trataba de una pose, sino de un sentimiento. Le repugnaba West Egg, esa «sucursal» sin precedentes que Broadway había engendrado en una aldea de pescadores de Long Island: le repugnaba su vigor obsceno, que pujaba impaciente bajo los viejos eufemismos, y le repugnaba el destino desvergonzado que había reunido a sus habitantes en aquel atajo entre la nada y la nada. Veía algo terrible en aquella simplicidad que no podía entender.
Me senté en los escalones de la entrada mientras esperaban el coche. Estábamos a oscuras: sólo la puerta iluminada proyectaba unos metros cuadrados de luz sobre el amanecer tenebroso y suave. A veces una sombra se movía detrás de la persiana de uno de los vestidores de arriba, dejaba paso a otra sombra, a una incierta procesión de sombras, que se pintaban los labios y se empolvaban ante un espejo invisible.